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Nos giramos y vimos que Magnus Jackson estaba en la entrada del despacho. Me miró largamente pero, no dijo nada. La pantalla brillaba como un arco iris a nuestras espaldas.

– La hipótesis del misil ha cobrado protagonismo -dijo Magnus.

Todos nos quedamos esperando.

– Ahora hay tres testigos que afirman haber visto un objeto disparado hacia el cielo.

– He hablado con los reverendos Claiborrie y Bowman y he calculado que juntos tienen el cociente intelectual de un gusano lanudo -dijo Ryan mientras apoyaba un brazo en el respaldo de la silla.

Me pregunté cómo era posible que Ryan supiese nada acerca de los gusanos lanudos pero no dije nada.

– Los tres testigos dan horas y descripciones que son prácticamente idénticas.

– Como sus códigos genéticos -se mofó Ryan.

– ¿Cree que esos testigos se someterían voluntariamente al detector de mentiras? -pregunté.

– Esos tíos probablemente piensan que un microondas les freirá los genitales -dijo Ryan.

Jackson esbozó una sonrisa, pero las bromas de Ryan comenzaban a ponerme nerviosa.

– Tiene razón -dijo Jackson-. En las zonas rurales existe una saludable reticencia ante la autoridad y la ciencia. Los testigos se niegan a someterse al detector con el argumento de que el gobierno podría utilizar la tecnología para alterar sus cerebros.

– ¿Mejorarlos?

Jackson sonrió. Luego el investigador a cargo del caso volvió a mirarme fijamente y se marchó sin añadir comentario alguno.

– ¿Podemos volver al diagrama de los asientos? -pregunté.

Lowery volvió a pulsar una serie de teclas y el diagrama reapareció en la pantalla.

– ¿Puede superponer a ese diagrama el de los daños sufridos por los asientos?

Los dedos de Lowery se movieron sobre el teclado y apareció el Seurat.

– ¿Dónde estaba sentada Martha Simington?

Lowery señaló la primera fila de primera clase:

– Uno A.

Azul claro.

– ¿Y el estudiante de intercambio de Sri Lanka?

– Anurudha Mahendran, Doce F, justo delante del ala derecha.

Azul oscuro.

– ¿Dónde se sentaban Jean Bertrand y Rémi Petricelli?

El dedo de Lowery se movió hasta la última fila a la izquierda.

– Veintitrés A y B.

Rojo brillante.

Justo en el lugar de la explosión.

Capítulo 11

Después de la reunión, Ryan y yo compramos el almuerzo en el Hot Dog Heaven y nos dedicamos a observar a los turistas que se concentraban en la estación de ferrocarril de las Great Smoky Mountains mientras comíamos. El tiempo era más cálido y a la una y media de la tarde la temperatura alcanzaba casi los veinticinco grados. El sol brillaba en el cielo y el viento era apenas un susurro. Verano indio en el país de los cherokee.

Ryan prometió preguntar por los progresos en la identificación de las víctimas y yo prometí cenar con él esa noche. Cuando se alejó en su coche alquilado me sentí como una ama de casa cuyos hijos han comenzado a asistir al colegio todo el día: una interminable tarde de bostezos hasta que reapareciera la tropa.

Al regresar a High Ridge House, llevé a Boyd a dar otro paseo. Aunque el perro se mostraba encantado, la excursión era en realidad para mí. Me sentía inquieta e irritable y necesitaba un poco de ejercicio físico. Crowe no había llamado y yo no podría consultar los documentos en el tribunal hasta el lunes por la mañana. Como se me había vedado el acceso al depósito y mis colegas me habían declarado persona non grata, cualquier nueva investigación relacionada con el misterioso pie estaba en un punto muerto.

Luego intenté leer pero hacia las tres y media ya no podía más. Cogí el bolso y las llaves y me marché con el coche sin rumbo fijo.

Apenas había abandonado los límites de Bryson City cuando pasé junto a un cartel indicador de la reserva cherokee.

Daniel Wahnetah era cherokee. ¿Vivía en la reserva en el momento de su desaparición? No lo recordaba.

Quince minutos más tarde llegué a la reserva india.

