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Cuando, finalmente, la multitud enfiló hacia la salida, un hombre de aspecto esperpéntico, vestido con pajarita y chaleco de punto, se dirigió directamente hacia el podio balanceando sobre el pecho sus gafas de media luna. Al pertenecer a una profesión que cuenta con relativamente pocos miembros la mayoría de los antropólogos se conocen, nuestros caminos se habían cruzado una y otra vez en reuniones, seminarios y conferencias. Me había encontrado con Simón Midkiff en numerosas ocasiones y sabía que, si no me mostraba firme, me tendría allí todo el día. Eché una mirada exagerada al reloj, recogí mis cosas, cerré el maletín y bajé de la tarima.

– ¿Cómo estás, Simon?

– Perfectamente.

Tenía los labios agrietados, la piel seca y escamosa, como la de un pez muerto bajo el sol. Una red de venas diminutas cruzaba el blanco de unos ojos cubiertos por unas cejas muy espesas.

– ¿Cómo va la arqueología?

– Excelente también. Considerando que uno debe comer, estoy trabajando en varios proyectos para el departamento de recursos culturales en Raleigh. Pero, fundamentalmente, dedico mi tiempo a organizar datos. -Profirió una risa aguda y se dio unos golpes suaves en la mejilla-. Parece que he recogido una extraordinaria cantidad de datos a lo largo de mi carrera.

Simon Midkiff se doctoró por la Universidad de Oxford en 1955 y luego viajó a los Estados Unidos para aceptar un puesto en Duke. Pero la superestrella de la arqueología no publicó ningún trabajo y, seis años más tarde, le relevaron de su cargo. Midkiff tuvo una segunda oportunidad en la Universidad de Tennessee, tampoco publicó trabajo alguno y, nuevamente, perdió su puesto académico.

Durante treinta años, incapaz de obtener un cargo permanente en una facultad, Midkiff se había dedicado a merodear por la periferia del mundo académico, realizando trabajos arqueológicos por encargo e impartiendo cursos cada vez que se necesitaban suplentes en colegios y universidades de ambas Carolinas y Tennessee. Era famoso por excavar en los sitios, redactar los informes indispensables y luego fracasar en la publicación de sus hallazgos.

– Me encantaría que me lo contases, Simón, pero me temo que no tengo tiempo.

– Sí, no lo dudo. Una tragedia terrible. Tantas vidas jóvenes. -Meneó la cabeza tristemente de un lado a otro-. ¿Dónde cayó el avión exactamente?

– En el condado de Swain. Y debo regresar allí.

Intenté continuar mi camino, pero Midkiff cambió sutilmente el peso del cuerpo de un pie al otro, bloqueándome el paso.

– ¿Dónde está el condado de Swain?

– Al sur de Bryson City.

– ¿Podrías ser un poco más concreta?

– No tengo las coordenadas a mano.

No hice nada para ocultar mi irritación.

– Por favor, disculpa mi brusquedad. He estado excavando en el condado de Swain y estaba preocupado por los daños que podría haber sufrido ese lugar. Cuán egoísta por mi parte. -Nuevamente la risa falsa-. Te pido perdón.

En ese momento mi anfitrión se reunió con nosotros.

– ¿Puedo? -Alzó una pequeña Nikon.

– Claro.

Me esforcé por asumir la sonrisa Kodak.

– Es para el boletín del departamento. Parece que ha gustado a nuestros estudiantes

Me agradeció la conferencia y me deseó buena suerte con la recuperación de los cuerpos. Yo, a mi vez, le agradecí el alojamiento, me disculpé ante ambos, recogí mis cajas con diapositivas y salí rápidamente del auditorio.

Antes de abandonar Knoxville pasé por una tienda de deportes y compré botas, calcetines y tres equipos de campaña, uno de los cuales me puse en ese momento. En una farmacia compré dos paquetes de bragas de algodón. No eran mi marca, pero servirían. Metí todo en la mochila y me dirigí hacia el este.

Nacida en las colinas de Terranova, la cadena de los Apalaches discurre paralela a la costa Este de norte a sur, en las proximidades de Harpers Ferry, Virginia Occidental, se separan para formar las cadenas de las Great Smoky y las Blue Mountains. Las Great Smoky Mountains, una de las regiones elevadas más viejas del mundo, se alzan a más de 2 200 metros en Clingman Dome, en la frontera entre Carolina del Norte y Tennessee.

