Hasta el momento el cuerpo de Jean Bertrand no había sido identificado.
– Regresaré cuando tenga más información sobre este caso -dije, recogiendo el paquete del número 387.
Una vez en mi mesa de trabajo extraje un trozo de hueso del pie y le coloqué una pequeña etiqueta. Si podía encontrar una muestra de referencia, un viejo cálculo biliar, un frotis, un pelo o un resto de caspa en un peine o un cepillo, el análisis de ADN podría ser muy útil para establecer la identidad. Si no era así, la prueba de ADN podría determinar el género o podría vincular el pie con otras partes del cuerpo, y un tatuaje o una corona dental podría enviar a la víctima a casa.
Mientras cerraba herméticamente la bolsa con el espécimen y apuntaba unos datos en el archivo, había algo que no dejaba de inquietarme. ¿Se había equivocado el ordenador? ¿Podría haber sido correcta mi impresión inicial de que el pie pertenecía a una mujer? Era muy posible. Solía ocurrir. ¿Pero qué pasaba con la edad? Yo estaba segura de que estos huesos pertenecían a una persona mayor, aunque nadie en el avión encajaba con ese perfil. ¿Era posible que otra patología aparte de la gota afectara mi evaluación?
¿Y qué pasaba con el avanzado estado de putrefacción?
Corté un segundo trozo de hueso del punto intacto más elevado de la tibia, añadí una etiqueta y lo guardé en la bolsa. Si el pie permanecía sin identificar, intentaría un cálculo más preciso de la edad recurriendo a rasgos histológicos. Pero el análisis microscópico tendría que esperar. En las instalaciones del forense en Charlotte se estaban haciendo diapositivas y la acumulación de trabajo era monumental.
Volví a meter el pie en la bolsa, se lo devolví al rastreador de cuerpos encargado del caso y continué con un trabajo idéntico al que había estado realizando los cuatro días anteriores. Hora tras hora clasifiqué cuerpos y partes de cuerpos, explorando sus detalles más íntimos. No advertí la llegada y la marcha de mis colegas y tampoco cuando la luz natural se fue apagando tras las ventanas que estaban encima de nuestras cabezas.
Había perdido toda noción del tiempo cuando alcé la vista y descubrí a Ryan junto a una pila de ataúdes de madera de pino en el extremo más alejado del cuartel de bomberos. Se acercó a mi mesa, nunca había visto tanta tensión en su rostro.
– ¿Cómo están las cosas? -pregunté, bajando la mascarilla.
– Pasará una jodida eternidad antes de que todo esto quede aclarado.
Sus ojos estaban oscuros y apagados, la cara tan pálida como la carne que había entre nosotros. El cambio me impresionó. Entonces lo comprendí. Mientras yo sentía pena por unos extraños, el dolor de Ryan era personal. Bertrand y él habían sido compañeros durante casi diez años.
Quería decirle algo que pudiera confortarle, pero lo único que se me ocurrió fue «Lo siento mucho por Jean».
Asintió.
– ¿Estás bien? -pregunté suavemente.
Los músculos de las mandíbulas se tensaron un momento para luego relajarse.
Extendí el brazo por encima de la mesa tratando de cogerle la mano y ambos miramos mi guante ensangrentado.
– Vaya, Quincy, nada de compasión, ¿eh?
El comentario rompió la tensión.
– Tenía miedo de que me robaras el escalpelo -dije, cogiendo el instrumento cortante.
– Tyrell dice que ya has acabado por hoy.
– Pero yo…
– Son las ocho. Has estado trabajando trece horas. -Miré el reloj.
– Reúnete conmigo en el templo del amor y te pondré al tanto de la investigación.
Me dolía la espalda y el cuello y sentía los párpados como si estuviesen revestidos de arena por dentro. Apoyé ambas manos en las caderas y arqueé el cuerpo hacia atrás.
– O podría ayudarte… -Cuando recuperé la vertical, los ojos de Ryan estaban fijos en los míos y sus cejas subieron y bajaron rápidamente-… a que te relajes.
– Me quedaré dormida antes de que mi cabeza se apoye en la almohada.
– Tienes que comer.
