Extendí la mano para acariciarle y comprobé que tenía los pelos del cuello erizados. Mala señal. Tiré de la correa.
– Venga, volvemos a casa.
Pero no se movió.
– Boyd.
El gruñido se volvió más profundo y salvaje.
Dirigí la luz de la linterna hacia donde Boyd mantenía fija la mirada. El haz barrió los troncos de los árboles y fue engullido por las zonas de oscuridad que se extendían entre ellos.
Tiré con más fuerza de la correa. Boyd se movió hacia la izquierda y ladró. Apunté la linterna en esa dirección.
– Esto no es nada divertido, tío.
Entonces mis ojos percibieron una forma. ¿O había sido una jugarreta de las sombras? Cuando bajé la vista para mirar a Boyd, lo que pensaba que había visto se desvaneció. ¿O no habría estado nunca allí?
– ¿Quién está ahí?
El miedo me atenazaba la voz.
Sólo grillos y ranas. Un árbol caído apoyado contra otro que permanecía erguido crujió en el aire.
De pronto, oí un movimiento a mis espaldas. Pisadas. Crujido de hojas secas.
Boyd se volvió y lanzó mordiscos al aire, embistiendo todo lo que la correa le permitía.
– ¿Quién está ahí? -repetí.
Una silueta surgió de entre los árboles, más densa que la noche que nos rodeaba. Boyd gruñó y tiró de la correa. La forma oscura se movió hacia nosotros.
– ¿Quién es?
No hubo respuesta.
Cogí la linterna y la correa con una mano y busqué el móvil con la otra. Antes de que pudiese encenderlo se me deslizó de los dedos temblorosos.
– ¡No se acerque!
Fue casi un chillido.
Levanté la linterna a la altura del hombro. Cuando estaba reajustando la correa para controlar mejor a Boyd y trataba de recoger el teléfono del suelo, la correa se aflojó. Boyd se liberó de su atadura y embistió, con los dientes brillando en la oscuridad y un gruñido salvaje retumbándole en la garganta.
En un instante la forma de la silueta se alteró. Apareció un arma.
Boyd saltó hacia adelante.
Un fogonazo. Un ruido ensordecedor.
El perro pareció rebotar en la silueta, cayó al suelo, gimió y se quedó inmóvil.
– ¡Boyd!
Las lágrimas corrían por mis mejillas. Quería decirle que cuidaría de él. Decirle que se pondría bien, pero mi cuerpo estaba paralizado por el terror y ninguna palabra salió de mi boca.
La forma oscura avanzó rápidamente hacia mí. Me volví para echar a correr. Unas manos me cogieron. Me revolví y conseguí zafarme. La sombra se convirtió en un hombre.
Me golpeó con todo su peso, su hombro debajo de mi axila. La fuerza del impacto me derribó de lado.
Lo último que podía recordar era el aliento en mi cara. Luego el sonido de mi cráneo contra una piedra.
El sueño era aterrador. Un lugar sin aire. No podía moverme. No podía ver nada. Luego algo me golpeó en la mejilla.
Abrí los ojos a una realidad más espantosa que cualquier pesadilla.
Tenía un trapo en la boca y estaba cubierta con cinta adhesiva. Una venda me tapaba los ojos.
El corazón se me encogió en el pecho.
¡No puedo respirar!
Intenté llevarme una mano a la cara. Tenía las muñecas atadas sobre el pecho. El trapo llenaba mi boca con un gusto ácido. Un temblor comenzó a expandirse desde debajo de la lengua.
¡Voy a vomitar! ¡Me ahogaré!
Sentí pánico, comencé a temblar.
¡Muévete!
Traté de cambiar de posición y un trozo de tela se movió conmigo. Olía a polvo, a moho y a vegetación putrefacta.
Lancé las piernas hacia adelante e hice fuerza con la cabeza.
El movimiento me hizo estallar el cerebro. Me quedé inmóvil, esperando a que el dolor remitiese.
Respira por la nariz. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera.
El dolor remitió ligeramente.
¡Piensa!
Estaba encerrada en una especie de bolsa. Tenía las manos y los pies atados. ¿Pero dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta aquí?
