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Chile.

Cerveza.

Fragmentos de conversaciones.

– Los deconstruccionistas dicen que nada es real, pero he descubierto una o dos verdades en la vida -dijo Ryan-. La primera es que cuando te ataca un Volvo debes tomártelo en serio.

– No estoy segura de que ese tío quisiera arrollarme. Tal vez no me vio.

– ¿Fue eso lo que pensaste en aquel momento?

– Eso me pareció.

– Segunda verdad: las primeras impresiones sobre un Volvo son generalmente correctas.

Acabamos de comer y Ryan estaba en el lavabo cuando vi que Lucy Crowe entraba en el local y se dirigía hacia la barra. Vestía su uniforme y su aspecto era amenazador.

Le hice señas pero Crowe no me vio. Me levanté y volví a agitar la mano. Una voz gritó detrás de mí.

– No me dejas ver el partido. Siéntate o cámbiate de sitio.

Ignoré la sugerencia y agité ambos brazos. Crowe me vio y levantó el índice derecho. Mientras me sentaba, el barman le acercó un vaso y luego se inclinó para susurrarle algo.

– ¡Eh, muñeca!

Un paleto despreciado nunca es agradable. Decidí seguir ignorando sus comentarios y él continuó con sus burlas.

– Eh, tú, la del numerito del molino.

El paleto parecía entusiasmado y decidido a seguir con su juego hasta que vio que Lucy Crowe se dirigía hacia mi mesa. Comprendió su error, tomó la cerveza de un trago y volvió a concentrarse en el partido.

Ryan y Crowe llegaron al reservado al mismo tiempo. Al ver el calzado de Ryan, la sheriff me miró.

– Es canadiense.

Ryan dejó pasar el comentario y se sentó.

Crowe dejó la botella de Seven Up en la mesa y se unió a nosotros.

– La doctora Brennan tiene una historia que desea compartir -dijo Ryan, mientras sacaba el paquete de cigarrillos.

Le lancé una mirada cargada de dinamita. Hubiese preferido toda una vida de inspecciones de hacienda antes que explicarle a Lucy Crowe el incidente con el Volvo.

Me escuchó sin interrumpirme.

– ¿Apuntó el número de la matrícula?

– No.

– ¿Puede describir al conductor?

– Llevaba una gorra.

– ¿Qué clase de gorra?

– No podría decirlo.

Sentí que la humillación me encendía las mejillas.

– ¿Había alguna otra persona presente cuando ocurrió?

– No. Lo comprobé. Mire, todo este asunto podría haber sido sólo un accidente. Tal vez sólo se trataba de un crío en el Volvo de papá.

– ¿Es eso lo que cree? -Sus ojos color apio estaban clavados en los míos.

– No. No lo sé.

Apoyé las manos en la mesa, las retiré y un poco de cerveza se derramó sobre los téjanos.

– Mientras estaba en la reserva se me ocurrió algo que nos podría ser útil -dije, cambiando de tema.

– ¡Oh! ¿Ah, sí?

Describí la investigación del hueso del pie y les expliqué cómo podían utilizarse las medidas para determinar la raza del sujeto.

– Con este método incluso podría saber sus preferencias políticas.

– Mañana hablaré con los familiares de Daniel Wahnetah. -Agitó el hielo de su Seven Up-. Pero he descubierto algunos hechos interesantes relacionados con George Adair.

– ¿El pescador desaparecido?

Crowe asintió.

– El año pasado Adair visitó a su médico una docena de veces. Siete de esas visitas se debieron a problemas de garganta. Las otras cinco por dolores en los pies.

– Es un buen dato.

– Y aún hay más. Hacía sólo una semana que Adair había desaparecido cuando su inconsolable viuda viajó a Las Vegas con su vecino.

Esperé mientras bebía el Seven Up.

– El vecino es el mejor amigo de George Adair.

– ¿Y su compañero de pesca?

– Exacto.

