– Usted sabe que todo esto son tonterías -dije-. Lo que no llego a comprender es por qué Davenport va a por mí.
– Parker Davenport tiene sus propias ideas sobre algunas cosas.
Un camión pasó junto a nosotras, envolviéndonos en una ola de aire caliente. Crowe se irguió.
– Iré a hablar con nuestra fiscal de distrito, veré si puedo conseguir esa orden de registro.
En ese momento recordé algo. Aunque Larke Tyrell había citado la invasión ilegal de propiedad cuando me apartó de la investigación, la cuestión de la casa con el recinto amurallado no se había mencionado en la reunión de hoy.
– Estuve buscando a sus propietarios.
– La escucho.
– La propiedad ha pertenecido desde 1949 a un grupo de inversiones llamado H amp;F. Antes de esa fecha pertenecía a Edward E. Arthur, y antes de eso a Víctor T. Livingstone.
Crowe sacudió la cabeza.
– Está hablando de una época muy anterior a la mía.
– En mi habitación tengo una lista de las personas que forman parte de H amp;F. Tengo que ir a ver cómo está el coche, pero después podría llevarla a su oficina.
– Después de ver a la fiscal de distrito debo ir al lago Fontana. Allí tenemos a un Fox Jodido Mulder que está convencido de haber encontrado a un alienígena. -Miró el reloj-. Debería estar de regreso en mi oficina a las cuatro.
Conduje todo el camino hasta High Ridge House presa de una enorme ansiedad. Para aliviar la tensión le ofrecí a Boyd que saliésemos a correr un rato. También sentí que debía compensar la frugalidad de mi desayuno. Lejos de quejarse, Boyd aceptó con entusiasmo la propuesta.
El camino todavía estaba húmedo por la lluvia que había caído el día anterior y nuestros pies producían sonidos sordos sobre la grava fangosa. Boyd jadeaba y su cola se movía como un abanico. Gorriones y grajos eran las únicas criaturas que alteraban el silencio del lugar.
La vista era otro fresco impresionista, una interminable extensión de valles y colinas pulida por el brillante sol de la mañana. Pero el viento había cambiado durante la noche y ahora era más frío. Cuando entrábamos en una zona de sombra podía sentir la proximidad del invierno y los días más cortos.
El ejercicio me tranquilizó, pero no demasiado. Cuando subía la escalera hacia Magnolia, sentí un nudo en el pecho al recordar la intrusión del lunes. Hoy la puerta de la habitación estaba cerrada y todas mis cosas intactas y ordenadas.
Me duché y me cambié de ropa. Cuando cogí el teléfono comenzó a sonar en mi mano. Contesté con los dedos rígidos. Otro periodista. Colgué y marqué el número de Peter.
Como siempre, un contestador recibió la llamada. Aunque estaba ansiosa por tener una opinión autorizada sobre mi situación legal, sabía que sería inútil intentar localizarle en sus otros números. Pete tenía móvil y teléfono en el coche, pero casi nunca recargaba la batería. Si conseguía hacerlo, olvidaba encenderlo o bien lo dejaba sobre el salpicadero o la cómoda de una habitación.
Frustrada, busqué el fax que me había dejado McMahon, lo metí en el bolso y bajé la escalera.
Me estaba preparando un bocadillo de ensalada de huevo cuando Ruby entró en la cocina con un cesto azul de plástico con ropa para lavar en las manos. Llevaba una blusa blanca, un collar de perlas falsas, pantalón de chándal, calcetines y pantuflas. El moño de la coronilla parecía haber recibido un generoso baño de laca. Su aspecto sugería una salida matinal, seguido de un cambio de opinión de cintura para abajo.
– ¿Puedo ayudarla? -preguntó.
– No, está bien.
Dejó el cesto con la ropa y se acercó al fregadero, las pantuflas chocaban contra los talones.
– Lamento sinceramente lo sucedido en su habitación.
– No tenía nada de valor.
– Alguien debió de entrar en la casa cuando yo estaba en el mercado. -Cogió un paño de cocina, lo olió-. A veces me pregunto dónde iremos a parar. El Señor…
– Son cosas que pasan…
– Jamás habíamos tenido un robo en esta casa. -Se volvió hacia mí con el paño enrollado entre las manos-. No la culpo por estar enfadada.
