– Pararé para tomar una hamburguesa -mentí.
Ryan retrocedió. Abrí la puerta de mi coche, lo puse en marcha y me alejé, demasiado cansada y triste para desearle buenas noches.
Puesto que todas las habitaciones de la zona habían sido ocupadas por la prensa y el NTSB, me habían conseguido alojamiento en una pequeña posada en las afueras de Bryson City. Antes de dar con el lugar me equivoqué de dirección varias veces y tuve que preguntar otras tantas.
Haciendo honor a su nombre, High Ridge House se encontraba en la cima de una colina al final de un camino largo y estrecho. Era una granja blanca de dos plantas con un recargado trabajo de carpintería en puertas, ventanas y vigas, tampoco se libraban las barandillas y verjas de un amplio porche que recorría el frente y los lados de la casa. La luz del porche iluminaba mecedoras de madera, tiestos de mimbre y helechos. Muy Victoriano.
Añadí mi pequeño Mazda a otra media docena de coches en un prado digno de una postal a la izquierda de la casa y seguí un sendero enlosado flanqueado por sillas de jardín metálicas. Cuando abrí la puerta principal sonaron unas campanillas. En el interior, la casa olía a madera barnizada, ambientador de pino y cordero hervido.
El guiso irlandés es quizá mi plato preferido. Como siempre, me recordó a mi abuela. ¿Dos veces en dos días? Tal vez la anciana dama me estaba observando desde el cielo.
Un momento después apareció una mujer. Era de mediana edad, un metro sesenta aproximadamente, sin maquillar y con el pelo canoso y abundante recogido en una especie de extraña salchicha en la coronilla. Llevaba una falda larga tejana y una camiseta roja con la inscripción «Alabad al Señor» sobre el pecho.
Antes de que pudiese abrir la boca, la mujer me abrazó. Sorprendida, permanecí ligeramente inclinada con las manos extendidas, tratando de no golpearla con la mochila o el ordenador portátil.
Después de lo que me pareció una eternidad, la mujer dio un paso atrás y me miró con la intensidad de un tenista que espera el servicio de su rival en Wimbledon.
– Doctora Brennan.
– Tempe.
– Lo que está haciendo por esos pobres chicos muertos es la obra del Señor.
Asentí.
– Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus santos. Él nos lo dice en el Libro de los Salmos.
Oh, no.
– Soy Ruby McCready y me siento honrada de tenerla como huésped en High Ridge House. Mi intención es cuidar de todos y cada uno de ustedes.
Me pregunté quién más estaría alojado allí, pero no dije nada. Muy pronto lo averiguaría.
– Gracias, Ruby.
– Permítame. -Cogió mi mochila-. Le indicaré cuál es su habitación.
Mi anfitriona me condujo a través de un salón y un comedor, subimos una escalera de madera tallada y recorrimos un pasillo con puertas cerradas a ambos lados, cada una con una pequeña placa pintada a mano. En el extremo del corredor hicimos un giro de noventa grados y nos detuvimos ante una puerta. La placa decía «Magnolia».
– Puesto que es la única mujer, la he puesto en la habitación Magnolia. -Aunque estábamos solas, la voz de Ruby se había convertido en un susurro, su tono tenía algo de conspirador-. Es la única que tiene su propio excusado. Sé que apreciará la privacidad.
¿Excusado? ¿En qué lugar del mundo se seguían refiriendo a los baños como excusados?
Ruby me siguió, dejó mi mochila sobre la cama y comenzó a ahuecar las almohadas y a bajar las persianas como si fuese un botones del Ritz.
Las telas y el empapelado explicaban el apelativo floral. Había pesadas cortinas en la ventana, las mesas estaban cubiertas y unos lazos adornaban cada rincón de la habitación. La mecedora y la cama de madera de arce estaban cubiertas de cojines y un millón de pequeñas figuras llenaban una vitrina. Encima del mueble había reproducciones en cerámica de Annie la Huerfanita y su perro, Sandy, Shirley Temple vestida como Heidi y un collie que supuse que sería Lassie.
