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– Eres asombrosa, Primrose.

Subí de dos en dos los últimos escalones, corrí a mi habitación y abrí el archivo del caso número 387. Después de tomar nota de las nuevas cifras, comparamos los datos de Primrose con los que yo ya tenía.

– Cada una de tus medidas difiere sólo un milímetro de las mías -dije-. Eres buena.

– No te quepa la menor duda.

Segura de que el error entre los observadores no sería un problema, le agradecí su trabajo y le pregunté cuándo podría conseguir el artículo. Me sugirió que nos encontrásemos en veinte minutos en la entrada del aparcamiento. En su opinión, era mejor que todavía no entrase en el depósito.

Primrose debía de estar controlando el lugar, ya que, tan pronto como dejé la carretera, apareció por la puerta trasera del depósito y comenzó a atravesar el aparcamiento, el bastón en una mano y una bolsa de plástico en la otra.

Entretanto, el guardia se acercó a mi coche, leyó la matrícula y comprobó el número en su lista. Luego negó con la cabeza, levantó la mano en un gesto de prohibido el paso y con la otra me hizo señas para que diese media vuelta y me largara. Primrose se acercó al hombre e intercambió con él unas palabras.

El guardia continuó señalando y negando con la cabeza. Primrose se inclinó más y le dijo algo, una mujer negra mayor a un hombre blanco joven. El guardia puso los ojos en blanco, cruzó los brazos delante del pecho y la observó mientras Primrose continuaba hacia mi coche, un general de cinco estrellas con botas, mono de trabajo y un moño de abuela.

Apoyándose en el bastón, me alcanzó la bolsa a través de la ventanilla de mi lado. Su rostro permaneció serio durante un momento, luego una sonrisa le iluminó los ojos y me dio unas palmadas en el hombro.

– No permitas que este problema te quite el sueño, Tempe. Tú no has hecho ninguna de esas cosas y pronto se darán cuenta.

– Gracias, Primrose. Tienes razón, pero es duro.

– Por supuesto que lo es. Pero estoy contigo.

Su voz era tan sedante como uno de los conciertos de Brandeburgo.

– Mientras tanto, tómatelo con calma, maldita sea.

Luego se volvió y echó a andar hacia el depósito.

Muy pocas veces había oído maldecir a Primrose Hobbs.

Cuando volví a mi habitación, saqué el artículo enviado por fax, busqué el Cuadro IV, comparé las medidas e hice los cálculos matemáticos correspondientes.

El pie se incluía dentro de la clasificación indio norteamericano.

Volví a hacer los cálculos empleando una segunda función. Aunque más próximo al grupo de afroamericanos, el pie seguía incluido en el de los indios norteamericanos.

George Adair era blanco, Jeremiah Mitchell era negro. Eso en cuanto al pescador perdido y al hombre que le había pedido prestada el hacha a su vecino.

A menos que hubiese regresado a la reserva, Daniel Wahnetah parecía la opción más segura.

Comprobé la hora. Las once menos cuarto. Bastante tarde.

La sheriff no estaba en su oficina. No. No la llamarían a su casa. No. No estaban autorizados a dar el número de su busca.

¿Se trataba de una emergencia? Le darían el mensaje de que yo había llamado.

Maldita sea. ¿Por qué no le había pedido a Crowe el número de su busca?

Durante las dos horas siguientes me entregué a una serie de actividades irrelevantes, más dirigidas a aliviar la tensión que a alcanzar un objetivo concreto. Los conductistas lo llaman desplazamiento.

Después de una sesión de lavandería que incluyó lavar las bragas en el lavamanos del cuarto de baño, clasifiqué y organicé el contenido de mi maletín, borré los archivos temporales de mi ordenador portátil, controlé los movimientos del talonario de cheques y dispuse de otro modo la colección de animales de cristal de Ruby. Luego llamé a mi hija, a mi hermana y a mi ex marido.

Pete no contestó y supuse que aún no había regresado de su viaje a Indiana. Katy tampoco contestó y preferí no hacer ninguna suposición. Harry me tuvo al teléfono cuarenta minutos. Estaba dejando su actual trabajo, tenía problemas con la dentadura y estaba saliendo con un hombre de Dentón llamado Alvin. ¿O acaso era Dentón de Alvin?

Estaba probando las opciones de mi teléfono cuando desde el patio me llegó un extraño aullido, como el de un sabueso en una película de Bela Lugosi. Miré hacia abajo a través de la persiana y vi a Boyd sentado en mitad de su improvisada perrera, la cabeza echada hacia atrás, un aullido surgía de su garganta. -Boyd.