En otros tiempos la nación cherokee dominaba un territorio de 220 000 km2 en Norteamérica, incluyendo regiones que hoy forman parte de ocho estados. A diferencia de los indios que habitaban en las grandes llanuras, tan populares gracias a los productores de westerns, los cherokee vivían en cabañas de troncos, usaban turbantes y habían adoptado el estilo de vestir europeo. Con el alfabeto Sequoyah, su lengua se pudo empezar a transcribir a partir de 1820.

En 1838, en uno de los actos de traición más infames de la historia moderna, los cherokee fueron obligados a abandonar sus hogares y conducidos casi 2 000 kilómetros hacia el oeste en dirección a Oklahoma, en una marcha de la muerte bautizada como Sendero de Lágrimas. Los supervivientes llegaron a ser conocidos como cherokee del Éxodo Occidental. El Éxodo Oriental está compuesto por los descendientes de aquellos indios que se ocultaron y permanecieron en las Smoky Mountains.

Mientras pasaba junto a carteles indicadores de la Aldea India Oconalufte, del Museo de los Indios Cherokee y de la representación al aire libre de la obra Hacia esas colinas, experimenté mi ira habitual ante la arrogancia y la crueldad del ineludible destino. Aunque orientadas claramente hacia el dólar, estas empresas contemporáneas eran también intentos de preservar el legado indígena, y demostraban la tenacidad de otro pueblo sojuzgado por mis nobles antepasados pioneros.

Las vallas publicitarias anunciaban el Casino Harrah y el Hotel Cherokee Hilton, una prueba viviente de que los descendientes de Sequoyah compartían su aptitud para la adopción cultural.

Lo mismo sucedía en el centro de la reserva cherokee, donde las tiendas de camisetas, cuero, cuchillos y mocasines se disputaban el espacio con negocios de regalos y souvenirs, tiendas de chucherías, heladerías y restaurantes de comida rápida. La Tienda India. El Pony Manchado. La Mini Galería Comercial Tomahawk. Los tepee, las típicas tiendas indias, sobresalían de los tejados y tótems pintados de vivos colores flanqueaban las entradas. Una extraordinaria demostración de kitsch aborigen.

Después de varias infructuosas idas y venidas por la autopista 19, aparqué en un pequeño solar situado a varias manzanas de la calle principal. Durante la hora siguiente me uní a la masa de turistas que invadían calles, aceras y tiendas. Contemplé admirada los auténticos ceniceros, llaveros, rascadores de espalda y tamtanes cherokee. Examiné genuinas hachas de guerra de madera, búfalos de cerámica, mantas de tejido acrílico y flechas de plástico y me maravillé ante el sonido de las cajas registradoras. ¿Había habido alguna vez búfalos en Carolina del Norte?

¿Quién estaba fastidiando a quién ahora?, pensé, observando a un muchacho que pagaba siete dólares por una corona de plumas de neón.

A pesar de la cultura de consumo, disfruté de ese alejamiento temporal de mi mundo normaclass="underline" mujeres con mordeduras en los pechos. Niñas con abrasiones vaginales. Vagabundos con las entrañas llenas de líquido anticongelante. Un pie amputado. Las coronas de plumas de ganso son preferibles a la violencia y a la muerte.

También fue un verdadero alivio apartarme del atolladero emocional de las relaciones incomprensibles. Compré algunas postales. Dulces de mantequilla de cacahuete. Una manzana con azúcar quemado. Mis problemas con Larke Tyrell y mi confusión entre Pete y Ryan se alejaron a otra galaxia.

Al pasar junto a la Tienda de Cuero Boot Hill, sentí un impulso súbito. Junto a la cama de Pete, había visto un par de pantuflas que Katy le había regalado cuando ella tenía seis años. Le compraría unos mocasines para agradecerle que hubiese contribuido a levantarme el ánimo.

O cualquier cosa que hubiese levantado.

Mientras curioseaba entre las cajas, otra idea iluminó mi cerebro: tal vez una genuina imitación de calzado norteamericano indígena alegraría el alicaído espíritu de Ryan por la pérdida de su compañero. Muy bien. Dos por uno.