Pete retrocedió y entré en el vestíbulo iluminado por la araña de mi tía abuela.
– ¿Quieres una copa?
Lo taladré con una mirada que podría haber perforado el cemento. Pete había sido testigo de muchas de mis actuaciones dignas de un Oscar de la Academia.
– Sabes lo que quiero decir.
– Mejor una coca-cola light.
Mientras Pete buscaba vasos y cubitos de hielo en la cocina, llamé a Birdie. El gato no apareció. Busqué en el salón, en el comedor y en el estudio.
En otro tiempo, Pete y yo habíamos vivido juntos en estas habitaciones, leyendo, hablando, escuchando música, haciendo el amor. Habíamos criado a Katy de bebé a niña y luego a adolescente, redecorando su habitación y adaptando nuestras vidas en cada etapa. Había contemplado cómo florecía y se marchitaba la madreselva a través de la ventana que había sobre el fregadero de la cocina, dando la bienvenida a cada nueva estación. Aquéllos habían sido tiempos de cuentos de hadas, una época en la que el sueño americano parecía real y alcanzable.
Pete volvió a aparecer, transformado de abogado elegante en yuppie informal. La chaqueta y el chaleco habían desaparecido, la corbata colgaba floja del cuello abierto de la camisa, que llevaba arremangada debajo de los codos. Tenía buen aspecto.
– ¿Dónde está Bird? -pregunté.
– Ha estado refugiado en el piso de arriba desde que llegó Boyd.
Me dio una jarra con la inscripción Uz to rnums atkal jaied-zer! escrita a través del cristal. «¡Debemos volver a brindar por eso!», en letón.
– ¿Boyd es el perro?
Asintió.
– ¿Tuyo?
– Ése es un punto interesante. Toma asiento y compartiré contigo la historia de Boyd.
Pete buscó unas galletas en la cocina y se reunió conmigo en el sofá.
– Boyd pertenece a un tal Harvey Alexander Dineen, un caballero que hace poco necesitó de mis servicios como abogado. Completamente sorprendido por su arresto, y careciendo de familia, Harvey me pidió que cuidase de su perro hasta que se aclarase el malentendido con el estado.
– ¿Y tú accediste?
– Me agradó que tuviese confianza en mí.
Pete lamió la sal de una galleta, mordió la mitad y la acompañó con un generoso trago de cerveza.
– ¿Y?
– Boyd está solo un mínimo de diez minutos y un máximo de veinte. Imaginé que tendría hambre.
– ¿Qué es?
– El se cree un empresario. El juez le llamó estafador y criminal de carrera.
– Me refería al perro.
– Boyd es un chow-chow. O al menos la mayor parte de él lo es. Necesitaríamos un análisis de ADN para aclarar el resto.
Comió la otra mitad de la galleta.
– ¿Has estado saliendo con algún cadáver interesante últimamente?
– Muy gracioso.
Mi rostro debió confirmarle que no lo era.
– Lo siento. Las cosas deben ser duras allí arriba.
– Estamos trabajando en ello.
Hablamos de trivialidades durante unos minutos, luego Pete me invitó a cenar. La rutina de costumbre. Él preguntaba, yo decía que no. Pero hoy tenía la mente en las palabras de Larke, la aventura londinense de Anne y Ted y en mi apartamento vacío.
– ¿Cuál es el menú?
Alzó las cejas en un gesto de absoluta sorpresa.
– Linguini con salsa vongole.
Una de las especialidades de Pete. Almejas enlatadas sobre tallarines demasiado cocidos.
– ¿Por qué no saco unos filetes mientras tú te encargas del fontanero? Cuando las cañerías vuelvan a funcionar podemos asar la carne.
– Se trata del lavabo de arriba.
– Lo que sea.
– A Bird le hará bien comprobar que somos amigos. Creo que aún se siente culpable.
Ése era Pete.
Boyd se reunió con nosotros durante la cena, sentado a un lado de la mesa, los ojos clavados en los filetes y tocándonos ocasionalmente las rodillas con la pata para recordarnos su presencia.
