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– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. Por lo visto un montón de ancianos se ahogaron, congelaron o acabaron formando parte de la cadena alimenticia por estos alrededores. Prefiero la llanura, gracias. ¿Qué me dices de la investigación?

– Los tíos encargados de los restos químicos están encontrando algunos vestigios extraños.

– ¿Explosivos?

– No necesariamente. Mañana tendré más información para darte.

– ¿Han encontrado a Bertrand y a Petricelli?

– No.

En ese momento recibí una llamada de Lucy Crowe y me despedí de Ryan. Tenía poco que añadir a lo que ya sabíamos y no había conseguido la orden de registro.

– La fiscal del distrito no quiere parecer más lista que el magistrado sin tener pruebas más sólidas.

– ¿Qué diablos quiere esta gente? ¿A la señorita Escarlata en la biblioteca con un candelabro en la mano?

– Opina que es contradictorio.

– ¿Contradictorio?

– El perfil VFA dice que algo murió durante el verano. Mitchell desapareció en febrero. La señora fiscal está convencida de que la mancha pertenece a un animal. Dice que no se puede arrestar a un ciudadano por sazonar carne en su patio trasero.

– ¿Y el pie?

– Pertenece a una de las víctimas del accidente aéreo.

– ¿Alguna novedad sobre el asesinato de Primrose?

– Parece que Ralph Stover no es ningún paleto. El caballero posee una compañía en Ohio y es dueño de las patentes de varios microchips. En el ochenta y seis, Ralph experimentó una metamorfosis después de haber sufrido un problema cardíaco. Vendió sus posesiones por un montón de pasta y compró el Riverbank. Desde entonces es el propietario de un motel rural.

– ¿Algún antecedente policial?

– Dos infracciones por conducir sin carnet en los años setenta. Aparte de eso, el tío está limpio.

– ¿Todo esto tiene sentido para usted?

– Tal vez vio demasiadas reposiciones de Newheart y soñaba con ser el dueño de una posada en el campo.

La siguiente llamada fue de mi amigo en Oak Ridge. Laslo Sparkes me preguntó si estaría disponible a la mañana siguiente. Quedamos en encontrarnos a las nueve. Bien. Tal vez tuviese más resultados de las muestras de tierra.

La última llamada fue de mi jefe de departamento. Empezó disculpándose por su brusquedad durante nuestra conversación del martes por la noche.

– Mi hija de tres años metió al gato en la secadora después de que se cayera en el váter. Mi esposa acababa de rescatar al pobre animal y todo el mundo estaba histérico. Los niños lloraban. Mi esposa lloraba mientras intentaba que el gato respirara.

– Qué horrible. ¿Se encuentra bien?

– El pobre animal se ha recuperado, pero no creo que vea muy bien.

– Lo superará.

Hubo una pausa. Podía oír su respiración contra el auricular.

– Bien, Tempe, no hay una manera fácil de hacerlo, de modo que me limitaré a decirlo. El rector me pidió que me reuniese hoy con él. Ha recibido una queja formal de tu comportamiento durante la investigación del accidente aéreo y ha decidido suspenderte hasta que se lleve a cabo una investigación a fondo.

Permanecí en silencio. Nada de lo que estaba haciendo en Bryson City estaba bajo los auspicios de la universidad, pero seguía en nómina.

– Con tu sueldo, naturalmente. Dice que no cree una sola palabra de todo esto pero que no tiene otra alternativa.

– ¿Por qué no? -Ya conocía la respuesta.

– Teme la publicidad negativa, siente que debe proteger la universidad. El vicegobernador está dirigiendo personalmente este caso y te aseguro que ha sido como tener un grano en el culo.

– Y, como todo el mundo sabe, la universidad recibe sus fondos del gobierno. -Mi mano aferraba el teléfono con fuerza.

– Intenté todos los argumentos que se me ocurrieron, Tempe. No quiere arriesgarse.

– Gracias, Mike.

– Serás bienvenida en el departamento cuando te apetezca. Podrías presentar un pliego de descargo.

– No. Primero resolveré esto.

Celebré mi ritual habitual de todas las noches con pasta de dientes, jabón, aceite de Olay, crema de manos. Limpia e hidratada, apagué las luces, me acurruqué debajo del edredón y grité con todas mis fuerzas. Luego me abracé las rodillas contra el pecho y, por segunda vez en dos días, comencé a llorar.

