– No puedo creer que el fuego originado en la bolsa de lona no haya provocado la explosión. -Cavett no hizo nada por disimular su escepticismo-. ¿No habría sido eso lo normal?
– Su pregunta tiene sentido. Eso fue lo que pensamos al principio, pero verá, los gases aún no se han mezclado suficientemente con el aire a una distancia tan corta del foco de emisión. Los gases deben mezclarse antes de que se pueda producir la ignición, pero cuando lo hace, la explosión es terrible.
Otra mano.
– ¿El análisis fue realizado por especialistas en incendios y explosiones?
– Así es. Incluso se trajeron expertos de fuera.
Otro periodista se puso de pie.
Ochenta y ocho personas habían perdido la vida porque un hombre estaba preocupado por la posibilidad de perder su plaza en el avión. Todo había sido un trágico error.
Miré mi reloj. Crowe me estaría esperando.
Me marché de la sala sintiéndome atontada. Me esperaban otras víctimas cuyas muertes no habían sido consecuencia de un simple descuido.
Los camiones frigoríficos habían abandonado los terrenos del Departamento de Bomberos de Alarka. En el aparcamiento sólo quedaban las máquinas reemplazadas por la compañía y los vehículos de mis ayudantes. Un ayudante del sheriff estaba de guardia en la entrada.
Cuando llegué Crowe ya estaba allí. Al verme, bajó del coche patrulla, recogió un pequeño estuche de cuero y esperó. El cielo estaba gris y un viento frío soplaba a través del desfiladero. Las rachas jugaban con el ala del sombrero, alterando sutilmente su forma alrededor del rostro.
Me reuní con ella y juntas entramos en lo que ahora era un depósito provisional diferente. Stan y Maggie estaban trabajando en mesas de autopsia, ordenaban grupos de huesos donde hasta hacía poco habían yacido las víctimas del desastre aéreo. En cuatro mesas había cajas de cartón cerradas.
Saludé a los miembros de mi equipo y me dirigí rápidamente al espacio que utilizaba como oficina. Mientras me cambiaba la chaqueta por una bata de laboratorio, Crowe se sentó en la silla que había al otro lado del escritorio, abrió el estuche de cuero y sacó varias carpetas.
– Nada en mil novecientos setenta y nueve. Todos los parlamentarios fueron investigados. Pero encontramos dos en mil novecientos setenta y dos.
Abrió la primera carpeta.
– Mary Francis Rafferty, blanca, ochenta y un años. Vivía sola en Dillsboro. Su hija la llamaba o la visitaba todos los sábados. Una semana Rafferty abandonó su casa. Nunca volvieron a verla. Supusieron que se perdió y murió a la intemperie.
– ¿Cuántas veces hemos oído esas mismas palabras?
Pasó a la siguiente carpeta.
– Sarah Ellen Deaver, blanca, diecinueve años. Salió de su casa para acudir al trabajo en una tienda de comestibles en la autopista 74. Nunca llegó allí.
– Dudo de que Deaver se encuentre entre las víctimas. ¿Alguna noticia de Tommy Albright?
– La identificación de George Adair es positiva -confirmó Crowe.
– ¿Dentadura? -pregunté.
– Sí. -Pausa-. ¿Sabe que al cadáver de la sepultura del primer nicho le faltaba el pie izquierdo?
– Albright me llamó.
– La hija de Jeremiah Mitchell creyó reconocer algunas de sus ropas. Hemos conseguido una muestra de sangre de su hermana.
– Albright me pidió que cortase algunas muestras de huesos. Tyrell me prometió que las enviaría en seguida. ¿Ha comprobado las otras fechas?
– La familia de Albert Odell me dio el nombre de su dentista.
– ¿Es el cultivador de manzanas? -pregunté.
– Odell es el único parlamentario del ochenta y seis.
– Muchos dentistas no conservan los archivos después de diez años.
– El doctor Welch no parecía ser el tío más listo del mundo. Esta tarde le haré una visita en Lauada para ver qué es lo que tiene.
– ¿Qué me dice de los otros?
