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Lucy Crowe estaba en la escalera del porche delantero, con una botella de Dr. Pepper en una mano y el sombrero de las Smoky en la otra. Boyd se dirigió directamente a ella, meneando la cola, la lengua le colgaba como si fuese una anguila púrpura. La sheriff apoyó el sombrero en la barandilla y acarició el pelo del perro. Boyd olisqueó y le lamió la mano, luego se echó en el porche con el hocico apoyado en las patas delanteras y cerró los ojos. Boyd el Aniquilador.

– Bonito perro -dijo Crowe, secándose la mano en las posaderas.

– Lo tengo a mi cargo durante algunos días.

– Los perros son una buena compañía.

– Hum.

Era evidente que nunca había estado con Boyd.

– Estuve hablando con la familia Wahnetah. Daniel aún no ha aparecido.

Esperé mientras bebía un poco de su refresco.

– Dicen que medía casi un metro ochenta.

– ¿Se quejaba de dolores en los pies?

– Aparentemente nunca se quejaba de nada. Tampoco hablaba mucho, le gustaba estar solo e ir a su aire. Pero hay un detalle interesante. Uno de los lugares de acampada de Daniel estaba en Running Goat Branch.

– ¿Dónde está Running Goat Branch?

– A tiro de piedra de su recinto amurallado.

– Es una broma.

– No lo es.

– ¿Estaba allí cuando desapareció?

– La familia no estaba segura, pero fue el primer lugar donde buscaron.

– Yo también tengo un detalle interesante -dije, cada vez más excitada.

Le hablé de la clasificación de función discriminativa que colocaba los huesos del pie encontrado próximos a los indios norteamericanos.

– ¿Puede conseguir ahora esa orden de registro? -pregunté.

– ¿Basada en qué?

Señalé las razones alzando los dedos.

– Un indio norteamericano desapareció en su condado. Tengo en mi poder un pie que coincide con ese perfil. Esa parte del cuerpo fue recuperada en una zona muy próxima a un lugar frecuentado por su desaparecido.

Ella arqueó una ceja y luego realizó su propia operación con los dedos.

– Una parte de un cuerpo que podría estar relacionada o no con un desastre aéreo. Un viejo que podría estar muerto o no. Una propiedad que podría o no estar relacionada con cualquiera de esas situaciones.

Y la corazonada de una antropóloga que podría o no ser la semilla del diablo. No lo dije.

– Al menos podemos ir a ese lugar de acampada y echar un vistazo -dije.

Ella lo pensó un momento y luego miró su reloj.

– Eso sí puedo hacerlo.

– Déme cinco minutos.

Hice un gesto hacia Boyd.

Ella asintió.

– Ven.

Alzó la cabeza y movió las cejas.

Un destello en mi mente. La ardilla muerta. Mi trabajo me vuelve especialmente sensible al hedor de la putrefacción, y sin embargo no había sido capaz de detectar un rastro. Boyd había salido disparado diez metros antes de haber llegado donde se encontraba la ardilla.

– ¿Podríamos llevar al perro? -pregunté-. No está entrenado para encontrar cadáveres, pero es muy bueno descubriendo carroña.

– Irá en el asiento de atrás.

Abrí la puerta y lo llamé con un silbido. Boyd se lanzó dentro del coche.

Habían pasado once días desde que el avión de la Trans-South Air había explotado en el aire y había caído en las montañas de Carolina del Norte. Todos los restos habían sido trasladados al depósito y lo que quedaba del avión se estaba transportando montaña abajo. La operación de recuperación de restos estaba concluyendo y el cambio era evidente.

Ahora la carretera del condado estaba abierta, aunque un ayudante del sheriff protegía la entrada a la carretera del Servicio Forestal. Los familiares de las víctimas y la prensa se habían marchado y sólo un puñado de vehículos permanecía en la zona del mirador.

Crowe apagó el motor donde acababa la carretera, aproximadamente un kilómetro más allá del límite de acceso a la zona del accidente. A la derecha se alzaba una enorme formación de granito. Crowe ajustó la radio al cinturón, cruzó el camino de grava y echó a andar colina arriba, estudiando cuidadosamente la línea de los árboles.

