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¿Cómo sabían que había desaparecido? ¿Quién quería ese pie el lunes? ¿Por qué?

¿Dónde estaba Primrose Hobbs?

La oficina del vicegobernador del Estado no solía estar incluida en el circuito de investigación del desastre. ¿Por qué mostraba Davenport tanto interés en este asunto?

¿Tendría que enfrentarme realmente a una presentación de cargos criminales? ¿Debería buscar asesoramiento legal?

Estaba completamente absorbida en estas preguntas, conducía de forma automática, veía y reaccionaba a las cosas que me rodeaban, pero no de forma consciente. No sé cuánto tiempo llevaba conduciendo cuando una estridente sirena hizo que mirara hacia atrás por el retrovisor.

Un coche patrulla estaba pegado a mi parachoques trasero con los faros destellando como un cartel de neón.

Capítulo 18

Reduje la velocidad y me desvié hacia el arcén. El coche patrulla hizo lo propio hasta detenerse detrás de mí.

El tráfico continuó incesante, gente normal de camino a lugares normales.

Estaba mirando a través del retrovisor cuando la puerta del coche patrulla se abrió y Lucy Crowe salió del vehículo. Mi primera reacción fue de alivio. Luego se puso el sombrero y lo acomodó con cuidado, dando a entender que no me paraba sólo para saludar. Me pregunté si yo también debía bajar del coche, pero decidí quedarme donde estaba.

Crowe se acercó al coche, alta y poderosa enfundada en su uniforme. Abrí la puerta.

– Buenos días -dijo, acompañando el saludo con su clásico movimiento de alzar la cabeza.

La saludé del mismo modo.

– ¿Coche nuevo?

Separó los pies y apoyó las manos en las caderas.

– Prestado. El mío se ha tomado una temporada sabática no prevista.

Lucy Crowe no me pedía el carnet de conducir ni formulaba las preguntas habituales, de modo que supuse que no se trataba de una detención de tráfico. Me pregunté si iba a arrestarme.

– Tengo algo que probablemente no le gustará oír.

La radio que llevaba en el cinturón lanzó un chirrido y Crowe ajustó un botón.

– Daniel Wahnetah apareció anoche.

Apenas pude preguntarle:

– ¿Vivo?

– Completamente. Llamó a la puerta de su hija alrededor de las siete, cenó con la familia y luego se fue a dormir a su casa. Su hija me llamó esta mañana.

Hablaba en voz alta para hacerse oír sobre el ruido del tráfico.

– ¿Dónde estuvo los últimos tres meses?

– En Virginia Occidental.

– ¿Haciendo qué?

– Su hija no me lo dijo.

Daniel Wahnetah no estaba muerto. No podía creerlo.

– ¿Algún progreso con respecto a George Adair o Jeremiah Mitchell?

– Ni una palabra.

– Ninguno encaja realmente con mi perfil. -Mi voz era tensa.

– Supongo que todo esto no la ayuda mucho.

– No.

Aunque nunca me había permitido decirlo, confiaba en que el pie perteneciera a Wahnetah. Ahora no tenía nada.

– Pero me alegro por la familia Wahnetah.

– Son buenas personas.

Observó mis dedos aferrados al volante.

– He oído las noticias.

– He tenido que desconectar el teléfono porque me estaban volviendo loca. Acabo de abandonar una reunión con Parker Davenport y había un circo mediático fuera del Sleep Inn.

– Davenport. -Apoyó un codo sobre el techo del coche -. Un blanco pobre que vive entre negros.

– ¿Qué quiere decir?

Miró hacia la carretera y luego volvió a concentrarse en mí. La luz del sol se reflejaba en sus gafas de aviador.

– ¿Sabía que Parker Davenport nació muy cerca de aquí?

– No, no lo sabía.

Se quedó en silencio un momento, perdida en recuerdos que sólo le pertenecían a ella.

– Me parece que ese hombre no le gusta.

– Digamos que nunca colgaré su poster encima de mi cama.

– Davenport me dijo que el pie ha desaparecido y me acusa de ser la responsable. -Tuve que hacer una pausa para reprimir el temblor de la voz -. También me dijo que una procesadora de datos, que me ayudó a comprobar unas medidas, también ha desaparecido.

– ¿De quién se trata?

– Una mujer negra, mayor, llamada Primrose Hobbs.