Pete y yo hablamos de Katy, de viejos amigos y de los viejos tiempos. Me explicó algunos de sus litigios actuales y yo describí uno de mis casos recientes, un estudiante al que encontraron colgado en el granero de su abuela nueve meses después de que hubiera desaparecido. Me hacía bien comprobar que habíamos llegado a un punto en el que era posible mantener una conversación normal. El tiempo volaba y Larke y su queja se alejaban cada vez más de mis pensamientos.
Después de un postre de fresas sobre helado de vainilla, llevamos el café al estudio y encendimos el televisor para ver las noticias. Hablaban del accidente de la TransSouth Air.
En el mirador había una mujer de expresión abatida, las Great Smoky Mountains se extendían a su espalda, y hablaba, de un torneo en el que treinta y cuatro deportistas jamás competirían. Informó de que aún se ignoraba la causa del accidente, si bien ya era casi seguro que se había producido una explosión en el aire. Hasta el momento se había conseguido identificar a cuarenta y siete víctimas y la investigación continuaba sin interrupción las veinticuatro horas del día.
– Me parece una buena idea que te hayan dado un respiro -dijo Pete.
No contesté.
– ¿O acaso te enviaron ahí en misión secreta?
Sentí un temblor en el pecho y no aparté la mirada de mis Doc Martens.
Pete se acercó a mí y me alzó la barbilla con el índice.
– Eh, cariño. Era sólo una broma. ¿Estás bien?
Asentí, sin atreverme a hablar.
– No pareces estar muy bien.
– Estoy bien. En serio.
– ¿Quieres hablarme de ello?
Supongo que quería hacerlo porque las palabras comenzaron a brotar solas. Le hablé de los días en el lugar del accidente, de los coyotes y de mis intentos de determinar el origen del pie, de la denuncia anónima y de mi despido. Le hablé de todo lo que había pasado, excepto de Andrew Ryan. Cuando acabé mi relato, tenía los pies debajo de las nalgas y apretaba con fuerza un cojín contra el pecho. Pete me miraba fijamente.
Durante un momento ninguno de los dos abrió la boca. El reloj de pared retumbaba en la pared del estudio y me pregunté absurdamente quién se encargaría de darle cuerda.
Tic. Tac. Tic. Tac
– Bueno, ha sido divertido -dije extendiendo las piernas.
Pete me cogió la mano sin dejar de mirarme.
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿Qué puedo hacer? -contesté irritada apartando la mano.
Me sentía incómoda por todo lo que había explicado y temía lo que sabía vendría a continuación. Pete siempre daba el mismo consejo cuando estaba irritado con los demás. «Que los jodan.»
Me sorprendió.
– Tu jefe del DMORT aclarará ese asunto de haber entrado en el área del accidente. El pie es fundamental para el resto. ¿Había alguien en ese lugar cuando lo recogiste?
– Había un policía cerca de allí.
Clavé la mirada en el cojín.
– ¿Local?
Sacudí la cabeza.
– ¿Vio los coyotes?
– Sí.
– ¿Sabes quién es?
Desde luego.
Asentí.
– Eso debería aclararlo todo. Asegúrate de que ese policía hable con Tyrell y le describa la situación. -Se echó hacia atrás-. La cuestión de la irrupción ilegal será más difícil.
– Yo no entré ilegalmente en ninguna parte -dije acaloradamente.
– ¿Crees que ese pie es muy importante?
– Creo que no coincide con ninguno de los pasajeros de la lista. Por esa razón estaba echando un vistazo cerca de la casa.
– Por la edad.
– En parte. También parecía estar más descompuesto.
– ¿Puedes probar la edad?
– ¿A qué te refieres?
– ¿Estás completamente segura de que ese pie pertenece a una persona mayor?
– No.
– ¿Existe alguna otra prueba que pueda establecer con mayor exactitud tu cálculo de la edad?
Pete, el abogado.
– Comprobaré la histología una vez que se hayan examinado las muestras.
– ¿Cuándo será eso?
– La preparación de las diapositivas está llevando…
– Ve allí mañana mismo. Consigue esas diapositivas. No te marches hasta que no tengas la talla de camisa de ese tío y el nombre de su corredor de apuestas.
– Podría intentarlo.
– Hazlo.
Pete tenía razón. Me estaba comportando como una novata.
– Luego identifica al hombre del pie y méteselo a Tyrell por el culo.
– ¿Cómo hago eso?
– Si el pie no procedía del avión, debe pertenecer a alguien de por allí.