Menos de una hora después de haber abandonado Knoxville ya había atravesado los pueblos de Sevierville, Pigeon Forge y Gatlinburg en territorio de Tennessee y viajaba al este del Dome, asombrada, como siempre, por la belleza irreal de esa región. Esculpidas por millones de años de viento y lluvia, las Great Smoky Mountains se extienden al sur de una serie de picos y valles tranquilos. La vegetación del bosque es exuberante y una gran parte ha sido conservada como parque nacional. El Nantahala. El Pisgah. El Cherokee. El Parque Nacional Great Smoky Mountains. Los verdes suaves y la tenue bruma que dan nombre a esta sierra ejercen una fascinación inimitable. La tierra en su máxima expresión.

Sobre el fondo de ese paisaje maravilloso, la muerte y la destrucción constituían un terrible contraste.

Justo al salir de Cherokee, por Carolina del Norte, llamé nuevamente a Katy. Mala idea. Otra vez me respondió la voz metálica del contestador. Nuevamente dejé un mensaje: «Llama a tu madre.»

Tenía la mente a cientos de kilómetros de la tarea que me esperaba más adelante. Pensé en los pandas del zoológico de Atlanta, la pérdida de audiencia de la NBC, la retirada del equipaje en el aeropuerto de Charlotte. ¿Por qué era siempre un procedimiento tan lento?

Pensé en Simon Midkiff. ¡Qué tío tan extraño! ¿Cuáles eran las probabilidades de que un avión se estrellase precisamente en el lugar donde estaba realizando una excavación?

Evité la radio, puse un CD de Kiri Te Kanawa y escuché los temas de Irving Berlín con la maravillosa voz de la diva.

Cuando llegué al lugar del accidente ya eran casi las dos de la tarde. Ahora dos coches patrulla bloqueaban la carretera comarcal justo antes de la intersección con la carretera del Servicio Forestal. Un miembro de la Guardia Nacional se encargaba de dirigir el tráfico, enviaba a algunos motoristas montaña arriba y ordenaba a otros que bajaran. Mostré mi credencial y el guardia comprobó mi nombre en su lista.

– Sí, señora. Su nombre está en la lista. Puede dejar el coche en la zona de aparcamiento.

Se apartó y pasé a través de un pequeño espacio entre los dos coches de la policía.

La zona de aparcamiento estaba en un mirador en el que se construiría una torre de vigilancia de incendios y en un pequeño terreno sembrado al otro lado de la carretera. Se había rebajado la pared del risco para aumentar el tamaño de la parte interna y habían esparcido grava como medida de precaución ante la lluvia. Desde este lugar se darían las instrucciones para trabajar en la zona del accidente y se asesoraría a los parientes de las víctimas hasta que se pudiese establecer un centro de asistencia a los familiares.

Un creciente número de personas y vehículos ocupaban ambos lados de la carretera. Remolques de la Cruz Roja. Unidades de la televisión con antenas parabólicas. Furgonetas. Un camión de materiales peligrosos. Logré deslizar mi pequeño Mazda entre un Dodge Durango y un Ford Bronco en la zona que descansaba contra la ladera de la colina, cogí mis cosas y me dirigí hacia la zona del mirador.

Al llegar al lugar vi una mesa de escuela plegable colocada en la base de la torre, fuera de uno de los remolques de la Cruz Roja. Una cafetera de grandes dimensiones brillaba bajo el sol. Alrededor de la máquina había un grupo de familiares, abrazados, apoyados unos en los otros, algunos lloraban, otros permanecían inmóviles y en silencio. Muchos de ellos se aferraban con ambas manos a los vasos de plástico llenos de café, unos pocos hablaban por sus móviles.

Un sacerdote paseaba entre los aflijidos, palmeando hombros y estrechando manos. Lo observé mientras se inclinaba para hablar con una mujer mayor. Con su postura doblada, la cabeza calva y la nariz aguileña, guardaba un notable parecido con las aves carroñeras que había visto en las llanuras de África Oriental, una comparación totalmente injusta.