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– Estoy buscando un encuentro entre chicos en el baño. Hay otros dos en la planta baja y he oído que hay algunos periodistas apretados como sardinas en una habitación adicional en el sótano.

– ¿Cómo conseguiste una habitación aquí?

Sus ojos azules reflejaron la inocencia de un niño pequeño.

– Debió tratarse de un golpe de suerte. O quizá Crowe tiene influencia.

– Ni se te ocurra usar mi cuarto de baño.

– Cinismo.

En ese momento llegó Ruby con jamón, huevos, patatas fritas y tostadas. Aunque suelo desayunar cereales y café, lo engullí todo como si fuese un recluta en un campo de entrenamiento.

Ryan y yo comimos en silencio mientras me dedicaba a una especie de clasificación mental. Su presencia me molestaba, ¿pero por qué? ¿Era acaso su insultante confianza en sí mismo? ¿Su actitud paternalista? ¿Que invadiera mi terreno? ¿El hecho de que hacía menos de un año había dado prioridad a su trabajo antes que a mí y había desaparecido de mi vida? ¿O el hecho de que hubiese reaparecido exactamente cuando necesitaba ayuda?

Mientras untaba una tostada con mantequilla me di cuenta de que no había dicho una sola palabra acerca de su temporada como agente en la clandestinidad. ¿Por qué iba a hacerlo? Dejaría que él sacara el tema.

– La mermelada, por favor.

Me la alcanzó.

Ryan me había sacado de una situación peligrosa.

Extendí una capa de zarzamora más espesa que la lava.

Los lobos no eran culpa de Ryan. Tampoco el accidente del avión.

Ruby volvió a llenar las tazas de café.

Y el hombre acababa de perder a su compañero, por el amor de Dios.

La compasión se impuso a la irritación.

– Gracias por tu ayuda con los lobos.

– No eran lobos.

– ¿Qué?

La irritación regresó a toda velocidad.

– No eran lobos.

– Supongo que se trataba de una manada de cocker spaniels.

– En Carolina del Norte no hay lobos.

– Uno de los ayudantes de Crowe habló de lobos.

– Ese tío probablemente no distinguiría a un wombat de un caribú.

– Los lobos han sido reintroducidos en Carolina del Norte.

Estaba segura de que lo había leído en alguna parte.

– Se trata de lobos rojos y se encuentran en una reserva hacia el este, no en las montañas.

– Supongo que eres un experto en la vida salvaje de Carolina del Norte.

– ¿Cómo tenían las colas?

– ¿Qué?

– ¿Esos animales mantenían la cola alzada o baja?

Tuve que pensarlo un momento.

– Baja.

– Un lobo siempre mantiene la cola erguida. Un coyote mantiene la cola baja y sólo la alza hasta ponerla horizontal cuando se siente amenazado.

Me imaginé al animal olfateando, luego alzando la cola y clavando sus ojos oscuros en mí.

– ¿Me estás diciendo que era una manada de coyotes?

– O de perros salvajes.

– ¿Hay coyotes en los Apalaches?

– Hay coyotes por toda América del Norte.

– ¿Y qué? -Me prometí que comprobaría esa información.

– Nada. Sólo pensé que tal vez querrías saberlo.

– Aun así era aterrador.

– Tienes razón. Pero no es lo peor que has pasado en tu vida.

Ryan tenía razón. Aunque aterrador, el incidente con los coyotes no era mi peor experiencia. Pero los días siguientes fueron muy duros. Me pasaba el día entre carne destrozada, separando restos mezclados y recomponiendo cuerpos. Como parte de un equipo compuesto por patólogos, dentistas y otros antropólogos determiné edad, sexo, raza y altura, analicé placas de rayos X, comparé esqueletos antes y después de la muerte e interpreté los modelos de las heridas. Era una tarea horrible, agravada aún más por la juventud de la mayoría de los sujetos analizados.

Para muchos, el estrés resultó insoportable. Algunos resistían, se mantenían al límite hasta que los temblores, las lágrimas o las insoportables pesadillas finalmente los derrotaban. Eran los que necesitarían un apoyo psicológico intensivo. Otros simplemente liaron sus petates y se largaron a casa.