Capítulo 12

A la mañana siguiente dormí hasta las ocho, alimenté a Boyd y tomé una sobredosis de uno de los desayunos montañeses de Ruby. Mi anfitriona se había encariñado con el perro y la Escritura de aquel día estaba dedicada a los peces del mar, las aves del aire y las cosas que se arrastraban sobre la tierra. Me pregunté si Boyd podía ser considerado como una criatura que se arrastra, pero no dije nada.

Cuando abandoné el comedor Ryan aún no había aparecido. O bien se había marchado muy temprano, tras saquear la cocina, o había pasado de los pasteles calientes, el beicon y el maíz. La noche anterior habíamos regresado del Injun Joe a las once aproximadamente y él había repetido su invitación habitual. Yo le había dejado en el porche delantero, meciéndose solo en el columpio.

Estaba subiendo a Magnolia cuando comenzó a sonar el móvil. Era Primrose que me llamaba desde el depósito.

– Debes haberte levantado con las gallinas.

– ¿Has estado fuera? -preguntó.

– Aún no.

– Hace una mañana preciosa.

– ¿Has recibido el fax?

– Lo he recibido. He estudiado las descripciones y los diagramas y tomado todas las medidas.

– Eres asombrosa, Primrose.

Subí de dos en dos los últimos escalones, corrí a mi habitación y abrí el archivo del caso número 387. Después de tomar nota de las nuevas cifras, comparamos los datos de Primrose con los que yo ya tenía.

– Cada una de tus medidas difiere sólo un milímetro de las mías -dije-. Eres buena.

– No te quepa la menor duda.

Segura de que el error entre los observadores no sería un problema, le agradecí su trabajo y le pregunté cuándo podría conseguir el artículo. Me sugirió que nos encontrásemos en veinte minutos en la entrada del aparcamiento. En su opinión, era mejor que todavía no entrase en el depósito.

Primrose debía de estar controlando el lugar, ya que, tan pronto como dejé la carretera, apareció por la puerta trasera del depósito y comenzó a atravesar el aparcamiento, el bastón en una mano y una bolsa de plástico en la otra.

Entretanto, el guardia se acercó a mi coche, leyó la matrícula y comprobó el número en su lista. Luego negó con la cabeza, levantó la mano en un gesto de prohibido el paso y con la otra me hizo señas para que diese media vuelta y me largara. Primrose se acercó al hombre e intercambió con él unas palabras.

El guardia continuó señalando y negando con la cabeza. Primrose se inclinó más y le dijo algo, una mujer negra mayor a un hombre blanco joven. El guardia puso los ojos en blanco, cruzó los brazos delante del pecho y la observó mientras Primrose continuaba hacia mi coche, un general de cinco estrellas con botas, mono de trabajo y un moño de abuela.

Apoyándose en el bastón, me alcanzó la bolsa a través de la ventanilla de mi lado. Su rostro permaneció serio durante un momento, luego una sonrisa le iluminó los ojos y me dio unas palmadas en el hombro.

– No permitas que este problema te quite el sueño, Tempe. Tú no has hecho ninguna de esas cosas y pronto se darán cuenta.

– Gracias, Primrose. Tienes razón, pero es duro.

– Por supuesto que lo es. Pero estoy contigo.

Su voz era tan sedante como uno de los conciertos de Brandeburgo.

– Mientras tanto, tómatelo con calma, maldita sea.

Luego se volvió y echó a andar hacia el depósito.

Muy pocas veces había oído maldecir a Primrose Hobbs.

Cuando volví a mi habitación, saqué el artículo enviado por fax, busqué el Cuadro IV, comparé las medidas e hice los cálculos matemáticos correspondientes.

El pie se incluía dentro de la clasificación indio norteamericano.

Volví a hacer los cálculos empleando una segunda función. Aunque más próximo al grupo de afroamericanos, el pie seguía incluido en el de los indios norteamericanos.

George Adair era blanco, Jeremiah Mitchell era negro. Eso en cuanto al pescador perdido y al hombre que le había pedido prestada el hacha a su vecino.

A menos que hubiese regresado a la reserva, Daniel Wahnetah parecía la opción más segura.