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Crowe se colocó a un lado de la puerta y me hizo un gesto con la mano. Cuando Boyd, y yo estuvimos detrás de ella, llamó a la puerta con fuerza. No hubo respuesta.

Volvió a llamar y esta vez se identificó. Silencio.

Crowe alzó la vista y echó un vistazo alrededor.

– No hay líneas telefónicas. Tampoco tendido eléctrico.

– Teléfono móvil y generador.

– Podría ser. O puede que esté abandonado.

– ¿Quiere echar un vistazo al patio?

– No sin una orden de registro.

– Pero, sheriff…

– Sin una orden de registro no entraremos a ninguna parte.

– Me miró sin pestañear. Vamos. La invitaré a un Dr. Pepper.

En ese momento comenzó a caer una ligera llovizna. Escuché las gotas que rebotaban en el tejado de chapa mientras la frustración me consumía. Ella tenía razón. Sólo era una corazonada. Pero cada célula de mi cuerpo me decía que algo muy importante estaba al alcance de la mano. Algo maligno.

– ¿Podría llevar a Boyd alrededor de la propiedad, a ver si se le ocurre algo?

– Mantenga al perro fuera de los muros y no habrá problemas. Comprobaré si existe algún acceso para vehículos. Si alguien viene a este lugar, seguramente lo hará en coche.

Durante quince minutos Boyd y yo examinamos la zona de bosque al oeste de la casa, como lo había hecho durante mi primera visita. El perro no mostró ninguna reacción significativa. Aunque comenzaba a sospechar que el descubrimiento de la ardilla muerta había sido un golpe de suerte, decidí que haría un último reconocimiento, recorriendo el borde del bosque hasta el límite con el segundo recinto. Ése era territorio virgen.

Estábamos a unos veinte metros del muro cuando Boyd alzó la cabeza. Su cuerpo se puso tenso y los pelos del lomo volvieron a erizarse. Movió el hocico, olisqueó el aire y luego gruñó como sólo lo había oído hacer una vez, un gruñido profundo, salvaje y viscoso. Luego se lanzó hacia adelante, tosiendo y ladrando como si estuviese poseído.

Trastabillé, apenas capaz de sujetarlo.

– ¡Boyd! ¡Ven aquí!

Clavé los tacos de las botas en la tierra húmeda y sujeté la correa con ambas manos. El perro continuaba tirando, la musculatura tensa, las patas delanteras rascando la tierra en un lento avance.

– ¿Qué ocurre?

Ambos lo sabíamos.

Dudé un momento mientras el corazón golpeaba mis costillas. Luego solté la correa y dejé que cayera al suelo.

Boyd salió disparado hacia el muro de piedra y estalló en un frenesí de ladridos, aproximadamente a dos metros al sur de la esquina posterior del muro. Vi que en ese lugar la argamasa se estaba desmoronando y que una docena de piedras habían caído a tierra, dejando una abertura entre el suelo y los cimientos del muro.

Corrí hacia Boyd, me agaché junto a él y examiné la abertura. El suelo estaba húmedo y descolorido. Al darle la vuelta a una de las piedras que habían caído del muro vi una docena de diminutos objetos marrones.

Al instante supe lo que Boyd había encontrado.

Capítulo 13

El lunes por la mañana no fui al tribunal del Condado de Swain. En cambio volví a atravesar las montañas al oeste de Tennessee y, a media mañana, me encontraba aproximadamente a cincuenta kilómetros al noroeste de Knoxville, cerca de la entrada del Laboratorio Nacional Oak Ridge. El día era húmedo y oscuro y el limpiaparabrisas se movía intermitentemente adelante y atrás, dibujando dos abanicos transparentes en el cristal empañado.

A través de la ventanilla vi a una mujer mayor y a un niño que alimentaban a un grupo de cisnes en la orilla de un pequeño estanque. Cuando tenía diez años tuve un encuentro poco amistoso con un horrible pato que podría haber requerido la ayuda de algún tipo de fuerzas especiales. Puse en duda la conveniencia de su actividad con esos palmípedos.