Recuerdos inconexos. El depósito. La carretera del condado desierta. El rostro preocupado de Ruby. Primrose Hobbs.
¡Boyd!
Oh, Dios bendito. Boyd no! ¿Había matado también al perro?
Dentro. Fuera.
Giré la cabeza y sentí un bulto del tamaño de una ciruela. Otra oleada de náusea.
Dentro. Fuera.
Más sinapsis.
El ataque. La forma sin rostro.
¿Simon Midkiff? ¿Frank Battle? ¿Podía ser mi secuestrador ese magistrado cabrón?
Moví las muñecas tratando de aflojar las ligaduras. Más náuseas.
Apreté los dientes y giré sobre un costado. Si vomitaba, no quería aspirar el contenido.
El movimiento hizo que mi estómago se abultara. Llené los pulmones de aire y las contracciones cesaron.
Permanecí tendida, inmóvil y tratando de escuchar algo. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente o cómo había llegado hasta este lugar. ¿Me encontraba aún en el bosque en High Ridge House? ¿Me habían llevado a alguna otra parte? ¿Estaba mi atacante a sólo unos pasos de mí?
Los latidos de mi corazón se ralentizaron una milésima de segundo y el pensamiento lógico comenzó a reptar por mi cerebro.
Fue entonces cuando esa cosa se arrastró por la mejilla. Oía sonidos de insectos, sentía movimientos en el pelo, luego las cosquillas de unas antenas en la piel.
Un alarido se formó en el fondo de mi garganta. Giré de un lado a otro, sacudiendo la cabeza y el pelo. Un dolor cegador me laceró el cerebro y mis entrañas se apretaron contra la garganta.
¡Quieta! Ordenó una neurona activa.
¡Cucarachas! Chillaron las otras.
Tiré de la chaqueta, tratando de cubrirme la cabeza. Imposible.
¡No te muevas!
Mi corazón martilleó la orden contra las costillas.
No te muevas. No te muevas. No te muevas.
Lentamente conseguí tranquilizarme y la razón recuperó el control.
Sal.
Corre.
Pero no hacia otra trampa.
Piensa.
Escucha.
Ramas desnudas susurrando en el viento. El gorjeo de un pájaro. Hojas que se deslizan a través del suelo.
Los sonidos del bosque.
Desprendí una capa de sonido.
Agua bajando entre las rocas.
Los sonidos de un río.
Otra capa.
A lo lejos y casi en otro lugar, una especie de lamento seguido de una risita extraña.
La carne de gallina se extendió por mis brazos hasta la garganta.
Sabía dónde estaba.
Capítulo 32
Me estiré todo lo que pude, casi sin respirar. ¿Había oído realmente lo que creía haber oído? Los minutos pasaron y la duda se instaló dentro de mí. Hasta que volví a oírlo, lejano e irreal.
Un sordo gemido, una risa aguda.
¡El esqueleto eléctrico!
No estaba lejos del Riverbank Inn. Donde se había alojado Primrose. Donde nunca habían vuelto a verla.
Recordé el rostro hinchado de Primrose, vi las muescas dejadas por los animales submarinos.
¡Me encontraba dentro de una bolsa, amordazada y vendada, junto al río Tuckasegee!
¡Tenía que liberarme!
Me dolía el cráneo a causa del golpe de la piedra. El trapo que me llenaba la boca me impedía respirar y sabía a basura y mugre. La cinta adhesiva me quemaba las mejillas y los labios y disparaba astillas de luz a mi nervio óptico.
Y podía oír el crujido de las cucarachas sobre mi chaqueta de nailon, sentir sus movimientos en el pelo y los téjanos.
Mis pensamientos volaban en mil direcciones diferentes.
Nuevamente, escuché, completamente inmóvil. Al no oír nada que me indicase una presencia humana, comencé a forcejear con las ligaduras, respirando regularmente por la nariz.
El estómago me dio un vuelco y se me secó la boca.
Pasaron milenios. La cinta adhesiva se aflojó un milímetro.
Lágrimas de frustración se deslizaron por debajo de mis párpados aplastados.
¡No llores!