– ¿Bodegas de vino? -la pregunta de Crowe sonó apagada en el estrecho espacio.
– ¿No debería haber estanterías? -Compruebe esto.
Crowe iluminó un nombre, luego otro, y otro más, cincelados a lo largo del túnel. Los fue leyendo en voz alta mientras continuábamos avanzando.
– Sawney Beane. Inocencio III. Dionisos. Moctezuma… Extraños compañeros de cama. Un papa, un emperador azteca y el mismísimo dios del vino.
– ¿Quién es Sawney Beane? -pregunté. -Que me cuelguen si lo…
La luz de su linterna abandonó la pared y enfocó la nada. Extendió un brazo y me cogió por el pecho. Me quedé inmóvil.
Ahora los haces de luz de ambas linternas iluminaron la tierra a nuestros pies. El terreno no descendía.
Giramos en la esquina del túnel y continuamos nuestro lento avance moviendo las linternas de un lado a otro. Por el sonido del aire deduje que habíamos entrado en alguna especie de cámara. Estábamos circundando la pared del perímetro. Los nombres continuaban. Tiestes. Polifemo. Christie o' the Cleek. Cronos. No reconocí a ninguno que figurase en el diario de Veckhoff.
Al igual que en el túnel, la cámara contenía numerosos nichos, algunos con barrotes, otros sin puerta. En una situación directamente opuesta a nuestro punto de entrada encontramos una puerta de madera, similar a la que daba acceso al túnel, y asegurada con el mismo sistema de cadena y candado. Crowe superó el escollo del mismo modo que había hecho con el anterior.
Cuando la puerta se abrió hacia adentro, una corriente de aire frío y fétido surgió del interior. Detrás de mí, en la distancia, pude oír los furiosos ladridos de Boyd.
El olor a putrefacción puede verse alterado por la forma de la muerte, algunos venenos pueden endulzarlo con un aroma de pera o de almendra o de ajo según los casos. También se puede retrasar mediante sustancias químicas, aumentadas por la actividad de los insectos. Pero la esencia es inconfundible, una mezcla hedionda e intensa que anuncia la presencia de carne en descomposición.
En ese nicho había algo muerto.
Entramos y nos dirigimos a la izquierda, manteniéndonos pegadas a la pared como lo habíamos hecho en la cámara exterior. A un metro de la entrada la luz de mi linterna descubrió una irregularidad en el suelo. Crowe la vio al mismo tiempo.
Enfocamos nuestras linternas sobre un trozo de tierra oscura y gruesa.
Sin decir nada, le di mi linterna a Crowe y saqué una pala plegable de la mochila. Apoyé la mano izquierda en la pared de piedra, me agaché y rasqué la tierra con el borde de la pala.
Crowe enfundó la pistola, ató el sombrero al cinturón y dirigió la luz de ambas linternas hacia la zona de tierra delante de mí.
La mancha cedió rápidamente, revelando un límite claro entre la tierra recién removida y el suelo duro. El olor a putrefacción aumentaba a medida que iba retirando paletadas de tierra.
Pocos minutos más tarde la pala chocó con algo blando y de color azul claro.
– Parecen unos téjanos.
Los ojos de Crowe brillaban en la oscuridad y su piel tenía un color ambarino bajo la pálida luz amarilla de las linternas.
Seguí la tela desteñida, ampliando la abertura.
Pantalones Levi's alrededor de una pierna cadavérica. Continué cavando hasta encontrar un pie marrón y reseco que formaba un ángulo de noventa grados en el tobillo.
– Esto es todo.
La voz de Crowe hizo que mi mano saltase.
– ¿Qué?
– Éste no es un pasajero del avión.
– No.
– No quiero estropear la escena del crimen. No continuaremos hasta que no disponga de una orden.
No discutí. La víctima que yacía en ese agujero merecía que su historia fuese contada ante un tribunal. No haría nada que pudiese comprometer un posible proceso.
Me levanté y quité la tierra de la pala golpeando la hoja contra la pared. Luego doblé la hoja, guardé la pala en la mochila y cogí mi linterna.
