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Seguí moviendo los tobillos y las muñecas, tirando y girando, deteniéndome de vez en cuando para comprobar si oía algún sonido fuera de la bolsa.

Las cucarachas se escabullían a través de mi rostro, sentía sus patas plumosas sobre la piel.

¡Fuera!, grité mentalmente. ¡Fuera de aquí!

Continué luchando con las ligaduras. El sudor me mojaba el pelo.

Mi mente planeaba como una ave nocturna y me observaba a mí misma desde las alturas, una larva indefensa en el suelo del bosque. Imaginé la oscuridad que me rodeaba y deseé la seguridad de un refugio nocturno familiar.

Una cafetería abierta las veinticuatro horas. Una cabina de peaje. Una casa en un barrio. Un puesto de enfermera en un pabellón de hospital donde todos duermen. Una guardia en urgencias.

Entonces me acordé.

¡El escalpelo!

¿Podría llegar hasta él?

Levanté las rodillas hasta apoyarlas en el pecho, elevando el borde de la chaqueta todo lo que pude. Luego moví los codos sobre la superficie de nailon, levantando las caderas cada vez que lo hacía. Busqué a ciegas el bolsillo delantero, comprobando el progreso mediante el tacto.

Leyendo mi ropa como si fuese un plano en Braille conseguí localizar el lazo de nailon unido a la lengüeta de la cremallera y conseguí cogerlo con las puntas de los dedos de ambas manos.

Contuve la respiración y presioné hacia abajo.

Mis dedos se deslizaron sobre el nailon.

¡Maldición!

Volví a intentarlo, con el mismo resultado.

Repetí la maniobra una y otra vez, tirando, apretando, pescando, hasta que sentí un calambre en la mano y quise gritar.

Nuevo plan.

Apreté la lengüeta de la cremallera contra el muslo con el dorso de la mano izquierda, doblé la muñeca derecha e intenté enganchar un dedo a través del lazo. El ángulo era demasiado plano.

Doblé la mano un poco más. Era inútil.

Utilizando los dedos de la mano izquierda, hice presión sobre la derecha, aumentando el ángulo posterior. Sentí una punzada de dolor en los tendones del antebrazo.

Cuando ya pensaba que mis huesos se romperían, mi dedo índice encontró el lazo y se deslizó dentro de él. Tiré suavemente. La lengüeta cedió y mis muñecas maniatadas la siguieron hacia abajo. Con la cremallera abierta resultó relativamente sencillo deslizar los dedos de una mano dentro del bolsillo y sacar el escalpelo.

Acunando con exquisito cuidado mi presa, giré sobre la espalda y coloqué el instrumento sobre el estómago como si fuese una cuña. Luego quité el pañuelo de papel haciendo girar el escalpelo entre las manos. Orienté la hoja hacia mi cuerpo y comencé a cortar la cinta que me ligaba las muñecas. El escalpelo estaba afilado como una cuchilla de afeitar.

Tranquila. Cuidado. No te trinches la muñeca.

En menos de un minuto tenía las manos libres. Me quité la cinta adhesiva de los labios. Las llamas se extendieron sobre mi rostro.

¡No grites!

Me quité el trapo sucio de la boca, respirando y escupiendo alternativamente. Amordazada por mi propia saliva fétida, corté la cinta que me cubría los ojos.

Otra llamarada cuando piel y algunas pestañas salieron con la cinta adhesiva. Con manos temblorosas me liberé de las ligaduras de los tobillos.

Estaba cortando la bolsa cuando un sonido paralizó mi brazo.

¡El ruido de la puerta de un coche!

¿A qué distancia? ¿Qué debía hacer? ¿Fingir que estaba muerta?

Mi brazo salió disparado, como un pistón movido por su propia voluntad.

Pisadas sobre las hojas secas. Mi mente calculaba.

Cuarenta metros.

Acuchillé la lona. Arriba, abajo. Arriba, abajo.

El crujido de las hojas se oía más cerca.

Veinticinco metros.

Apoyé las botas en la pequeña abertura y apreté con todas mis fuerzas. La rasgadura sonó como un chillido en el profundo silencio del bosque.

Las pisadas sobre las hojas se detuvieron, luego se reanudaron, más rápidas, más precipitadas.

