Kathy Reichs
Informe Brennan
Brennan, 4
Título originaclass="underline" Fatal voyage
© Por la traducción, Gerardo Di Masso, 2002
Dedicado con enorme orgullo a:
Kerry Elisabeth Reichs, doctora en Derecho, M. P. R, Universidad de Duke, Promoción de 2000
Courtney Anne Reichs, licenciada en Artes, Universidad de Georgia, Promoción de 2000
Brendan Christopher Reichs, licenciado en Artes (cum laude), Universidad de Wake Forest, Promoción de 2000
¡Bravo!.
Agradecimientos
Como siempre, debo mi agradecimiento a muchas personas:
A Ira J. Stimson, y al capitán John Gallagher (retirado), por su asesoramiento en el diseño de aviones y la investigación de accidentes aéreos. A Hugues Cicoine, CFEI, por sus consejos relativos a la investigación de incendios y explosiones. Vuestra paciencia fue admirable.
A Paul Sledzik, MS, Museo Nacional de Salud y Medicina, Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, por la historia, estructura y funcionamiento del sistema DMORT; Frank A. Ciaccio, MPA, Oficina del Gobierno, Asuntos Públicos y Familiares, Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte de Estados Unidos, por su información sobre el DMORT, el NTSB y el Plan de Asistencia Familiar.
A Arpad Vass, doctor en Filosofía, investigador científico en los Laboratorios Nacionales Oak Ridge, por su curso intensivo sobre ácidos grasos volátiles.
Al agente especial Jim Corcoran, Departamento Federal de Investigaciones, División de Charlotte, por reseñarme el trabajo del FBI en Carolina del Norte; detective Ross Trudel (retirado), Policía de la Comunidad Urbana de Montreal, por su información sobre explosivos y su regulación; sargento detective Stephen Rudman (retirado), Policía de la Comunidad Urbana de Montreal, por los detalles acerca de los funerales de la policía.
A Janet Levy, doctora en Filosofía, Universidad de Carolina del Norte-Charlotte, por sus detalladas explicaciones sobre el Departamento de Recursos Culturales de Carolina del Norte y sus respuestas a cuestiones relacionadas con la arqueología; Rachel Bonney, doctora en Filosofía, Universidad de Carolina del Norte-Charlotte, y Barry Hipps, Asociación Histórica Cherokee, por sus profundos conocimientos sobre los cherokee.
A John Butts, doctor en Medicina, forense jefe, estado de Carolina del Norte, Michael Sullivan, doctor en Medicina, forense del condado de Mecklenburg, y Roger Thompson, director del Laboratorio Criminal del Departamento de Policía de Charlotte-Mecklenburg.
A Marilyn Steely, por hacerme conocer el Hell Fire Club; Jack C. Morgan Jr., MAI, CRE, por instruirme acerca de títulos de propiedad, planos y registros de impuestos; Irene Bacznsky por su ayuda con los nombres de las compañías aéreas.
A Anne Fletcher, por acompañarme en nuestra aventura en las Smoky Mountain.
Un agradecimiento especial a la gente de Bryson City, Carolina del Norte, incluyendo a Faye Bumgarner, Beverly Means y Donna Rowland en la Biblioteca de Bryson City; Ruth Anne Sitton y Bess Ledford en la Oficina de Impuestos y Registro de Tierras del Condado de Swain; Linda Cable, administradora del condado de Swain; Susan Cutshaw y Dick Schaddelee en la Cámara de Comercio del Condado de Swain; Mónica Brown, Marty Martin y Misty Brooks en el Fryemont Inn; y, especialmente, al subjefe Jackie Former, Departamento del Sheriff del Condado de Swain.
Merci a M. Yves. St. Marie, Dr. André Lauzon y a todos mis colegas del Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal; James Woodward en la Universidad de Carolina del Norte-Charlotte. Agradezco profundamente vuestro permanente apoyo.
A Paul Reichs por sus valiosos comentarios sobre el manuscrito.
A mis maravillosas editoras, Susanne Kirk y Lynne Drew.
Y, por supuesto, a mi agente obradora de milagros, Jennifer Rudolph Walsh.
Mis historias no podrían ser lo que son sin la ayuda de amigos y colegas. Gracias a todos ellos. Y, como siempre, todos los errores son de mi exclusiva responsabilidad.
