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– Es un fragmento de la raíz de un diente -dije.

– Eso fue lo que yo pensé, de modo que no lo traté con ninguna sustancia, sólo le quité la tierra.

– ¡Joder!

– Eso fue lo que pensé.

– ¿Lo examinaste bajo el microscopio?

– Sí.

– ¿Qué aspecto tenía la pulpa?

– Estaba a rebosar.

Laslo y yo firmamos los impresos para poder quedarme con las pruebas, volví a tapar el frasco y lo metí dentro de mi maletín.

– ¿Puedo pedirte un último favor?

– Por supuesto.

– Si mi coche ya está reparado, ¿podrías ayudarme a devolver el que estoy conduciendo y luego llevarme hasta el taller donde dejé el mío?

– No hay problema.

Cuando llamé al taller de P amp; T se había producido el milagro: la reparación estaba terminada. Laslo me siguió hasta High Ridge House, me llevó a P amp; T y luego siguió viaje a Asheville para asistir a la conferencia. Después de una breve discusión sobre bombas y manguitos con una de las letras, pagué la factura y me puse al volante.

Antes de abandonar el taller, encendí el teléfono, busqué un número en la agenda y pulsé «marcar».

– Laboratorio Criminal del Departamento de Policía de Charlotte-Mecklenburg.

– Con Ron Gillman, por favor.

– ¿Quién le llama, por favor?

– Tempe Brennan.

Ron se puso al teléfono pocos segundos después.

– La tristemente célebre doctora Brennan.

– Te has enterado.

– Oh, sí. ¿Te tomaremos las huellas y formularemos los cargos contra ti aquí?

– Muy divertido.

– Supongo que no lo es. Ni siquiera preguntaré si hay algo de cierto. ¿Estás consiguiendo que se aclaren las cosas?

– Lo estoy intentando. Tal vez necesite un favor.

– Dime.

– Tengo un fragmento de diente y necesito un perfil de ADN. Luego quiero que compares ese perfil con otro que tú realizaste de la muestra de un hueso procedente del accidente del avión de TransSouth Air. ¿Puedes hacerlo?

– No veo por qué no.

– ¿Cuándo?

– ¿Es urgente?

– Mucho.

– Le daré prioridad. ¿Cuándo puedes entregarme la nueva muestra?

Miré el reloj.

– A las dos.

– Llamaré ahora al departamento de ADN para agilizar el trámite. Te veré a las dos.

Puse el coche en marcha y me incorporé al tráfico. Antes de abandonar Bryson City tenía que hacer un par de cosas más.

Capítulo 23

Esta vez la bruja de la biblioteca estaba sola.

– Sólo necesito comprobar algunos detalles en el microfilm -dije con la mejor de mis sonrisas.

Su rostro compuso un ménage á trois de emociones. Sorprendida. Recelosa. Inflexible.

– Me resultaría realmente muy útil si pudiese llevarme varias bobinas a la vez. Fue usted tan amable ayer.

Su expresión se suavizó ligeramente. Suspirando sonoramente, fue hasta el armario, cogió seis cajas y las colocó sobre el mostrador.

– Muchísimas gracias -susurré.

Cuando me alejaba hacia la habitación donde estaba el proyector oí el crujido de un taburete y supe que la bruja estaba estirando el cuello en mi dirección.

– ¡Los portátiles están terminantemente prohibidos en la biblioteca! -siseó a mis espaldas.

A diferencia de mi visita anterior, examiné rápidamente el material microfilmado, tomando notas sobre temas concretos.

En menos de una hora tenía todo lo que necesitaba.

Tommy Albright no estaba en su despacho, pero una cansina voz femenina me prometió que le daría el mensaje. El patólogo me llamó antes de que hubiese llegado a los suburbios de Bryson City.

– En 1959 un cherokee llamado Charlie Wayne Tramper murió como consecuencia del ataque de un oso. ¿Crees que se conservará un archivo tan viejo?

– Tal vez sí, tal vez no. Eso ocurrió antes de que centralizáramos los servicios. ¿Qué es lo que necesitas saber?

– ¿Recuerdas el caso? -No podía creerlo.

– Diablos, sí. Fui yo quien tuvo que examinar lo que quedaba de ese pobre tipo.

– ¿Y qué era lo que quedaba?