Al pasar de la mano de Crowe a la mía, el haz de luz recorrió el nicho e iluminó algo en el extremo más alejado.
– ¿Qué demonios es eso? -pregunté, tratando de atisbar en la oscuridad.
– Vamonos.
– Deberíamos pegar a su magistrado con todo lo que podamos encontrar.
Me dirigí hacia el punto donde había visto el destello. Crowe vaciló un momento y luego me siguió.
En la base de la pared había un bulto bastante grande. Estaba envuelto en cortinas de baño, una transparente y la otra azul translúcida, y atado con varios trozos de cuerda. Me acerqué y recorrí la superficie con el haz de luz.
Aunque borrosos por las capas de plástico, pude discernir los detalles de la mitad superior. Pelo opaco, una camisa roja a cuadros, manos de un blanco fantasmagórico atadas por las muñecas. Saqué un par de guantes de la mochila, me los puse y giré el bulto.
Crowe se cubrió la boca con la mano.
Un rostro, púrpura e inflamado, los ojos lechosos y a medio cerrar. Labios agrietados, una lengua hinchada y apretada contra el plástico como si fuese una sanguijuela gigante.
Acerqué la linterna al descubrir un objeto ovalado en la base de la garganta. Un pendiente. Saqué el cuchillo y corté el plástico. El siseo del gas al escapar de su encierro estuvo acompañado de una espantosa fetidez a descomposición. Sentí que se me revolvía el estómago pero continué con mi tarea.
Conteniendo el aliento, rasgué el plástico con la punta del cuchillo.
Una silueta masculina era claramente visible en una pequeña medalla de plata, los brazos cruzados piadosamente en la garganta. Las letras grabadas formaban un halo alrededor de la cabeza. Orienté la linterna para poder leer el nombre.
San Blas.
Habíamos encontrado al pescador desaparecido con problemas de garganta.
George Adair.
Esta vez propuse un camino diferente. Crowe estuvo de acuerdo. Después de dejar a Bobby y George para que protegieran el lugar, la sheriff y yo nos dirigimos a Bryson City y sacamos a Byron McMahon del salón de High Ridge House donde estaba viendo un partido de fútbol americano por televisión. Juntos preparamos una declaración jurada, que el agente especial del FBI llevó directamente a un juez federal en Asheville.
En menos de dos horas, McMahon llamó a Crowe. Se había emitido una orden de registro basándose en la probabilidad de un asesinato y en la posible implicación de tierras federales, debido a la estrecha proximidad de una reserva y de un parque nacionales al lugar de los hechos.
A mí me correspondió llamar a Larke Tyrell.
Encontré al forense en su casa y, por el ruido de fondo, supuse que estaba mirando el mismo partido de fútbol.
Aunque las palabras de Larke fueron cordiales me di cuenta de que mi llamada le había intranquilizado. No perdí tiempo en aliviar su ansiedad o en disculparme por lo intempestivo de la hora.
El forense escuchó mientras yo le explicaba la situación. Unos minutos más tarde acabé el relato. El silencio fue tan prolongado que pensé que se había cortado la comunicación.
– ¿Larke?
Cuando volvió a hablar, el tono de su voz había cambiado.
– Quiero que tú te hagas cargo de esto. ¿Qué necesitas?
Se lo dije.
– ¿Puedes llevarlo al depósito provisional?
– Sí.
– ¿Quieres personal?
– ¿Quién está aún allí?
– Maggie y Stan.
Maggie Burroughs y Stan Fryeburg eran investigadores forenses de la Oficina del Forense Jefe en Chapel Hill, enviados a Bryson City para procesar los datos relativos al accidente del vuelo 228 de TransSouth Air. Ambos se habían graduado en mi taller de recuperación de cuerpos en la universidad y los dos eran excelentes en su trabajo.
– Diles que estén preparados a las siete.
– De acuerdo.
– Esto no tiene nada que ver con el accidente del avión, Larke.
– Lo sé. Pero se trata de cadáveres en mi estado. Se produjo otra larga pausa. Alcancé a escuchar la voz de un locutor y los gritos de ánimo de la multitud.