Después de haber exhibido mi credencial ante el guardia de la entrada, conduje a través de un amplio aparcamiento hasta la recepción. Mi anfitrión me estaba esperando, autorizó mi presencia firmando algo y nos dirigimos al coche. Otros cien metros y comprobaron mi nueva credencial ORNL y la matrícula del coche en un tercer puesto de control antes de que me permitiesen pasar a través de una valla metálica que rodeaba todo el complejo.

– Veo que tienen unas medidas de seguridad muy estrictas. Pensaba que esto era el Departamento de Energía.

– Lo es. La mayor parte del trabajo que hacemos es sobre la conservación de la energía, computadoras y robótica, conservación biomédica y medioambiental, desarrollo de radioisótopos médicos, esa clase de cosas. Mantenemos la seguridad para proteger la propiedad intelectual y el equipamiento médico. También tenemos un reactor de isótropos de alta velocidad.

Laslo Sparks tenía poco más de treinta años pero ya comenzaba a alimentar un vientre prominente. Sus piernas eran cortas y ligeramente arqueadas y el rostro redondo y con marcas de viruela en las mejillas.

Oak Ridge había nacido como el niño maravilla de la segunda guerra mundial, construido en 1943 en sólo tres meses. Mientras miles de seres humanos morían en los campos de batalla de Europa y Asia, Enrico Fermi y sus colegas acababan de conseguir la fisión nuclear en una pista de squash bajo las gradas del estadio de fútbol de la Universidad de Chicago. La misión de Oak Ridge había sido muy sencilla: construir la bomba atómica.

Laslo me condujo a través de un laberinto de calles estrechas. Primero a la derecha. Luego a la izquierda. Izquierda. Derecha. De no ser por su enorme tamaño, aquello parecía un proyecto de apartamentos en el Bronx.

Laslo señaló un edificio de ladrillo oscuro idéntico a montones de otros edificios de ladrillo oscuro. -Aparca aquí -dijo.

Aparqué donde me indicaba y apagué el motor. -Quiero que sepas que agradezco lo que haces teniendo en cuenta que te he avisado con tan poco tiempo. -Tú estabas ahí cuando necesité tu ayuda. Hacía algunos años, Laslo había necesitado huesos para una investigación de antropología para su doctorado y yo le había proporcionado algunas muestras. Desde entonces habíamos seguido en contacto, durante los últimos diez años había trabajado como investigador en Oak Ridge.

Laslo esperó mientras yo sacaba una pequeña nevera del maletero y luego me acompañó al interior del edificio, donde subimos una escalera para llegar a su laboratorio. La habitación era pequeña y carecía de ventanas, cada milímetro de espacio estaba ocupado por mesas metálicas abolladas, ordenadores, impresoras, neveras y un millón de máquinas que brillaban y zumbaban.

Frascos de vidrio, recipientes con agua, instrumentos de acero inoxidable y cajas con guantes de látex se alineaban encima de las mesas, debajo se apilaban cajas de cartón y cubos de plástico. Laslo me llevó hasta su pequeño espacio de trabajo en la parte trasera y cogió mi nevera. Sacó de ella una bolsa de plástico, le quitó la cinta que la cerraba herméticamente y echó un vistazo en su interior.

– Explícame la historia otra vez -dijo, al tiempo que olía el contenido de la bolsa.

Mientras le explicaba mi excursión en compañía de Lucy Crowe, Laslo vertió tierra de la bolsa en un recipiente de vidrio. Luego comenzó a llenar de datos un formulario en blanco.

– ¿Dónde recogiste la muestra?

– En el lugar donde me indicó el perro, debajo del muro y de las piedras que se habían derrumbado. Pensé que ahí la tierra debía estar especialmente protegida.

– Bien hecho. Normalmente un cadáver actúa como una especie de escudo para la tierra, pero las piedras habrían ejercido el mismo efecto.

– ¿La lluvia crea algún problema?

– En un ambiente protegido, las secreciones pesadas y mucoides producidas por la fermentación anaeróbica contribuyen a que la tierra forme una masa compacta, haciendo que los factores diluyentes propios de la lluvia sean insignificantes.