Quince metros.

Diez.

– Quédese donde está.

Me imaginé el arma, sentí las balas penetrando en la carne. No me importaba. Daba lo mismo morir ahora que más tarde. Era mejor luchar mientras hubiese una oportunidad de resistir.

– No se mueva.

Me di la vuelta, cogí los bordes de lona que había rasgado y tiré con ambas manos. Luego asomé la cabeza a través de la abertura, me lancé boca abajo, me puse de pie y me sostuve sobre unas piernas que parecían de mantequilla, tratando de enfocar lo que había delante de mí.

– Señora, está muerta.

Eché a correr alejándome del sonido de la voz.

Manteniendo siempre el gorgoteo del río a mi izquierda, corrí a través de una oscuridad densa como un túnel infinito con un brazo delante del rostro. Los obstáculos saltaban a mi paso sin aviso, obligando a mis pies a seguir un curso zigzagueante.

Una y otra vez tropezaba con alguna forma de escombros planetarios. Una piedra más antigua que la vida misma. Un tronco caído. Una rama muerta. Pero conseguía conservar el equilibrio. El miedo lacerante se había convertido en fuerza y velocidad.

El universo nocturno parecía haberse sumido en un súbito silencio. No oía ni zumbidos ni gorjeos ni sonidos sordos de pisadas de animales, sólo mi respiración agitada. Detrás de mí, pasos, avanzando como si se tratase de alguna bestia gigante del bosque.

El sudor empapaba mi ropa. La sangre golpeaba con fuerza mis oídos.

Mi perseguidor continuaba detrás de mí, sin acercarse ni retroceder. ¿Estaba aprovechando la ventaja de jugar en casa? ¿Era el gato y yo su ratón? ¿Estaba acaso esperando su oportunidad, seguro de que la presa finalmente sería suya?

Me ardían los pulmones, incapaces de absorber aire suficiente. Un dolor agudo me desgarraba el costado izquierdo. A pesar de todo, la ciega necesidad de huir.

Un minuto. Tres. Una eternidad.

Entonces los músculos del muslo izquierdo comenzaron a sufrir calambres. Reduje la velocidad a un medio galope cojo.

El gato también lo hizo.

Intenté seguir adelante. Pero era inútil. Mis brazos y piernas ya no me respondían.

Mi carrera se convirtió en un trote ligero. Las gotas de sudor caían de mi frente y me quemaban los ojos.

Delante de mí percibí el contorno de una forma oscura. Mi mano extendida chocó contra algo sólido. El codo se dobló y recibí un golpe en la mejilla. El dolor se extendió por la muñeca. La sangre humedeció la palma de la mano y la mejilla.

Con mi mano buena exploré lo que me había cortado el paso. Roca sólida.

Recorrí a tientas el obstáculo.

Más roca.

Se me encogió el corazón.

Había corrido hacia la pared de un risco. Agua a mi izquierda. Bosque tupido a mi derecha.

El gato lo sabía. No tenía escapatoria.

¡No te dejes vencer por el pánico!

Cogí el escalpelo y lo sostuve detrás de la espalda. Luego me volví, apoyándome en la pared de piedra, y me enfrenté a mi atacante.

Habló antes de que pudiese verle.

– Un camino equivocado.

El desconocido respiraba con dificultad y, desde donde me encontraba, podía oler el olor rancio a sudor y furia.

– ¡No se me acerque!

Grité con más coraje del que sentía.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

Se burlaba de mí.

Conocía esa voz. Era quien me había llamado al depósito. Pero también la había oído en persona. ¿Dónde?

Se oyó un crujido de hojas y luego un perfil negro se recortó en la oscuridad.

– No dé un paso más -dije casi en un susurro.

– No está en la mejor situación para dar órdenes.

– Si se acerca, le mataré.

Aferré el escalpelo como si fuese una cuerda salvavidas.

– Yo lo llamaría el clásico callejón sin salida.

Más crujido de hojas. El perfil negro se convirtió en un hombre, con el brazo extendido en mi dirección. Hombros anchos, brazos gruesos.

No era Simon Midkiff.

– ¿Quién es usted?

– Seguro que ya lo sabe.