El salón daba a un estrecho corredor. Una escalera a la derecha, un comedor a la izquierda, la cocina justo delante de nosotros.
En el comedor sólo había una mesa rectangular muy lustrada y sillas a juego. Las conté. Ocho a cada lado y una en cada extremo de la mesa. Dieciocho.
La cocina estaba al fondo con la puerta abierta.
Fregadero de porcelana. Bomba de agua. Cocina y nevera que habían vivido más cumpleaños que yo. Señalé los aparatos eléctricos.
– Debe haber un generador.
– Probablemente abajo.
Oí voces en el piso de abajo y supe que los ayudantes estaban en el sótano.
En el piso superior un pasillo recorría el centro de la casa. Cuatro habitaciones pequeñas partían de la arteria principal, cada una con dos literas de fabricación casera. Una pequeña escalera de caracol comunicaba el extremo del pasillo con un desván en el tercer piso. Debajo de los aleros había otros dos catres.
– ¡Caramba! -dijo Crowe-. Esto parece los dibujos animados de Spin y Marty cuando están en el rancho Triple R.
A mí me recordaba a la secta de la Puerta del Cielo en San Diego. Pero me mordí la lengua.
Ya estábamos regresando cuando George o Bobby apareció en la escalera principal en el extremo más alejado del pasillo. El hombre estaba agitado y transpiraba profusamente.
– Sheriff, tiene que ver lo que hay en el sótano.
– ¿De qué se trata, Bobby?
Una gota de sudor se desprendió de la frente y bajó por la cara. La enjugó con un gesto nervioso.
– Que me cuelguen si lo sé.
Capítulo 27
Una escalera de madera conducía directamente desde la cocina hasta el sótano. La sheriff le ordenó al ayudante Anónimo que permaneciera arriba mientras el resto de nosotros bajaba a echar un vistazo.
Bobby abría el camino, yo iba detrás y Crowe cubría la retaguardia. George se quedó esperando en la cocina alumbrando con su linterna como si fuera un foco en una noche de estreno.
A medida que descendíamos, el aire pasó de fresco a helado y la penumbra se convirtió en una boca de lobo. Oí un clic a mi espalda y vi el haz de luz de la linterna de Crowe a mis pies.
Nos reunimos al pie de la escalera, escuchamos.
Ni ruido de patas que se escabullen. Ni de alas que pasan zumbando. Apunté la linterna hacia la oscuridad.
Nos encontrábamos en una gran habitación sin ventanas con techo de madera y suelo de cemento. Tres de las paredes estaban enyesadas mientras que la cuarta la formaba el risco sobre el que se apoyaba la parte posterior de la casa. En el centro de esa pared había una pesada puerta de madera.
Al retroceder unos pasos mi brazo rozó un tejido. Me giré y la luz de la linterna recorrió una fíla de clavijas, de cada una de las cuales colgaba una prenda roja idéntica. Le pedí a George que sostuviese la linterna, descolgué una de las prendas y la mantuve alzada. Era como un sayo con capucha, similar al que usan los monjes.
– ¡Madre de Dios!
Oí que Bobby se enjugaba el rostro. O se persignaba.
Recuperé mi linterna y junto con Crowe examinamos la habitación, iluminada por George y Bobby.
Un recorrido completo del sótano no reveló nada que fuese propio de ese lugar. No había un banco de trabajo. Ningún tablero con herramientas. Tampoco utensilios de jardinería. O una cuba para lavar la ropa. No había telarañas ni excrementos de ratas o grillos muertos.
– Este lugar está jodidamente limpio.
Mi voz resonó contra la piedra y el cemento.
– Miren esto.
George desvió la luz de su linterna hacia donde el enyesado de la pared se unía al techo.
Un monstruo parecido a un oso nos miraba de reojo desde la oscuridad, el cuerpo cubierto de bocas abiertas y sanguinolentas. Debajo del animal había una única palabra: Baxbakua-lanuxsiwae.
– ¿Francis Bacon? -pregunté, más a mí misma que a mis compañeros.
– Bacon pintaba personas y perros gruñendo, pero nada como esto.
