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– ¿Cuántos fuegos siguen ardiendo?

– Cuatro. Los estamos sofocando pero resulta complicado. En esta época del año la montaña está muy seca. -Golpeó ligeramente el sombrero contra un muslo casi tan musculoso como sus hombros.

– Estoy segura de que su equipo está haciendo todo lo que puede. Han acordonado el área y están combatiendo los incendios. Si no hay supervivientes, no se puede hacer nada más.

– La verdad es que no están entrenados para este tipo de cosas.

Por encima del hombro de Crowe vi que un hombre mayor con una chaqueta de los Voluntarios Cherokee del Departamento de Policía removía unos desechos con un palo. Decidí actuar con discreción.

– Estoy segura de que le ha advertido a su gente de que la escena de un accidente debe tratarse como si fuese la escena de un crimen. No deben tocar nada.

Repitió su gesto característico asintiendo con la cabeza.

– Probablemente se sienten frustrados, quieren ser útiles pero no saben qué hacer. Pero recordárselo nunca hace daño.

Hice una señal en dirección al tío que hurgaba entre los desechos.

Crowe maldijo en voz baja, luego se dirigió hacia el voluntario con unas zancadas propias de una velocista olímpica. El hombre se alejó y un momento después la sheriff volvió a reunirse conmigo.

– Esto nunca es fácil -dije-. Cuando llegue el NTSB asumirá la responsabilidad de toda la operación.

– Sí.

En ese momento el teléfono móvil de Crowe comenzó a sonar. Esperé mientras hablaba.

– Noticias de otra agencia -dijo, enganchando el teléfono al cinturón-. Charles Hanover, presidente de TransSouth Air.

Aunque nunca había volado en ella, había oído hablar de esa línea aérea, una pequeña compañía de transporte regional que conectaba una docena de ciudades en ambas Carolinas, Georgia y Tennessee con Washington, D. C.

– ¿Es uno de sus aviones?

– El vuelo 228 salió con retraso de Atlanta con destino a Washington, D. C, tuvo que esperar en la pista unos cuarenta minutos, despegó a las doce cuarenta y cinco de la noche. El avión volaba a unos dos mil metros de altura cuando desapareció de la pantalla del radar a la 1.07. Mi oficina recibió la llamada del 911 a las dos.

– ¿Cuántas personas iban a bordo?

– El avión era un Fokker-100, transportaba ochenta y dos pasajeros y una tripulación de seis miembros. Pero eso no es lo peor.

Sus siguientes palabras vaticinaban el horror de los próximos días.

Capítulo 2

– ¿Los equipos de fútbol de la Universidad de Georgia? -pregunté.

Crowe asintió.

– Hanover dijo que viajaban los chicos y las chicas para disputar una serie de partidos en alguna parte cerca de Washington.

– ¡Dios santo!

Las imágenes comenzaron a estallar como luces de magnesio. Una pierna amputada. Dientes con aparatos de ortodoncia. Una mujer joven atrapada entre las ramas de un árbol.

Una súbita punzada de pánico.

Mi hija. Katy estudiaba en Virginia, pero a menudo visitaba a su mejor amiga en Athens, sede de la UGA, la Universidad de Georgia. Lija disfrutaba de una beca deportiva. ¿Era de fútbol?

Oh, Dios. Mi mente discurría a toda velocidad. ¿Había mencionado Katy un viaje? ¿Cuándo eran las vacaciones del semestre? Resistí la tentación de coger el móvil.

– ¿Cuántos estudiantes?

– Cuarenta y dos pasajeros hicieron las reservas a través de la universidad. Hanover pensaba que la mayoría de ellos eran estudiantes. Además de los jugadores había preparadores, entrenadores, novias, novios y algunos aficionados que viajaban con el equipo. -Se pasó la mano por la boca-. Lo habitual.

Lo habitual. Se me partía el corazón ante la pérdida de tantas vidas jóvenes. Luego tuve otro pensamiento.

