Dos hombres se ocupaban de la barra, abrían las botellas, picaban hielo y servían bebidas de una fila de botellas alineadas delante de un espejo manchado. Los dos tenían la piel pálida y el pelo castaño y fino acababa en una coleta sujeta con un pañuelo de colores. No parecían pieles rojas pero tampoco vestían de Armani. Uno llevaba una camiseta con la inscripción «Johnsons Brown Ale», el otro parecía seguidor de algún grupo llamado Bitchin Tits [7].
En una especie de escenario que había en la parte trasera, al otro lado de una mesa de billar y de varias máquinas tragaperras, los miembros de una banda preparaban el equipo de música, dirigidos por una mujer vestida con pantalones de cuero negro y maquillada como Cruella Deville. Cada pocos segundos podíamos oír los leves golpes amplificados de su dedo sobre el micrófono, luego contaba de uno a cuatro. Las pruebas de sonido apenas si destacaban sobre el ruido de fondo producido por las alternativas del partido y la música de las máquinas tragaperras.
No obstante, la banda parecía disponer de suficiente potencia acústica para llegar a Buenos Aires. Le sugerí a Ryan que pidiésemos la cena.
Ryan echó un vistazo alrededor del salón e hizo un gesto con la mano alzada. Una cuarentona, con el pelo encrespado y un bronceado fuera de temporada, se acercó a la mesa. Sobre el pecho izquierdo llevaba una placa de plástico con su nombre. Tammi. Con «i».
– ¿Qué va a ser?
Tammi apoyó el lápiz sobre el bloc de notas.
– ¿Podría traerme la carta, por favor?
Tammi suspiró, buscó dos cartas en la barra y las arrojó sobre la mesa. Luego me miró con indulgente paciencia.
«Click. Click. Click. Ding. Ding. Ding. Ding.»
Mi decisión no llevó mucho tiempo. Injun Joe ofrecía nueve tipos de chile, cuatro hamburguesas, un Frankfurt y montañas de carne picada y sazonada.
Yo pedí el Climbing Burger y una coca-cola light.
– He oído que aquí preparan un chile de muerte.
Ryan exhibió ante Tammi un montón de dientes blancos.
– El mejor del oeste.
Tammi exhibió ante Ryan incluso más dientes.
«Tap. Tap. Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»
– Debe resultar difícil atender a tanta gente al mismo tiempo. No sé cómo lo hace.
– Encanto personal. -Tammi alzó la barbilla y adelantó una cadera.
– ¿Cómo está el Walkingstick Chili?
– Caliente. Como yo.
Hice un esfuerzo para reprimir un chiste.
– Lo probaré. Y una botella de Carolina Palé.
– Eso está hecho, vaquero.
«Click. Click. Click. Click. Ding. Ding. Ding. Ding. Ding.»
«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»
Esperé hasta que Tammi estuviese fuera del alcance del oído, lo que, considerando el ruido ambiente, eran aproximadamente dos pasos.
– Menuda elección.
– Uno debe mezclarse con la población autóctona.
– Esta mañana te mostrabas bastante crítico con la población autóctona.
– Uno debe pulsar al hombre común -dijo Ryan.
– Y a la mujer -«Tap. Tap»-. Vaquero.
Tammi regresó con una cerveza, una coca-cola light y un millón de kilómetros de dientes. La envié de regreso a la cocina con una sonrisa.
– ¿Alguna novedad desde esta mañana? -pregunté cuando se hubo marchado.
– Parece que Haskell Simington puede no ser el pájaro que pensábamos. Resulta que el tío vale un montón de pasta, de modo que una póliza de dos millones para su esposa no es algo tan inusual. Además de valer megadólares, el tío ha nombrado a sus hijos como beneficiarios de su fortuna.
– ¿Eso es todo?
Ryan esperó a que pasara otra prueba de sonido.