La voz de Crowe era sosegada.
George desvió la luz hacia la siguiente pared y descubrimos otros monstruo que nos miraba. Melena de león, ojos saltones, la boca abierta para devorar a un niño sin cabeza que sostenía entre las manos.
– Es una mala copia de una de las pinturas negras de Goya -dijo Crowe-. Las he visto en el Prado, en Madrid.
Cuanto más conocía a la sheriff del condado de Swain, más me impresionaba.
– ¿Quién es ese monstruo? -preguntó George.
– Uno de los dioses griegos.
Un tercer mural describía una balsa con el velamen hinchado por el viento. Hombres muertos y agonizantes cubrían la cubierta y colgaban sobre las aguas.
– Encantador -dijo George.
Crowe no hizo ningún comentario mientras nos acercábamos a la pared de piedra.
La puerta estaba sujeta al muro mediante goznes de hierro forjado, taladrados en la piedra y cubiertos con cemento. Un trozo de cadena unía un tirador circular de hierro forjado con una barra de acero vertical junto al marco. El candado era brillante y parecía nuevo y vi marcas frescas en el granito.
– Esto se ha añadido hace poco tiempo.
– Atrás -ordenó Crowe.
Al retroceder, los haces de nuestras linternas se ampliaron, iluminaron unas palabras talladas encima del dintel de la puerta. Enfoqué la luz de la linterna sobre ellas.
Fay ce que voudras
– ¿Francés? -preguntó Crowe, enganchando su linterna en el cinturón.
– Francés antiguo, creo…
– ¿Reconoce las gárgolas?
Una figura decoraba cada esquina del dintel. La masculina llevaba el nombre de «Harpocrates», la femenina el de «Angerona».
– Suena a egipcio.
La pistola de Crowe disparó dos veces y el olor a pólvora llenó el aire del sótano. Se adelantó, dio un tirón a la cadena y ésta se soltó. Cuando levantó el pasador no encontró resistencia ninguna.
Cogió el tirador y la puerta se abrió hacia fuera. Una corriente de aire frío nos envolvió, olía a cavidades profundas, criaturas invisibles y épocas primitivas.
– Tal vez haya llegado el momento de que baje -dijo Crowe.
Asentí y subí los escalones de dos en dos.
Boyd exhibió su habitual entusiasmo por participar, daba vueltas y mordisqueaba el aire. Me lamió la mano y luego bailó a mi alrededor hasta entrar en la casa. En la planta baja no había nada que pudiera alterar su felicidad.
Al comenzar a bajar la escalera sentí que su cuerpo se ponía tenso junto a mi pierna.
Añadí otra vuelta a la correa que envolvía mi muñeca y permití que tirase de mí escaleras abajo y hacia donde se encontraba Crowe.
A escasa distancia de la pared estalló, ladrando y arremetiendo hacia la oscuridad como lo había hecho con la pared derrumbada. Sentí un escalofrío que me recorría la columna vertebral y llegaba hasta el cuero cabelludo.
– Muy bien, manténgalo aquí -dijo Crowe.
Cogí el collar con ambas manos y arrastré a Boyd hacia atrás, dejando que Bobby se hiciera cargo de la correa. Boyd continuaba ladrando y gruñendo e intentaba tirar de Bobby hacia la puerta de la pared. Volví a reunirme con Crowe.
La luz amarilla de mi linterna reveló un túnel similar a una caverna con una serie de nichos a cada lado. El suelo era de tierra, las paredes y el techo de roca sólida. La altura hasta el techo abovedado del túnel era de aproximadamente un metro ochenta, el ancho de un metro veinte. La longitud era imposible de calcular. Más allá de tres pasos era un agujero negro.
Mi pulso no se había normalizado desde que entramos en la casa. Ahora parecía decidido a batir su propio récord.
Avanzamos lentamente, iluminando con nuestras linternas el suelo, el techo, las paredes y los nichos. Algunos no eran más que pequeñas cavidades. Otros eran cuevas de gran tamaño con barrotes de metal verticales y puertas centradas en la entrada.