– Pensaba que ya lo había visto todo, pero Tramper fue el peor. Esos cabrones le arrancaron las entrañas. Y se llevaron la cabeza.

– ¿No pudiste recuperar el cráneo?

– No.

– ¿Cómo lo identificaste?

– Su esposa reconoció el rifle y la ropa.

Encontré al reverendo Luke Bowman recogiendo ramas caídas en el césped que quedaba a la sombra. Llevaba una cazadora de algodón negra, por lo demás iba vestido exactamente como en nuestros encuentros anteriores.

Bowman me observó cuando aparcaba junto a su camioneta, dejó las ramas en una pila que había formado junto al camino y se acercó a mi coche. Hablamos a través de la ventanilla abierta.

– Buenos días, señorita Temperance.

– Buenos días. Hermosa mañana para trabajar al aire libre.

– Sí, señora, ya lo creo que lo es.

De su cazadora colgaban trozos de corteza y hojas secas.

– ¿Puedo preguntarle algo reverendo Bowman?

– Por supuesto.

– ¿Qué edad tenía Edna Farrell cuando murió?

– Creo que la hermana Edna estaba a punto de cumplir los ochenta.

– ¿Recuerda a un hombre llamado Tucker Adams?

Sus ojos se entrecerraron y pasó la punta de la lengua por el labio superior.

– Adams era mayor, murió en 1943 -añadí.

La lengua desapareció dentro de la boca y me señaló con uno de sus dedos deformes.

– Claro que me acuerdo de él. Yo tenía unos diez años cuando ese viejo desapareció de su granja. Ayudé a buscarle. El hermano Adams era ciego y medio sordo, de modo que todo el mundo salió en su busca.

– ¿Cómo murió Adams?

– Todo el mundo supuso que murió en el bosque. Jamás le encontramos.

– Pero en el cementerio de Schoolhouse Hill hay una tumba con su nombre.

– Allí no hay nadie enterrado. La hermana Adams hizo colocar la lápida unos años después de que su esposo desapareciera.

– Gracias. Su información me ha asido de mucha utilidad.

– Veo que los muchachos consiguieron reparar su coche.

– Sí.

– Espero que no le hayan cobrado mucho.

– No, señor. Me pareció un precio justo.

Llegué al aparcamiento del departamento del sheriff justo detrás de Lucy Crowe. Ella aparcó su coche patrulla y luego esperó con las manos apoyadas en las caderas a que yo apagara el motor y cogiera mi maletín. La expresión de su rostro era sombría.

– ¿Una mañana dura?

– Unos cabrones robaron un carrito de golf del club de campo y lo dejaron a un par de kilómetros de Conleys Creek Road. Dos crios de siete años encontraron el chisme y chocaron contra un árbol. Uno de ellos se rompió una clavícula y el otro tiene una fuerte contusión.

– ¿Adolescentes?

– Probablemente.

Hablamos mientras nos dirigíamos a su oficina.

– ¿Alguna novedad en el asesinato de Hobbs?

– Uno de mis ayudantes estaba de servicio el domingo por la mañana. Recuerda haber visto a Hobbs entrando en el depósito aproximadamente a las ocho, la recuerda a usted. El ordenador muestra que ella apuntó la salida del pie a las nueve y cuarto y su devolución a las dos.

– ¿Lo conservó con ella todo ese tiempo después de haber hablado conmigo?

– Eso parece.

Subimos la escalera, un zumbido nos indicó que nos franqueaban el paso desde el interior del edificio y atravesamos una puerta con barrotes. Seguí a Crowe por un corredor y pasamos por una sala de trabajo antes de llegar a su oficina.

– Hobbs firmó su salida del depósito a las tres y diez. Un tío del Departamento de Policía de Bryson City hacía el turno de tarde. No recuerda haber visto que abandonaba el depósito.

– ¿Qué me dice de la cámara de vigilancia?

– Esto es lo mejor.

Crowe desprendió la radio del cinturón, la dejó en un armario y se dejó caer en su sillón. Yo me senté en uno de los dos que ocupaban el otro lado del escritorio.

– El chisme dejó de funcionar aproximadamente a las dos de la tarde del domingo y permaneció así hasta las once de la mañana del lunes.

– ¿Vio alguien a Primrose después de que abandonara el depósito?