Dejó de aullar y miró a su alrededor. A lo lejos, en las montañas, se oyó una sirena.

– Estoy aquí arriba.

El perro levantó la cabeza y la lengua púrpura quedó colgando fuera de la boca.

– Mira hacia arriba, hombre.

Cabeza inclinada.

– ¡Arriba!

Di unas palmadas.

El chow-chow giró, corrió hasta el extremo de la perrera, se sentó y reanudó su serenata a la ambulancia.

Lo primero que llama la atención en Boyd es su cabeza desproporcionadamente grande. Pero cada vez es más evidente que la capacidad craneal del perro no guarda ninguna relación con el tamaño de su intelecto.

Cogí la cazadora y la correa y abandoné la habitación.

La temperatura aún era cálida y agradable, pero el cielo comenzaba a llenarse lentamente de nubes oscuras. El viento batía mi cazadora y las hojas y la pinaza se arremolinaban en el camino de grava.

En esta ocasión subimos primero colina arriba, Boyd abría la marcha, jadeando y tosiendo debido a la presión que ejercía el collar sobre el cuello. Corría de un árbol a otro, olisqueaba la tierra y despedía pequeños chorros de orín, mientras yo contemplaba el valle que se extendía a mis pies, cada uno disfrutaba del paisaje de la montaña a su manera.

Habíamos recorrido aproximadamente un kilómetro cuando Boyd se quedó inmóvil y alzó la cabeza como si tuviese un muelle en el cuello. La piel se le erizó a lo largo del lomo, entreabrió la boca y un gruñido sordo surgió desde el fondo de la garganta, un sonido completamente diferente a la exhibición anterior de la sirena.

– ¿Qué pasa?

Ignoró mi pregunta, y liberándose de la correa se lanzó hacia los árboles.

– ¡Boyd!

Di un puntapié en el suelo y me froté la dolorida palma de la mano.

– ¡Mierda!

Podía oírle moviéndose entre los árboles, ladrando como si estuviese en una misión de vigilancia.

– ¡Boyd, vuelve aquí!

Los ladridos continuaron.

Maldiciendo al menos a una de las criaturas que se arrastran, abandoné el camino y seguí el rastro de los ladridos. Lo encontré a unos diez metros, corría de un lado a otro, ladrándole a la base de un roble blanco. – ¡Boyd!

Continuó corriendo, ladrando y gruñendo junto al roble. – ¡BOYD!

Se paró en seco y me miró.

Los perros poseen una musculatura facial fija, que hace imposible cualquier expresión. No pueden sonreír, fruncir el ceño o hacer muecas. Sin embargo, las cejas de Boyd hicieron un movimiento que expresaba claramente su incredulidad.

¿Estás loca?

– ¡Boyd, siéntate!

Lo señalé con un dedo y lo mantuve inmóvil

Miró el árbol, luego a mí y se sentó. Sin bajar el dedo, me acerqué a él y cogí la correa.

– Venga hombre, estás loco -dije, palmeándole la cabeza y luego tirando de él para regresar al camino.

Boyd se giró y ladró en dirección al roble, luego se volvió y movió nuevamente las cejas.

– ¿Qué ocurre?

«Rrrrup. Rup. Rup.»

– De acuerdo. Vamos a ver de qué se trata.

Aflojé un poco la correa y me arrastró hacia el árbol. A pocos pasos del tronco comenzó a ladrar y girar alrededor del roble con los ojos brillantes por la excitación. Aparté la vegetación con la bota.

Una ardilla muerta yacía entre los cardos, con las órbitas vacías, el tejido marrón cubría sus huesos como una mortaja de cuero oscura.

Miré al perro.

– ¿Es esto lo que te ha puesto como una fiera?

Saltó sobre las patas delanteras, alzando el cuarto trasero, luego dio dos pequeños saltos hacia atrás.

– Está muerta, Boyd.

Inclinó la cabeza y movió ambas cejas.

– Venga, vamos, sabueso.

El resto del paseo transcurrió sin incidentes. Boyd no encontró más cadáveres y nuestro promedio fue mucho mejor colina abajo. Al coger la última curva me sorprendió ver un coche patrulla aparcado bajo los árboles en High Ridge House, el escudo del Departamento del Sheriff del Condado de Swain se veía claramente en el lateral.