– Jesús, Ryan, ¿a qué viene esa preocupación por mi nutrición? Eres peor que mi madre.
En ese momento vi que Larke Tyrell me hacía señas. Señaló su reloj y luego efectuó un movimiento de corte a la altura de la garganta. Asentí y levanté el pulgar.
Después de decirle a Ryan que sólo asistiría a la reunión informativa, cerré la cremallera de la bolsa con los restos, apunté algunas notas en el PVD y le devolví todo el material al rastreador de cuerpos. Me quité el mono de trabajo, me lavé y abandoné el lugar.
Cuarenta minutos más tarde Ryan y yo estábamos sentados en la cocina de High Ridge House ante unos bocadillos de pastel de carne que había preparado Ruby. Andrew acababa de quejarse por tercera vez de la ausencia de cerveza para acompañar los bocadillos.
– Los borrachos y los glotones alcanzarán la pobreza -contesté mientras sacudía una botella de ketchup.
– ¿Quién lo dice?
– El Libro de los Proverbios, según Ruby.
– Y convertiré en un delito no beber cerveza.
El tiempo había empeorado y Ryan llevaba un suéter de esquiador azul que hacía juego con el color de sus ojos.
– ¿Ruby dijo eso?
– Shakespeare. Enrique VI.
– ¿O sea?
– Al igual que el rey, Ruby está siendo autocrática.
– Háblame de la investigación. -Di un pequeño mordisco a mi bocadillo.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Han podido recuperar las cajas negras?
– Son anaranjadas. Tienes un poco de ketchup en la barbilla.
– ¿Se han encontrado las grabaciones de vuelo? -Pasé la mano por la barbilla al tiempo que me preguntaba cómo un hombre podía ser tan atractivo y a la vez tan irritante.
– Sí.
– ¿Y?
– Las han enviado al laboratorio del NTSB en Washington, pero he podido escuchar una copia de la grabación de las voces en la cabina de los pilotos. Los peores veintidós minutos que he pasado en mi vida.
Esperé.
– La FAA tiene normas para la esterilización de la cabina por debajo de los tres mil metros, de modo que durante los primeros ocho minutos aproximadamente, los pilotos tienen mucho trabajo. Una vez superada esa altitud se muestran más relajados, responden a los controladores del tráfico aéreo, hablan de sus hijos, del almuerzo, de sus partidas de golf. De pronto se produce un ruido seco y todo cambia. Hablan con la respiración agitada y se gritan entre ellos.
Tragó con dificultad.
– Como ruido de fondo se oyen pitidos, luego chirridos, luego alaridos. Un miembro del grupo de grabaciones identificaba cada sonido mientras escuchábamos la cinta. Piloto automático desconectado. Exceso de velocidad. Alerta de altitud. Aparentemente eso significaba que los pilotos se las arreglaron para nivelar el aparato durante unos minutos. Estás allí, escuchando la grabación, y te imaginas a esos tíos luchando para salvar su avión. Mierda.
Volvió a tragar.
– Luego se oye ese ruido que te pone los pelos de punta. El aviso de proximidad de tierra. Luego una especie de crujido estridente. Luego nada.
En algún lugar de la casa alguien cerró una puerta con fuerza, luego se oyó el agua corriendo por las cañerías.
– ¿Sabes cuando estás viendo una de esas películas sobre la naturaleza? No tienes la más mínima duda de que el león se comerá a la gacela, pero aun así no apartas la vista de la pantalla, luego te sientes horriblemente mal cuando sucede. Es igual que eso. Escuchas a toda esa gente que pasa de la normalidad al centro de una pesadilla, sabiendo que van a morir y no hay absolutamente nada que puedas hacer para impedirlo.
– ¿Qué hay de las grabadoras de datos de vuelo?
– Eso llevará semanas, quizá meses. El hecho de que la grabadora de voces funcionara tanto tiempo como lo hizo indica algo acerca de la secuencia de ruptura, ya que la energía eléctrica de las grabadoras se agota cuando los motores y el generador se apagan. Pero los expertos dicen que la entrada de energía se cortó abruptamente durante un vuelo aparentemente normal. Eso podría indicar un desastre en el aire.