– Esto se convertirá en una pesadilla cuando vengan los medios de información.

– Fue lo primero que dijo Hanover. -La voz de Crowe no podía ocultar el sarcasmo.

– Cuando el NTSB se haga cargo de la situación también tratará con la prensa.

Y con las familias, no añadí. Ellos también estarían aquí, gimiendo y apretujándose en busca de consuelo, algunos mirando con ojos aterrados, otros exigiendo respuestas inmediatas, la ira enmascarando su insoportable dolor.

En ese momento se oyó el inconfundible sonido de las hélices de un helicóptero y vimos un aparato que se acercaba rozando las copas de los árboles. Alcancé a divisar una figura familiar sentada junto al piloto, y otra silueta en el asiento trasero. El helicóptero describió un par de círculos y luego se dirigió en la dirección opuesta a la que se suponía que estaba la carretera.

– ¿Adonde van?

– Que me cuelguen si lo sé. En esta zona no andamos sobrados de pistas de aterrizaje. -Crowe bajó la vista y volvió a ponerse el sombrero, ocultando un mechón de pelo rojo con un gesto de la mano-. ¿Café?

Media hora más tarde el forense jefe de Carolina del Norte llegó al lugar del accidente desde el oeste, seguido del vicegobernador del estado. El primero llevaba el uniforme básico compuesto de botas y vestimenta caqui, el segundo vestía un traje. Los observé mientras se abrían paso a través de los restos del accidente, el patólogo miraba a su alrededor, evaluando mentalmente la situación, el político con la cabeza gacha, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, mantenía una postura rígida, como si cualquier contacto con aquello que le rodeaba pudiese convertirle en participante más que en un simple observador. En un momento determinado se detuvieron y el forense habló con uno de los ayudantes del sheriff. El hombre señaló en nuestra dirección y la pareja se dirigió hacia nosotros.

– Vaya, vaya. Nos han enviado a todo un profesional.

Lo dijo con el mismo sarcasmo con el que se había referido a Charles Hanover, el presidente de TransSouth Air.

Crowe aplastó el vaso de plástico y lo arrojó dentro de una bolsa en la que llevaba un termo. Le di mi vaso, intrigada por la vehemencia de su desaprobación. ¿No estaba de acuerdo con la política del vicegobernador o había algo personal entre Lucy Crowe y Parker Davenport?

Cuando los dos hombres se acercaron, el forense extrajo su credencial. Crowe hizo un gesto con la mano.

– No es necesario, Doc. Sé quién es usted.

Yo también lo sabía ya que había trabajado con Larke Tyrell desde que le habían nombrado forense jefe de Carolina del Norte a mediados de la década de los ochenta. Larke era un hombre cínico y dictador, pero uno de los mejores administradores patólogos del país. Trabajando con un presupuesto completamente insuficiente y una administración indiferente, se había hecho cargo de una oficina sumida en el caos y la había convertido en uno de los sistemas de investigación criminal más eficientes de Estados Unidos.

Mi carrera forense estaba dando sus primeros pasos en la época del nombramiento de Larke, acababa de conseguir mi licencia del Consejo Americano de Antropología Forense. Nos conocimos mientras yo estaba realizando un trabajo para el Departamento Federal de Investigaciones del Estado de Carolina del Norte, identificando los cadáveres de dos traficantes de drogas que habían sido asesinados y descuartizados por una banda de motoristas. Fui una de las primeras personas contratadas por Larke como asesora especialista y desde entonces había tratado con esqueletos y con todo tipo de muertos, descompuestos, momificados, quemados y mutilados de Carolina del Norte.

El vicegobernador extendió la mano derecha, mientras con la izquierda apretaba un pañuelo contra los labios. Su rostro estaba pálido. No dijo nada mientras le estrechábamos la mano.

– Me alegro de que estés en el país, Tempe -dijo Larke, aplastándome también los dedos con su manaza. Comenzaba a replantearme todo este asunto del apretón de manos.