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Simon volvió a inspirar profundamente y luego expulsó el aire lentamente.

– No puedo explicarlo, ni tampoco tolerarlo. Prentice conseguía que todo sonara exótico. Éramos una pandilla de chicos traviesos que compartían un mismo interés por un tema ciertamente oscuro y perverso.

– Fay ce que voudras.

Recité las palabras cinceladas sobre la entrada del túnel subterráneo. Durante mi convalecencia había aprendido que esa cita de Rabelais en francés del siglo XVI también adornaba el arco abovedado y los hogares en la Abadía de Medmenham.

– «Haz lo que quieras» -tradujo Midkiff, luego se echó a reír con tristeza-. Es irónico. Los clubes Hell Fire empleaban esa cita para excusar su indulgencia licenciosa, pero Rabelais atribuye de hecho esas palabras a san Agustín. «Ama a Dios y haz lo que quieras. Porque si un hombre ama a Dios con el espíritu de la sabiduría, entonces, siempre procurando satisfacer la voluntad divina, lo que él desee será lo correcto.»

– ¿Cuándo murió Prentice Dashwood?

– En mil novecientos sesenta y nueve.

– ¿Asesinaron a alguien?

Sólo habíamos encontrado ocho víctimas.

– No había nadie que pudiese reemplazar a Prentice. Después de su muerte nadie fue elevado al círculo interno. El número de sus miembros se redujo a seis y así permaneció.

– ¿Por qué no figuraba Dashwood en el fax que me enviaste?

– Escribí lo que era capaz de recordar. La lista no estaba completa ni mucho menos. No sé prácticamente nada de los que se unieron al grupo después de mi marcha. En cuanto a Prentice, simplemente no pude… -Apartó la vista-. Fue hace tanto tiempo.

Ninguno de los dos habló durante varios minutos.

– ¿Realmente no sabías lo que estaba pasando?

– Comprendí lo que estaba ocurriendo después de que Mary Francis Rafferty muriese en 1972. Fue entonces cuando abandoné el grupo.

– Pero no dijiste nada.

– No. No tengo excusa.

– ¿Por qué pusiste a la sheriff Crowe sobre la pista de Ralph Stover?

– Stover se unió al club después de que yo me marchara. Por esa razón se mudó al condado de Swain. Siempre he sabido que era un sujeto inestable.

Recordé la pregunta que se me había ocurrido al llegar.

– ¿Fue Stover quien trató de atropellarme en Cherokee?

– Me enteré de que había sido un Volvo negro. Stover tiene un Volvo negro. Ese incidente acabó de convencerme de que era un hombre realmente peligroso.

Señalé las cajas.

– Estás excavando aquí, ¿verdad, Simon?

– Sí.

– Sin autorización de Raleigh.

– Este lugar es crucial para la secuencia de montaje lítico que estoy construyendo.

– Por eso me mentiste cuando me dijiste que estabas trabajando para el Departamento de Recursos Culturales.

Asintió.

Dejé mi taza sobre la mesa y me puse de pie.

– Lamento que las cosas no hayan salido como esperabas.

Lo sentía realmente, pero no podía perdonarle por lo que sabía y no había informado.

– Cuando se publique el libro la gente reconocerá finalmente el valor de mi trabajo.

Fuera, el día aún estaba claro y frío, sin rastros de neblina en los valles o en las montañas.

Las doce y media. Tenía que darme prisa.

Capítulo 34

La concurrencia a los funerales por Edna Farrell fue más numerosa de lo que yo esperaba, considerando que llevaba muerta más de medio siglo. Además de los miembros de su familia, gran parte de los habitantes de Bryson City y muchos agentes de los departamentos del sheriff y la policía se habían congregado para darle el último adiós. Lucy Crowe estaba allí y también Byron McMahon.

Las historias del Hell Fire Club eclipsaban ahora los relatos del accidente del avión de TransSouth Air y habían llegado periodistas de todo el sureste del país. Ocho ancianos asesinados en rituales y enterrados en el sótano de una casa en la montaña, el vicegobernador del estado desacreditado y más de una docena de eminentes ciudadanos entre rejas. Los medios de comunicación los llamaban los Asesinos Caníbales y yo caí en el olvido igual que el escándalo sexual del año anterior. Aunque lamentaba no haber podido proteger a la señora Veckhoff y a su hija de la publicidad y de la humillación pública, me sentía aliviada de haber escapado del centro de atención.

Durante el servicio religioso junto a la tumba permanecí rezagada, pensando en las distintas salidas que pueden tomar nuestras vidas al abandonar el mundo. Edna Farrell no había muerto en la cama pero se había marchado a través de una puerta mucho más melancólica. Lo mismo había hecho Tucker Adams, quien descansaba debajo de la gastada placa que había a mis pies. Sentía una gran tristeza por todas estas personas, muertas desde hacía tanto tiempo. Pero encontraba consuelo en el hecho de que había contribuido a traer sus cuerpos a esta colina. Y la satisfacción de que, finalmente, los asesinatos hubiesen acabado.

Cuando la gente se dispersó, me acerqué a la tumba de Edna y deposité un pequeño ramo de flores. Oí pasos detrás de mí y me volví. Lucy Crowe caminaba hacia mí.

– Me sorprende que haya regresado tan pronto.

– Es mi dura cabeza irlandesa. Imposible de romper.

Sonrió.

– Es tan hermoso el paisaje aquí arriba.

Mi mirada recorrió los árboles, las lápidas, las colinas y los valles que se extendían hacia el horizonte como terciopelo anaranjado.

– Por eso amo este lugar. Hay un mito cherokee de la creación que habla de cómo fue creado el mundo a partir del barro. Un buitre volaba en lo alto del cielo y, cuando bajaba las alas, aparecían los valles. Cuando las elevaba, aparecían las montañas.

– ¿Usted es cherokee?

Crowe asintió.

Otra pregunta contestada.

– ¿Cómo están las cosas con Larke Tyrell?

Me eché a reír.

– Hace dos días recibí una carta de recomendación de la Oficina del Forense en la que asume toda la responsabilidad de este malentendido, me exonera de cualquier error o mala práctica y me agradece mi inapreciable contribución a la recuperación de los cuerpos de las víctimas del accidente del avión de TransSouth Air. Se han enviado copias a todo el mundo salvo a la duquesa de York.

Abandonamos el cementerio y nos dirigimos a nuestros coches. Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando Crowe me hizo otra pregunta.

– ¿Pudo identificar las gárgolas que hay en la entrada del túnel?

– Harpócrates y Angerona eran los dioses egipcios del silencio, un recordatorio a los hermanos del voto que habían hecho. Otro artilugio tomado de sir Francis.

– ¿Los nombres?

– Referencias históricas y literarias al canibalismo. Algunas de ellas son bastante oscuras. Sawney Beane fue un escocés del siglo catorce que vivía en una cueva. Se decía que la familia Beane asesinaba a los viajeros y se los llevaba a casa para la cena. Y lo mismo con respecto a Christie o' the Cleek. Él y su familia vivían en una cueva en Angus y se dedicaban a comerse a los viajeros. John Gregg mantuvo viva esa tradición en Devon en el siglo dieciocho.