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Una vez de regreso a High Ridge House, me preparé un bocadillo de jamón, lechuga y tomate, cogí una bolsa de patatas fritas y un puñado de galletas de chocolate y fui a cenar en compañía de Boyd. Aunque me deshice en disculpas por mi comportamiento negligente de las últimas semanas, sus cejas apenas si se movieron y la lengua permaneció fuera de mi vista. El perro estaba cabreado.

Más culpa. Más reproches.

Después de haberle dado a Boyd el bocadillo, las patatas y las galletas de chocolate, llené sus recipientes con agua y comida para perros y le prometí un largo paseo para el día siguiente. Cuando me marché estaba olfateando las bolas de Alpo.

Cogí más provisiones y me llevé la comida a la habitación. En el suelo había una nota. Considerando la modalidad de entrega sospeché que el remitente era McMahon.

Efectivamente. Me pedía que pasara por el cuartel general del FBI al día siguiente.

Engullí la cena, tomé un baño caliente y llamé a un colega en la Universidad de Carolina del Norte-Chapel Hill. Aunque pasaban de las siete de la tarde, conocía perfectamente la rutina de Jim. No tenía clases por la mañana. Regresaba a casa alrededor de las seis. Después de cenar, una carrera de ocho kilómetros, luego de vuelta a su laboratorio de arqueología hasta las dos de la mañana. Excepto cuando estaba trabajando en alguna excavación, Jim era un noctámbulo.

Después de los saludos de rigor y una breve puesta al día, le pedí ayuda.

– ¿Estás haciendo algún trabajo de arqueología?

– Es algo más divertido que mi trabajo habitual -dije evasivamente.

A continuación describí las extrañas muescas y estrías sin revelar la naturaleza de las víctimas.

– ¿Qué antigüedad tiene el material?

– No mucha.

– Es extraño que esas marcas que describes se limiten a un único hueso, pero el patrón resulta sospechoso. Te enviaré por fax tres artículos recientes y varias fotografías tomadas por mí.

Le agradecí su colaboración y le di el número del depósito.

– ¿Dónde queda eso?

– En el condado de Swain.

– ¿Estás trabajando con Midkiff?

– No.

– Alguien me dijo que estaba haciendo unas excavaciones en ese lugar.

Luego llamé a Katy. Hablamos de sus clases, de Boyd y de una falda que había visto en uno de los catálogos de Victoria´s Secret. Hicimos planes para viajar a la playa el Día de Acción de Gracias. En ningún momento mencioné los asesinatos o mi creciente inquietud.

Después de cortar la comunicación, me metí en la cama y permanecí despierta en la oscuridad, visualizando los esqueletos que habíamos recuperado de la bodega. Aunque nunca había visto un caso real, en el fondo de mi corazón sabía cuál era el significado de esas marcas.

¿Pero por qué?

Sentí horror. Incredulidad. Luego no sentí absolutamente nada más hasta que el sol comenzó a calentarme la cara a las siete de la mañana.

Las fotografías y los artículos de Jim estaban en el fax cuando llegué al depósito. Nature, Science y American Antiquity. Leí los artículos y estudié las fotografías. Luego volví a examinar cada uno de los cráneos y fémures, tomando fotos con una Polaroid de todo aquello que me resultaba sospechoso.

Aun así, me resistía a creerlo. Antes, en pueblos antiguos, sí. Pero estas cosas no pasaban en la Norteamérica moderna.

Un súbita sinapsis.

Otra llamada telefónica. Colorado. Veinte minutos más tarde, otro fax.

Miré la hoja que temblaba ligeramente en mis manos.

Dios bendito. Era innegable.

Encontré a McMahon en su cuartel general provisional instalado en el Departamento de Bomberos de Bryson City. Al igual que sucediera con el depósito temporal, la función de la oficina del FBI había cambiado. McMahon y sus colegas habían desviado su foco de atención de investigación de un accidente a investigación del escenario de un crimen, su paradigma: de terrorismo a homicidio.

