Pete no era problema. La talla 11D es L en mocasines. ¿Qué diablos usaba Ryan?
Estaba comparando tamaños, preguntándome si una talla XL le iría bien a un canadiense irlandés de un metro ochenta y cinco de Nueva Escocia, cuando una serie de sinapsis se dispararon en mi cerebro.
Huesos de pie. Soldados en el sureste de Asia. Fórmulas para diferenciar los restos asiáticos de los pertenecientes a negros y blancos norteamericanos.
¿Funcionaría?
¿Había tomado las medidas necesarias?
Cogí un par L y otro XL, pagué en la caja y corrí hacia el aparcamiento, ansiosa por regresar a Magnolia para comprobar las notas en mi cuaderno.
Cuando me acercaba a mi coche oí el sonido de un motor, alcé la vista y vi un Volvo negro que se dirigía hacia mí. Al principio mi mente no registró ninguna señal de peligro, pero el coche no alteraba su dirección. Veloz. Demasiado veloz para un aparcamiento.
Mi ordenador mental. Velocidad. Trayectoria.
¡El coche se dirigía velozmente hacia mí!
¡Muévete!
No sabía hacia qué lado lanzarme. Elegí el izquierdo y me di de bruces contra el suelo. Un segundo después el Volvo pasó a escasos centímetros, cubriéndome con una lluvia de polvo y grava. Sentí una ráfaga de viento, el cambio de marchas cerca de mi cabeza y el olor a los gases del tubo de escape me llenó los pulmones.
El ruido del motor se fue apagando.
Estaba tendida en el suelo y escuchaba mi corazón que golpeaba contra la tierra.
Mi mente volvió a conectarse. ¡Mira!
Cuando volví la cabeza el Volvo ya giraba en una esquina. El sol se estaba poniendo y la luz me daba directamente en los ojos, de modo que sólo alcancé a ver fugazmente al conductor. Estaba inclinado hacia adelante y una gorra ocultaba la mayor parte de su rostro.
Me senté en el suelo, sacudí el polvo de mi ropa y eché un vistazo a mí alrededor. Estaba sola.
Me levanté sobre unas piernas que apenas si me sostenían debido al intenso temblor, arrojé las cosas en el asiento trasero, me deslicé detrás del volante y bajé los seguros de las puertas. Luego permanecí un momento masajeando mi hombro dolorido.
¿Qué demonios había pasado?
Durante todo el trayecto hasta llegar a High Ridge House repasé la escena que acababa de vivir en el aparcamiento de la reserva. ¿Me estaba volviendo paranoica o alguien había tratado de atropellarme? ¿Estaría borracho el conductor del Volvo? ¿Era ciego? ¿Era un imbécil?
¿Debería denunciar el incidente? ¿A Crowe? ¿A McMahon?
¿Me había resultado familiar la silueta del conductor? Automáticamente había pensado en «él», ¿pero era un hombre?
Decidí que durante la cena le preguntaría a Ryan qué opinaba de todo este asunto.
Una vez en la cocina de Ruby, me preparé una taza de té y la bebí lentamente. Cuando subí a Magnolia, mis nervios se habían calmado y las manos ya no temblaban. Hice una llamada a la Universidad de Charlotte, sin esperar realmente que alguien me contestara. Mi ayudante levantó el auricular a la primera.
– ¿Qué estás haciendo en el laboratorio un sábado?
– Clasificando.
– Muy bien. Aprecio tu dedicación, Alex.
– La clasificación de piezas forma parte de mi trabajo. ¿Dónde estás?
– Bryson City.
– Pensé que ya habías acabado allí. Quiero decir, que tu trabajo había acabado. Quiero decir… -Se interrumpió, insegura de lo que debía decir.
Su desconcierto me confirmó que las noticias de mi despido habían llegado a la universidad.
– Te lo explicaré todo cuando regrese.
– Resiste, querida.
Sin convicción.
– Escucha, ¿puedes buscar el ejemplar de mi libro que hay en el laboratorio?
– ¿La edición del ochenta y seis o la del noventa y ocho?
Yo había sido la editora de un libro de técnicas forenses que se había convertido en un importante manual de consulta en su campo, principalmente gracias al excelente trabajo de los autores que había conseguido reunir para la obra, pero también había un par de capítulos míos. Después de doce años se había actualizado con una segunda edición completamente nueva.