Pero para la mayoría, la mente consiguió adaptarse y lo impensable se convirtió en algo común. Nos aislamos mentalmente e hicimos lo que debíamos hacer. Cada noche, mientras yacía en la cama, sola y agotada, me confortaba el progreso conseguido durante el día anterior. Pensaba en las familias y me repetía a mí misma que el sistema funcionaba. Les garantizaríamos una especie de final.

Entonces el espécimen 387 llegó a mi estación.

Capítulo 5

Había olvidado el pie hasta que un rastreador de cuerpos me lo trajo.

Ryan y yo apenas si nos habíamos cruzado desde nuestro primer desayuno. Todos los días me levantaba y salía antes de las siete, regresaba a High Ridge House mucho después de que hubiese anochecido para ducharme y caer exhausta sobre la cama. Sólo habíamos intercambiado unos «Buenos días» o «Que pases un buen día» y aún teníamos que hablar de su misión en la clandestinidad o de su papel en la investigación del accidente aéreo. Como en el avión viajaba un oficial de policía de Quebec, el gobierno canadiense había solicitado que Ryan participase en la investigación. Todo lo que sabía era que la solicitud había sido aceptada.

Después de bloquear cualquier pensamiento relacionado con Ryan y los coyotes, vacié la bolsa de plástico sobre mi mesa de trabajo. En los últimos días había procesado docenas de miembros y apéndices cortados y el pie ya no parecía macabro. De hecho, la cantidad de traumatismos de la parte inferior de la pierna y el tobillo era tan elevada que se había analizado durante la reunión celebrada a primera hora de la mañana. Patólogos y antropólogos coincidieron en que el modelo de herida era inquietante.

Es muy poco lo que se puede decir de un pie. Éste tenía las uñas gruesas y amarillas, un juanete prominente y un desplazamiento lateral del dedo gordo, que indicaban que se trataba de un adulto mayor. El tamaño sugería que era de género femenino. Aunque la piel tenía un color tostado, yo sabía que eso no significaba nada ya que incluso una breve exposición puede oscurecer o blanquear la piel.

Coloqué las radiografías delante de la pantalla luminosa.

A diferencia de muchas de las películas que había visto, éstas revelaron que no había ningún objeto extraño incrustado en el pie. Apunté el dato en un formulario incluido en el PVD.

El hueso cortical era fino y advertí alteraciones en muchas de las uniones de las falanges.

De acuerdo. La mujer era mayor. La artritis y la pérdida ósea coincidían con el juanete.

Entonces me llevé la primera sorpresa. Los rayos X mostraban diminutas nubes blancas que flotaban entre los huesos del dedo gordo y lesiones vaciadas en los márgenes de la primera y segunda articulaciones del metatarso. Reconocí los síntomas de inmediato.

La gota es consecuencia de un metabolismo inadecuado del ácido úrico, lo que lleva a la formación de depósitos de cristales de urato, especialmente en manos y pies. Los nódulos se forman junto a las articulaciones y, en los casos crónicos, resulta erosionado el hueso que hay debajo. Es una afección que no representa un riesgo para la vida, pero los que la padecen experimentan períodos intermitentes de dolor e inflamación de las articulaciones. La gota es una enfermedad bastante común, con una incidencia del 90 % de todos los casos en hombres.

¿Por qué entonces me encontraba ante un caso de gota en una mujer?

Regresé a mi mesa de trabajo, busqué un escalpelo y tuve la segunda sorpresa.

Aunque la refrigeración puede provocar la sequedad y el encogimiento de los tejidos, el pie presentaba un aspecto diferente al de los restos que había estado viendo hasta entonces. Incluso en los cuerpos y partes del cuerpo calcinados que había examinado, las capas profundas de tejido permanecían firmes y rojas. Pero la carne en el interior del pie estaba esponjosa y descolorida, como si algo hubiese contribuido a acelerar la velocidad de descomposición. Tomé nota y decidí buscar otras opiniones.