Até la correa al collar de Boyd y la seguimos. Mantenía al perro lo más próximo a mí que podía. Cinco minutos después, la sheriff se desvió a la izquierda y desapareció entre los árboles que cubrían el terraplén. Aflojé un poco la correa y Boyd me arrastró siguiendo el rastro de Crowe.

La tierra ascendía de forma pronunciada, se nivelaba y luego se precipitaba hacia el valle. A medida que nos alejábamos de la carretera, el bosque se volvía más frondoso y todo el paisaje parecía ser el mismo. Pero las señales dejadas por la familia Wahnetah tenían sentido para Lucy Crowe. Encontró el sendero que habían descrito y, desde allí, un estrecho camino polvoriento. No podía decir si se trataba del mismo sendero para el acarreo de madera que pasaba junto al lugar del accidente o bien otro similar.

A Crowe le llevó cuarenta minutos encontrar la cabaña de Daniel, levantada entre pinos y hayas a orillas de un pequeño arroyo. Yo probablemente hubiese pasado sin verla.

El campamento tenía el aspecto de haber sido abandonado a toda prisa. La cabaña era de madera, el suelo de tierra, el techo de chapa acanalada, se extendía en la parte delantera para cubrir un banco de madera que había junto a la puerta. Una mesa de madera y otro banco ocupaban la parte izquierda de la choza, a la derecha había un tocón. En los alrededores se veían pilas de botellas, latas, neumáticos y otros desperdicios.

– ¿Cómo cree que llegaron esos neumáticos hasta aquí? -pregunté.

Crowe se encogió de hombros.

Abrí la puerta con cuidado y asomé la cabeza. En la penumbra alcancé a divisar un catre, una silla de jardín de aluminio y una mesa plegable que servía de base a un hornillo de acampada oxidado y una colección de platos y vasos de plástico. Un equipo de pesca, un cubo, una pala y una linterna colgaban de varios clavos en la pared. En el suelo había varias latas de queroseno. Eso era todo.

– ¿Habría dejado el viejo su equipo de pesca si pensaba marcharse?

Otro encogimiento de hombros.

Al no tener un plan definido, Crowe y yo decidimos separamos. Ella buscó a lo largo de la orilla del arroyo mientras yo examinaba la zona del bosque próxima a la cabaña. Mi compañero canino olisqueaba todo y orinaba feliz entre los árboles.

Al regresar a la cabaña, até la correa a la pata de la mesa, abrí la puerta de par en par y puse una piedra a modo de tope. En el interior, el aire olía a moho, queroseno y moscatel. Los ciempiés se deslizaban por todas partes mientras examinaba los objetos y, en un momento dado, un mosquito subió por mi brazo. No encontré nada que pudiese indicar dónde había ido Daniel Wahnetah o cuándo se había marchado. O por qué.

Crowe reapareció mientras yo investigaba el contenido de la pila de desperdicios. Después de haber examinado docenas de botellas de vino, latas de galletas y latas de carne estofada Dinty Moore, abandoné la búsqueda y me reuní con la representante de la ley.

El viento hacía susurrar los árboles. Las hojas navegaban a través del suelo en una colorida regata y una esquina del techo de chapa ondulada subía y bajaba produciendo un sonido chirriante. Aunque el aire era denso y pesado, alrededor de nosotras el movimiento era constante.

Crowe sabía lo que yo estaba pensando. Sin decir nada sacó del interior de su cazadora un pequeño atlas con lomo de espiral y buscó algo pasando las páginas.

– Muéstreme dónde es -dijo, alcanzándome el pequeño ejemplar.

El mapa que había elegido era un primer plano de la zona del Condado de Swain donde nos encontrábamos en ese momento. Utilizando curvas de nivel, la carretera del condado y los senderos de acarreo de madera, localicé el lugar del accidente. Luego calculé la posición de la casa con el recinto amurallado y señalé el lugar.

– Aquí.

Crowe estudió la topografía que rodeaba mi dedo índice.

– ¿Está completamente segura de que hay una estructura allí?

Percibí un matiz de duda en su voz.

– Sí.

– Está a menos de dos kilómetros.

– ¿Andando?

Ella asintió con un movimiento ligeramente más lento de lo habitual.