Sabía cuál sería su respuesta incluso cuando estaba formulando la pregunta.
– Con los otros será más complicado. Han pasado más de cincuenta años en los casos de Adams y Farrell y más de cuarenta en el caso de Tramper.
Sacó otras tres carpetas del sobre de cuero y las dejó sobre mi escritorio.
– Aquí está todo lo que he conseguido encontrar. -Se levantó-. Le haré saber lo que averigüe con ese dentista.
Cuando se marchó pasé algunos minutos examinando las carpetas que me había dejado. La que correspondía a Tucker Adams sólo contenía los recortes de prensa que ya había leído.
El archivo de Edna Farrell era un poco mejor e incluía notas manuscritas tomadas en la época de su desaparición. Había una declaración hecha por Sandra Jane Farrell en la que ofrecía un relato de los últimos días de Edna y una detallada descripción física de su madre. Cuando era joven Edna se había caído de un caballo y Sandra describía el rostro de su madre como «asimétrico».
Cogí una foto en blanco y negro con los bordes ondulados. Aunque la imagen era borrosa, la simetría facial resultaba evidente.
– Bien hecho, Edna.
Había fotografías de Charlie Wayne Tramper, y tanto su desaparición como su muerte habían salido en numerosos artículos de los periódicos. Aparte de eso, en cuanto a información escrita el material era escaso.
Los días siguientes fueron como el primero que había pasado en el Departamento de Bomberos de Alarka, viviendo con los muertos desde el alba hasta el anochecer. Hora tras hora clasificaba y ordenaba huesos, determinaba sexo y raza, calculaba edad y altura. Buscaba indicios de antiguas lesiones, enfermedades pasadas, peculiaridades congénitas o movimientos repetitivos. Para cada esqueleto elaboré un perfil lo más completo posible trabajando a partir de restos que carecían de tejidos vivos.
En cierto sentido era como procesar un accidente, donde los nombres se conocen gracias a la lista de pasajeros. Basándome en el diario de Veckhoff estaba convencida de que tenía una población restringida porque las fechas introducidas en las listas coincidían exactamente con las fechas en las que habían desaparecido todos aquellos ancianos del condado de Swain y condados vecinos: 1943, Tucker Adams; 1949, Edna Farrell; 1959, Charlie Wayne Tramper; 1986, Albert Odell.
Con la convicción de que ellos habían sido los primeros, comenzamos con las cuatro sepulturas encontradas en el túnel. Mientras Stan y Maggie limpiaban, clasificaban, numeraban, fotografiaban y sacaban placas de rayos X, yo estudiaba los huesos.
Encontré primero a Edna Farrell. El esqueleto número cuatro correspondía a una mujer mayor cuyos pómulo y maxilar inferior derechos estaban notablemente desviados de la línea media a causa de unas fracturas que se soldaron sin una intervención médica adecuada.
El esqueleto número cinco estaba incompleto, faltaban partes de la caja torácica, brazos y pantorrillas. El daño causado por los animales era muy grande. Los rasgos de las pelvis me indicaron que el individuo era masculino y mayor. Un cráneo redondo, pómulos marcados y los dientes delanteros excavados sugerían antepasados americanos nativos. El análisis estadístico situaba el cráneo sin duda en el campo mongoloide. ¿Charlie Wayne Tramper?
El número seis, el más deteriorado de los esqueletos, era el de un hombre caucásico mayor que carecía de dientes en el momento de la muerte. Salvo por una altura estimada de más de un metro ochenta, sus huesos no presentaban marcas específicas. ¿Tucker Adams?
El esqueleto número tres correspondía a un hombre mayor con fracturas soldadas en nariz, maxilares, tercera, cuarta y quinta costillas y peroné derecho. Un cráneo alargado y estrecho, puente nasal tipo cabaña Quonset [19], borde nasal uniforme y proyección anterior de la parte inferior del rostro indicaban que el hombre era negro. Eso mismo confirmó el programa Fordisc 2.0. Sospechaba que se trataba de la víctima de 1979.