El espacio ocupado anteriormente por el NTSB ahora estaba vacío y se había unido varios espacios para crear lo que parecía la sala de reunión de una fuerza especial. Los tablones de anuncios en los que antes había los nombres de grupos terroristas y militantes radicales ahora mostraban los de ocho víctimas de asesinato. En un grupo las identificaciones positivas: Edna Farrell. Albert Odell. Jeremiah Mitchell. George Adair. En otro, los desconocidos y los que aún eran dudosos. N. N. Tucker Adams. Charlie Wayne Tramper. Mary Francis Rafferty.

Aunque todos los nombres estaban acompañados de una fecha de desaparición, la cantidad y el tipo de información variaba considerablemente de un grupo a otro.

En el otro extremo de la sala, otros tablones mostraban fotografías de la casa de Arthur. Reconocí sin dificultad los catres del desván, la mesa del comedor y la chimenea del gran salón. Estaba examinando las fotos de los murales del sótano cuando McMahon se reunió conmigo.

– Un material encantador.

– La sheriff Crowe cree que ésa es una reproducción de una pintura de Goya.

– Tiene razón. Se trata de Saturno devorando a sus hijos.

Señaló una fotografía de la escena de la balsa.

– Ésta es una pintura de Theodore Géricault. ¿Lo conoce?

Sacudí la cabeza.

– Se titula La balsa de la Medusa.

– ¿Cuál es la historia?

– Estamos investigando.

– ¿Quién es el oso?

– La misma respuesta. Investigamos el nombre pero no encontramos nada. No puede haber muchos Baxbakualanuxsiwae por ahí.

Quitó una chincheta con la uña y me dio una lista.

– ¿Le resulta familiar alguno de los nombres del programa?

– ¿Los que aparecen en las paredes del túnel?

– Sí. El agente especial Rayner está trabajando en ellos.

Tres mesas plegables se alineaban en la parte posterior de la habitación. Encima de una de ellas había un ordenador, en las otras dos había cajas de cartón, cada una marcada con la fecha y su procedencia: Cajón de la cocina 13. Sala de estar, estantería pared norte. En el suelo había más cajas.

Un joven en mangas de camisa y corbata trabajaba en el ordenador. Le había visto en la casa de Arthur, pero no nos habían presentado. McMahon le hizo un gesto al agente hacia mí.

– Roger Rayner, Tempe Brennan.

Rayner alzó la vista y sonrió, luego volvió a concentrarse en la pantalla.

– Hemos identificado a los personajes más obvios. Los dioses griegos y romanos, por ejemplo.

Advertí algunos comentarios que acompañaban a algunos de los nombres encontrados en las paredes. Cronos. Dionisos. Las Hijas de Mineo. Las Hijas de Peleas. Polifemo.

– Y el papa y el emperador azteca aparecieron en seguida. ¿Pero quién diablos es Dasakumaracarita? ¿O Abd al-Latif? ¿O Hamatsa? -Pronunciaba los nombres sílaba a sílaba-. Al menos puedo decir «Sawney Beane» o «John Gregg».

Se pasó una mano por el pelo pero la cresta volvió a alzarse.

– Imagino que un antropólogo podría reconocer a alguna oscura diosa o algo por el estilo.

Yo miraba fijamente uno de los nombres de la lista. Hamatsa.

Moctezuma. Los aztecas.

Saturno devorando a sus hijos.

– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?

Mi voz sonaba aguda y temblorosa.

McMahon me miró sorprendido y luego me llevó a un despacho que había a unos pocos metros.

Me llevó un momento ordenar las ideas.

– Lo que voy a decirle puede sonarle absurdo, pero me gustaría que me escuchara hasta el final.

Se reclinó en su silla y cruzó los dedos sobre el estómago.

– Entre los kwakiutl del noroeste del Pacífico, los Hamatsa formaban una sociedad de élite tribal. Los jóvenes que aspiraban a convertirse en Hamatsa debían soportar un largo período de aislamiento.

– ¿Como en las pruebas de una hermandad universitaria?

– Sí. Durante su estancia en la selva, los iniciados aparecían periódicamente en las afueras de la aldea, desvariando y gritando, se lanzaban sobre el poblado, mordían y arrancaban la carne de brazos y pechos de los desafortunados que estaban presentes y luego volvían a desaparecer en la selva.