– El grupo de estructuras informó de que tres cuartas partes del avión habían sido retiradas de la montaña en camiones. Están montándolo nuevamente en un hangar cerca de Asheville.
«Tap. Tap. Tap. Uno. Scriiiiiiiich. Dos. Tres. Cuatro.»
Los ojos de Ryan se desviaron hacia un televisor que había detrás de mi cabeza.
– ¿Eso es todo?
– Eso es todo. ¿A qué vienen las huellas de garras anaranjadas?
– Es un juego particular de Clemson.
Me interrogó con la mirada.
– No tiene importancia.
Tammi regresó después de tres ensayos.
– Le he puesto una ración extra de queso -dijo con los labios fruncidos, inclinándose hacia Ryan para ofrecerle una vista espectacular de su escote.
– Me encanta el queso.
Ryan le ofreció otra de sus sonrisas cegadoras y Tammi mantuvo la posición.
«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»
Eché un vistazo a los pechos de Tammi y ella los apartó de mi línea de visión.
– ¿Alguna cosa más?
– Ketchup.
Cogí una patata frita.
– ¿Algún comentario sobre mi visita de esta mañana al cuartel general?
Cuando levanté mi hamburguesa un cordón umbilical de queso la mantuvo unida al plato.
– El agente especial McMahon dijo que estabas muy bien en téjanos.
– No vi a McMahon por allí.
El panecillo derramaba unos pedazos de carne pastosos sobre el queso.
– Él sí te vio a ti. Al menos desde atrás.
– ¿Cuál es la posición del FBI con respecto a mi despido?
– No puedo hablar por todo el Departamento, pero sé que McMahon no aprecia demasiado al vicegobernador de tu estado.
– No estoy del todo segura de que Davenport se encuentre detrás de la queja.
– Lo esté o no, McMahon no tiene tiempo para él. Dice que Davenport tiene el cerebro en el culo. -Ryan se llevó una cucharada de chile a la boca y lo tragó con un poco de cerveza-. Los irlandeses somos poetas en el fondo.
– Pues el que tiene el cerebro en el culo puede hacer que te devuelvan a Canadá.
– ¿Cómo te fue la tarde?
– Visité la reserva india.
– ¿Viste a Tonto [8]?
– ¿Por qué sabía que me preguntarías eso? -Metí la mano en mi bolso y saqué los mocasines-. Quería que tuvieses un recuerdo de mi tierra natal.
– ¿Para compensar la forma en que me has tratado últimamente?
– Te he tratado como a un colega.
– Un colega al que le gustaría lamerte los dedos de los pies.
Sentí un cosquilleo en el estómago.
– Abre el paquete.
Lo hizo.
– Son muy monos.
Apoyó el tobillo sobre la otra rodilla y cambió uno de los zapatos náuticos por un auténtico mocasín indio. Una rubia que estaba sentada a la barra interrumpió el movimiento de quitarle la etiqueta a su Coors para observar la maniobra de Ryan.
– ¿Los hizo el propio Toro Sentado?
– Toro Sentado era un indio sioux. Estos mocasines probablemente los hizo Wang Chou Lee.
Ryan repitió la operación con el otro pie. La rubia dio unos golpecitos en el codo de su acompañante.
– Tal vez no quieras usarlos aquí.
– Por supuesto que sí. Me los ha regalado una colega. ¿Has conocido a algún aborigen interesante?
Quise decirle que no.
– De hecho, sí.
Alzó la vista con unos ojos lo bastante azules como para armonizar con un pueblo lleno de finlandeses.
– O, mejor dicho, podría haber conocido.
Le conté el incidente que había tenido con el Volvo.
– Dios santo, Brennan. Cómo…
– Lo sé. Cómo me meto en estas situaciones. ¿Crees que debería preocuparme por ello?
Esperaba que me dijese que no.
«Ding. Ding. Ding. Ding.»
«Tap. Tap. Uno. Dos. Tres. Cuatro.»