Mi gusto por el mobiliario y los adornos domésticos tiende a la simplicidad. Aunque nunca me ha molestado la austeridad del estilo moderno, prefiero un estilo menos duro, algo como un Shaker o un Hepplewhite. Si me rodean de chismes empiezo a ponerme nerviosa.
– Es una habitación encantadora -dije.
– Ahora la dejaré sola. La cena se sirve a las seis, de modo que se la ha perdido, pero he dejado algo de cordero en el fuego. ¿Le gustaría probarlo?
– No, gracias. Voy a acostarme.
– ¿Ha cenado?
– No tengo mucha ham…
– Mírese, está en los huesos. No puede irse a la cama con el estómago vacío.
¿Por qué todo el mundo parecía estar tan preocupado por mi dieta?
– Le subiré una bandeja.
– Gracias, Ruby.
– No tiene nada que agradecerme. Una última cosa. En High Ridge House no cerramos las puertas con llave, de modo que puede entrar y salir cuando le apetezca.
Aunque me había duchado hacía unas horas en el remolque de descontaminación, saqué mis pocas pertenencias de la mochila y tomé un largo baño caliente. Al igual que sucede con las víctimas de una violación, a menudo las personas, después de una catástrofe, se lavan de un modo obsesivo, impulsadas por una necesidad de purificar el cuerpo y el espíritu. Cuando salí del cuarto de baño me encontré con una fuente llena de guiso de cordero, pan de cereales y una jarra de leche. Mi móvil comenzó a sonar cuando estaba a punto de pinchar un nabo con el tenedor. Temí que el buzón de voz se activara antes de que pudiese contestar, me lancé hacia el bolso, volqué su contenido sobre la cama y busqué entre el bote de laca, la billetera, el pasaporte, la agenda electrónica, las gafas de sol, las llaves y el maquillaje. Finalmente encontré el teléfono y pulsé el botón de activación de llamada, rogando que fuese Katy.
Era ella. La voz de mi hija me emocionó de tal manera que tuve que hacer un enorme esfuerzo para mantener la voz tranquila.
Aunque Katy se mostró evasiva en cuanto a su paradero, parecía feliz y saludable. Le di el número de High Ridge House. Me dijo que estaba con alguien y que regresaría a Charlottesville el domingo por la noche. Yo no pregunté y ella tampoco me facilitó ningún dato concreto sobre el género de su acompañante.
El agua y el jabón, combinados con la larga espera de la llamada de mi hija, consiguieron el milagro. Casi mareada de alivio me sentí súbitamente hambrienta. Devoré el guiso de Ruby, puse el despertador y me derrumbé sobre la cama.
Tal vez la Casa de los Lazos no estuviese tan mal.
A la mañana siguiente me levanté a las seis, me puse ropa limpia, me cepillé los dientes, me maquillé un poco y oculté el pelo bajo una gorra de los Charlotte Hornets. Bastante bien. Bajé la escalera con la intención de arreglar con Ruby la cuestión de la colada.
Andrew Ryan estaba sentado en un banco junto a una larga mesa de madera de pino en el comedor. Me senté en una silla frente a él, le devolví a Ruby su alegre «Buenos días» y esperé mientras servía una taza de café. Cuando la puerta de la cocina se cerró tras ella, hablé.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Es lo único que piensas preguntarme cada vez que me veas? -Esperé-.
– La sheriff Crowe me recomendó este lugar.
– Por encima de todos los demás.
– Es agradable -dijo, haciendo un gesto que abarcaba toda la habitación-. Encantador. -Alzó su taza señalando un mensaje que había encima de nuestras cabezas: «Jesús es amor» había sido grabado en una nudosa tabla de pino y barnizado para la posteridad.
– ¿Cómo sabías que estaba aquí?
– El cinismo provoca arrugas.
– No es verdad. ¿Quién te lo dijo?
– Crowe.
– ¿Qué tiene de malo el Comfort Inn?
– Está completo.
– ¿Quién más se aloja aquí?
– En el piso de arriba hay un par de chicos del NTSB y un agente especial del FBI. ¿Qué es lo que les hace especiales?
Ignoré la pregunta.