– La primera.
– Espera un segundo.
Un momento después estaba nuevamente al aparato.
– ¿Qué necesitas?
– Hay un capítulo que habla de las diferencias que se pueden establecer entre la población según el calcáneo. Búscalo.
– Lo tengo.
– ¿Cuál es el porcentaje de clasificación correcta cuando se comparan los huesos del pie de población mongoloide, negra y blanca?
Hubo una larga pausa. Podía imaginar a Alex examinando el texto, la frente arrugada, las gafas deslizándose por la nariz.
– Justo por debajo del ochenta por ciento.
– No es mucho.
– Pero espera. -Otra pausa-. Eso se debe a que las diferencias entre los blancos y los negros no son tan evidentes. Los mongoloides podrían distinguirse con una precisión que oscila entre el ochenta y tres y el noventa y nueve por ciento. No está nada mal.
– Muy bien. Ahora dame la lista de medidas.
Mientras apuntaba las cifras que me daba Alex sentí una opresión en el pecho.
– Ahora comprueba si hay un cuadro con los cocientes de función discriminativa canónica sin normalizar correspondientes a indios, blancos y negros norteamericanos.
Necesitaría esas cifras para compararlas con los cocientes que obtuviese del pie desconocido.
Pausa.
– Cuadro cuatro.
– ¿Podrás enviarme ese artículo por fax?
– Claro.
Le di el nombre de Primrose Hobbs y el número de fax habilitado en el depósito provisional de Bryson City. Cuando hube colgado, saqué las notas que había tomado del caso número 397.
Cuando marqué otro número y pregunté por Primrose Hobbs una voz me dijo que no estaba allí, pero me preguntó si quería su número en el Riverbank Inn.
Primrose también contestó a la primera. Era mi día de suerte.
– Hola, querida, ¿cómo estás?
– Estoy bien, Primrose.
– No permitas que esas calumnias te afecten. Dios hará lo que tenga que hacer, y el sabe que es pura palabrería.
– Yo no.
– Un día nos sentaremos, jugaremos una partida de póquer y nos reiremos de todo esto.
– Lo sé.
– Aunque debo decir que, a pesar de ser una mujer inteligente, Tempe Brennan, eres la peor jugadora de póquer con la que nunca me he sentado en una mesa.
Lanzó su carcajada profunda y ronca.
– No soy muy buena para los juegos de cartas.
– Y que lo digas.
Nuevamente la carcajada.
– Primrose, necesito que me hagas un favor.
– Sólo tienes que pedirlo, cariño.
Le di una versión resumida de la historia del pie y Primrose accedió a ir al depósito el domingo por la mañana. Leería el fax, me llamaría y yo la guiaría a través de las medidas que faltaban. Volvió a comentar los cargos que había contra mí y sugirió algunas localizaciones anatómicas donde Larke Tyrell podía metérselos.
Le agradecí su lealtad y colgué.
Ryan escogió el Injun Joe's Chili Joint para cenar. Yo elegí el Misty Mountain Café, que ofrecía nouvelle cuisine y unas vistas espectaculares de Balsam Mountain y de Maggie Valley. Ya que una razonable discusión no conseguiría resolver la cuestión, lanzamos una moneda al aire.
El Misty Mountain parecía más un hotel de una estación de esquí que un café, construido con troncos, con techos altos, chimeneas y cristal por todas partes. Cuando llegamos nos informaron de que nuestra mesa no estaría lista hasta dentro de noventa minutos, pero podían servirnos el vino inmediatamente en el patio.
En cambio Joe nos instaló sin demora. Incluso cuando gano, pierdo.
Un solo vistazo me bastó para saber que el público que acudía a le joint era muy diferente del café. Media docena de televisores transmitían un partido de fútbol americano y en la barra se acomodaba un nutrido grupo de hombres con gorras deportivas. Parejas y grupos ocupaban las mesas y los reservados, ataviados con ropa vaquera y botas, la mayoría de ellos pedía a gritos un buen corte de pelo o un afeitado. Mezclados con la multitud había numerosos turistas vestidos con anoraks de brillantes colores, y unos cuantos rostros que reconocí de la investigación del accidente.