Era hora de dejarlo. No soy una desertora, pero tenía que enfrentarme a la realidad. No iba a ninguna parte. No había encontrado nada que fuese lo bastante persuasivo como para conseguir una orden de registro, apenas si había descubierto nada en la casa del bosque o en los periódicos viejos. Había robado material de la biblioteca pública y casi allanado la habitación de un motel.

No merecía la pena. Podía disculparme ante el vicegobernador, renunciar al DMORT y regresar a mi vida normal.

Mi vida normal.

¿Cuál era mi vida normal? Autopsias. Exhumaciones. Víctimas de catástrofes.

Me preguntan continuamente por qué elegí una profesión tan morbosa. Por qué trabajo con cuerpos mutilados y descompuestos.

Con el tiempo y la reflexión he llegado a comprender los motivos. Quiero ser útil tanto a los vivos como a los muertos. Los muertos tienen derecho a ser identificados. A que sus historias tengan un final y a ocupar el lugar que se merecen en nuestros recuerdos. Si murieron a manos de otro ser humano, también tienen el derecho a pedir cuentas a esas manos.

Los vivos también merecen nuestro apoyo cuando la muerte de otro altera sus vidas. El padre desesperado por recibir noticias de un hijo desaparecido. La familia esperanzada por disponer de los restos encontrados en Iwo Jima o Chosin o Hué. Los campesinos desnudos en una tumba colectiva de Guatemala o Kurdistán. Las madres, los maridos, los amantes y los amigos asustados ante la identificación de los cadáveres en las Smoky Mountains. Ellos tienen derecho a la información, a las explicaciones, y también derecho a que las manos asesinas sean llevadas ante la justicia.

Es por esas víctimas y por sus familiares que extraigo de los huesos historias postumas. Los muertos seguirán muertos, cualesquiera que sean mis esfuerzos, pero tiene que haber respuestas y responsabilidades. No podemos vivir en un mundo que acepta la destrucción de la vida sin que haya explicaciones ni consecuencias.

Una violación del código ético, naturalmente, significaría el final de mi carrera en el campo forense. Si el vicegobernador del estado conseguía su propósito, yo no podría seguir ejerciendo mi profesión. Un experto bajo sospecha de falta de ética es un fracaso anunciado en un interrogatorio ante un tribunal. ¿Quién podría confiar en cualquier opinión mía?

La ira reemplazó a la autocompasión. No me expulsarían de la práctica forense por acusaciones e insinuaciones infundadas. No podía arrojar la toalla. Tenía que demostrar que estaba en lo cierto. Me lo debía a mí misma. Y más aún, se lo debía a Primrose Hobbs y a su pobre hijo.

¿Pero cómo?

¿Qué podía hacer?

Di vueltas en la cama como aquella pobre araña bajo la lluvia que destrozaba su tela. Mi mundo estaba siendo atacado por fuerzas mucho más poderosas y carecía del poder necesario para resistir.

Finalmente conseguí conciliar el sueño pero no supuso alivio ninguno.

Cuando estoy agitada mi cerebro convierte los pensamientos en collages psicodélicos. Durante toda la noche, un montón de imágenes inconexas flotaron en mi cabeza entrando y saliendo.

Me encontraba en el depósito provisional, clasificando partes del cuerpo. Ryan pasaba velozmente junto a mí. Le llamaba preguntándole qué había pasado con el pie. Pero él seguía su camino. Intentaba alcanzarle, pero mis pies se negaban a moverse. Seguía gritando, extendía los brazos pero él se alejaba cada vez más.

Boyd corría alrededor de un cementerio con una ardilla muerta colgando de su boca.

Willow Lynette Gist y Jonas Mitchell posaban para una fotografía de boda. La novia cherokee llevaba en las manos el pie que yo había rescatado de los coyotes.

El juez Henry Arlen Preston intentaba darle un libro a un hombre mayor. El anciano comenzaba a alejarse pero Preston le seguía, insistiendo en que aceptara el regalo. El anciano se volvía y Preston dejaba caer el libro al suelo. Boyd lo cogía y echaba a correr por un largo camino de grava. Cuando conseguía sujetarle y quitarle lo que llevaba en la boca, ya no se trataba de un libro sino de una lápida de piedra con el nombre de «Tucker Adams» grabado en la pulida superficie, y 1943, el año en que ambos murieron, uno de ellos un eminente ciudadano y el otro un hombre anónimo.