Capítulo 1
Miré a la mujer que había volado a través de los árboles. La cabeza por delante, la barbilla alzada, los brazos extendidos hacia atrás como la pequeña diosa de cromo sobre el capó de un Rolls Royce. Pero la dama del árbol estaba desnuda y su cuerpo acababa en la cintura. El torso sin vida estaba aprisionado por ramas y hojas cubiertas de sangre.
Bajé la vista y eché una mirada a mi alrededor. Excepto por el estrecho camino de grava donde había aparcado, hasta donde alcanzaba la vista se extendía un bosque denso y abigarrado. Los árboles eran en su mayoría pinos, tan sólo unos robles indicaban, como festones, la muerte del verano con una paleta de rojos, amarillos y anaranjados en el follaje.
Aunque en Charlotte hacía calor, aquí arriba el clima de principios de octubre era muy agradable. Pero pronto haría frío. Cogí la cazadora que estaba en el asiento trasero, permanecí en silencio y escuché.
Trinos de pájaros. Viento. La huida precipitada de un pequeño animal. Luego, a lo lejos, un hombre que llamaba a otro. Una respuesta apagada.
Sujeté la cazadora alrededor de la cintura, cerré el coche y me dirigí hacia las distantes voces, arrastrando los pies a través de un lecho de hojas muertas y pinaza.
Cuando había recorrido una decena de metros en el interior del bosque, pasé junto a una figura que estaba recostada en una piedra cubierta de musgo, las rodillas flexionadas contra el pecho y un ordenador portátil a su lado. Le faltaban ambos brazos y de su sien izquierda sobresalía un pequeño chichón.
La cara descansaba sobre el ordenador, en los dientes llevaba aparatos de ortodoncia, le atravesaba una ceja un delicado anillo de oro. Los ojos estaban abiertos y las pupilas dilatadas le daban al rostro una expresión de alarma. Sentí un temblor en todo el cuerpo y apuré el paso.
Pocos metros más adelante vi una pierna, el pie aún calzado con una bota de excursionista. La pierna había sido cercenada a la altura de la cadera y me pregunté si pertenecería al torso del Rolls Royce.
Junto a la pierna había dos hombres, sentados uno al lado del otro, con los cinturones de seguridad abrochados y los cuellos impregnados de sangre. Uno de los hombres estaba sentado con las piernas cruzadas, como si leyera una revista.
Reanudé la marcha y me interné aún más en el bosque, oía gritos y llamadas que el viento, caprichosamente, me enviaba de entre los árboles. Continué avanzando apartando con los brazos las ramas bajas y sorteando grandes piedras y troncos caídos.
Equipajes y trozos de metal estaban esparcidos entre los árboles en una amplia zona. La mayoría de las maletas se habían quemado, derramando su contenido al azar. Ropa, secadores de pelo y máquinas de afeitar se mezclaban con botes de crema para manos, champú, loción para después del afeitado y perfume. Una pequeña maleta había vomitado cientos de artículos de tocador robados de los hoteles. El olor a productos de perfumería y combustible de avión se mezclaba con el aroma de los pinos y el aire de la montaña. Y, a lo lejos, un rastro de humo.
Avanzaba a través de un profundo barranco de laderas empinadas cuya densa cubierta de ramas y hojas apenas permitía que la luz del sol alcanzara el suelo formando un dibujo moteado. Hacía frío en la sombra, pero tenía la frente perlada de sudor y sentía la ropa pegada a la piel. Tropecé con una mochila y caí rasgándome la manga con una rama cortada por los restos que habían caído del cielo.
Permanecí unos momentos tendida en el suelo, con las manos temblando y la respiración agitada. Aunque me había entrenado durante años para ocultar las emociones, sentí claramente que me invadía la desesperación. Tanta muerte. Dios mío, ¿cuántas víctimas habría?
Cerré los ojos, hice un esfuerzo para centrarme y me levanté.
Minutos más tarde salté un tronco putrefacto, rodeé un grupo de rododendros y, como no parecía encontrarme más cerca de las voces, me detuve para intentar orientarme. El sonido apagado de una sirena me confirmó que la operación de rescate se estaba desarrollando en alguna zona más allá de una colina que se alzaba hacia el este del bosque.