– No estoy enfadada con usted.
Inspiró brevemente, abrió la boca y la cerró. Tuve la impresión de que estaba a punto de decirme algo y había cambiado de idea, como si temiera el efecto que aquello podría tener sobre su vida. Bien. Yo no me sentía con ánimos para escuchar una confesión.
– ¿Puedo servirle algo de beber?
– ¿Tiene limonada?
Metió el paño de cocina junto con el resto de la ropa sucia y abrió la nevera. Sacó una jarra de plástico, llenó un vaso y lo puso en la mesa junto a mi bocadillo.
– Y todo ese asunto de la televisión.
– Jamás he sido muy popular.
Sonreí. No quería que Ruby viese cuán alterada estaba. Pero mi gesto debió reflejar la tensión que sentía.
– No es divertido. No debería permitir que le hagan esto.
– No puedo controlar a la prensa, Ruby.
Buscó un plato de cartón para el bocadillo.
– ¿Galletas?
– Vale.
Añadió tres Oreos y luego me miró directamente a los ojos.
– «Bendito eres cuando los hombres te injurian y te persiguen y lanzan contra ti toda clase de maldades falsamente.»
– La gente que realmente me importa sabe perfectamente que estas acusaciones son falsas.
Mantén la calma.
– Entonces tal vez necesite controlar a alguna otra persona.
Apoyó el cesto contra la cadera y abandonó la cocina sin mirar atrás.
Necesitaba una conversación más racional, así que salí al porche para comer con Boyd. No me decepcionó. El chow-chow olió las galletas y luego observó sin hacer ningún comentario mientras yo comía el bocadillo y consideraba mi situación.
Cuando llegué al taller me enteré de que el problema de mi coche no era nada grave, pero necesitaba una bomba de agua nueva. La letra ausente, ya fuese P o T, se había marchado a Asheville e intentaría conseguir la pieza de recambio. Suponiendo que no hubiese ningún problema imprevisto, la reparación estaría terminada la tarde siguiente.
Tal vez. Comprobé que el Pinto, el Chevy y las dos furgonetas seguían exactamente en el mismo lugar que el día anterior.
Miré la hora. Las dos y media. Crowe aún no habría regresado de su misión en el lago Fontana.
¿Y ahora qué?
Pedí un listín telefónico y me dieron una edición de 1996, con las puntas rotas o dobladas y llena de manchas de grasa. Se necesitaban las dos manos para separar las páginas.
Aunque no había ninguna entrada correspondiente a la Casa de Dios de la Eterna Luz Sagrada Pentecostal, encontré una dirección correspondiente a L. Bowman en Swayney Creek Road. P o T conocía ese cruce pero no pudo darme más información. Le di las gracias y regresé al coche de Ryan.
Siguiendo las instrucciones de P o T me dirigí hacia las afueras del pueblo. Tal como me había dicho, Swayney Creek acababa en la Autopista 19 entre Ela y Bryson City. Me detuve en una estación de servicio para preguntar la dirección de la casa de Bowman.
El empleado era un crío de unos dieciséis años con el pelo negro y grasiento, con la raya en medio y metido detrás de las orejas. Unas manchas blancas salpicaban la raya como copos de nieve en un arroyo turbio.
El chico dejó el cómic que estaba leyendo y me miró, entrecerrando los ojos como si fuesen demasiado sensibles a la luz. Cogió un cigarrillo que quemaba en un plato de metal ondulado, dio una calada y señaló con la barbilla en dirección a Swayney Creek.
– Cae a unos cuatro kilómetros al norte.
El humo salió junto con la respuesta.
– ¿De qué lado?
– Busque un buzón verde.
Cuando me marchaba sentí sus ojos pequeños clavados en mi espalda.
Swayney Creek era una delgada lengua negra que descendía abruptamente una vez que se abandonaba la autopista. El camino continuaba aproximadamente un kilómetro, luego se nivelaba y atravesaba un estrecho tramo ocupado por un bosque de coniferas. A un lado corría un arroyo de aguas tan claras que podía ver perfectamente las piedras que cubrían el fondo.