– Preguntaré por ahí.

– Usted sabe que todo esto son tonterías -dije-. Lo que no llego a comprender es por qué Davenport va a por mí.

– Parker Davenport tiene sus propias ideas sobre algunas cosas.

Un camión pasó junto a nosotras, envolviéndonos en una ola de aire caliente. Crowe se irguió.

– Iré a hablar con nuestra fiscal de distrito, veré si puedo conseguir esa orden de registro.

En ese momento recordé algo. Aunque Larke Tyrell había citado la invasión ilegal de propiedad cuando me apartó de la investigación, la cuestión de la casa con el recinto amurallado no se había mencionado en la reunión de hoy.

– Estuve buscando a sus propietarios.

– La escucho.

– La propiedad ha pertenecido desde 1949 a un grupo de inversiones llamado H amp;F. Antes de esa fecha pertenecía a Edward E. Arthur, y antes de eso a Víctor T. Livingstone.

Crowe sacudió la cabeza.

– Está hablando de una época muy anterior a la mía.

– En mi habitación tengo una lista de las personas que forman parte de H amp;F. Tengo que ir a ver cómo está el coche, pero después podría llevarla a su oficina.

– Después de ver a la fiscal de distrito debo ir al lago Fontana. Allí tenemos a un Fox Jodido Mulder que está convencido de haber encontrado a un alienígena. -Miró el reloj-. Debería estar de regreso en mi oficina a las cuatro.

Conduje todo el camino hasta High Ridge House presa de una enorme ansiedad. Para aliviar la tensión le ofrecí a Boyd que saliésemos a correr un rato. También sentí que debía compensar la frugalidad de mi desayuno. Lejos de quejarse, Boyd aceptó con entusiasmo la propuesta.

El camino todavía estaba húmedo por la lluvia que había caído el día anterior y nuestros pies producían sonidos sordos sobre la grava fangosa. Boyd jadeaba y su cola se movía como un abanico. Gorriones y grajos eran las únicas criaturas que alteraban el silencio del lugar.

La vista era otro fresco impresionista, una interminable extensión de valles y colinas pulida por el brillante sol de la mañana. Pero el viento había cambiado durante la noche y ahora era más frío. Cuando entrábamos en una zona de sombra podía sentir la proximidad del invierno y los días más cortos.

El ejercicio me tranquilizó, pero no demasiado. Cuando subía la escalera hacia Magnolia, sentí un nudo en el pecho al recordar la intrusión del lunes. Hoy la puerta de la habitación estaba cerrada y todas mis cosas intactas y ordenadas.

Me duché y me cambié de ropa. Cuando cogí el teléfono comenzó a sonar en mi mano. Contesté con los dedos rígidos. Otro periodista. Colgué y marqué el número de Peter.

Como siempre, un contestador recibió la llamada. Aunque estaba ansiosa por tener una opinión autorizada sobre mi situación legal, sabía que sería inútil intentar localizarle en sus otros números. Pete tenía móvil y teléfono en el coche, pero casi nunca recargaba la batería. Si conseguía hacerlo, olvidaba encenderlo o bien lo dejaba sobre el salpicadero o la cómoda de una habitación.

Frustrada, busqué el fax que me había dejado McMahon, lo metí en el bolso y bajé la escalera.

Me estaba preparando un bocadillo de ensalada de huevo cuando Ruby entró en la cocina con un cesto azul de plástico con ropa para lavar en las manos. Llevaba una blusa blanca, un collar de perlas falsas, pantalón de chándal, calcetines y pantuflas. El moño de la coronilla parecía haber recibido un generoso baño de laca. Su aspecto sugería una salida matinal, seguido de un cambio de opinión de cintura para abajo.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó.

– No, está bien.

Dejó el cesto con la ropa y se acercó al fregadero, las pantuflas chocaban contra los talones.

– Lamento sinceramente lo sucedido en su habitación.

– No tenía nada de valor.

– Alguien debió de entrar en la casa cuando yo estaba en el mercado. -Cogió un paño de cocina, lo olió-. A veces me pregunto dónde iremos a parar. El Señor…

– Son cosas que pasan…

– Jamás habíamos tenido un robo en esta casa. -Se volvió hacia mí con el paño enrollado entre las manos-. No la culpo por estar enfadada.