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Aquella noche invité a Ryan a cenar al Selwyn Pub. Parecía reservado y preocupado. No lo atosigué.

El domingo por la tarde, Birdie fue a casa de Pete, y Ryan y yo volamos a Montreal. Lo que quedaba de Jean Bertrand viajaba debajo de nosotros en un ataúd de metal brillante.

En el aeropuerto Dorval nos recibió un encargado de la funeraria, dos ayudantes y cuatro oficiales uniformados de la Süreté de Quebec. Juntos escoltamos el cuerpo hasta la ciudad.

Octubre puede ser un mes espléndido en Montreal, con las agujas de las iglesias y los rascacielos perforando un cielo azul, con las montañas brillando intensamente en el fondo. O puede ser gris y desapacible, con lluvia, aguanieve e incluso nieve.

Ese domingo la temperatura flirteaba con el frío y las nubes, pesadas y oscuras, pendían sobre la ciudad. Los árboles tenían un aspecto negro y desolado, los prados y los paseos estaban cubiertos de una capa blanca. Los arbustos envueltos en arpillera montaban guardia fuera de casas y tiendas, eran momias florales protegiéndose del frío.

Pasaban de las siete cuando dejamos el ataúd con los restos de Bertrand en una funeraria en St. Lambert. Ryan y yo tomamos caminos separados, él hacia su casa en Habitat, yo a mi pequeño apartamento en Centreville.

Al llegar a casa lancé la maleta sobre la cama, encendí la calefacción, escuché los mensajes en el contestador y fui a la nevera. El contestador estaba lleno, titilando con una luz azul como si fuera época de rebajas en los almacenes Kmart. La nevera estaba vacía, paredes blancas impolutas y estantes de vidrio manchados.

LaManche. Isabelle. Cuatro vendedores. Un graduado de McGill. LaManche.

Busqué una cazadora forrada y un par de guantes de lana en el armario del vestíbulo y fui a Le Faubourg en busca de provisiones.

Para cuando hube regresado, el apartamento estaba caliente. No obstante, encendí un fuego en la chimenea, necesitaba más la sensación de bienestar que su calor. Me sentía tan deprimida como lo había estado en Carol Hall, acechada por el espectro de la misteriosa Danielle de Ryan, triste por la perspectiva de los funerales de Bertrand.

Mientras freía escalopes con judías verdes, el aguanieve comenzó a acumularse contra los cristales de las ventanas. Comí junto a la chimenea encendida, pensando en el hombre que había venido a enterrar.

El detective y yo habíamos trabajado juntos durante varios años, cuando las víctimas de asesinatos hacían que nuestros caminos se cruzaran, y había llegado a entender algunas cosas de él. Incapaz de cualquier tipo de ambigüedad, Bertrand veía el mundo en blanco y negro, con los policías a un lado y los criminales al otro lado. Había tenido fe en el sistema, sin dudar jamás de que acabaría por separar a los buenos de los malos.

Bertrand me había visitado aquí, en mi apartamento, la primavera anterior, destrozado por una incomprensible ruptura con Ryan. Lo recordaba sentado en el sofá aquella noche, presa de la ira y la incredulidad, sin saber qué hacer o decir, los mismos sentimientos que ahora abrumaban a Andrew Ryan.

Después de cenar cargué el lavavajillas, avivé el fuego y llevé el teléfono al sofá. Cambié mentalmente al francés, y marqué el número de la casa de LaManche.

Mi jefe dijo que se alegraba de que hubiese regresado a Montreal, aunque las circunstancias eran muy tristes. En el laboratorio había dos casos de antropología.

– La semana pasada encontraron una mujer desnuda y descompuesta, envuelta en una manta en Pare Nicholas-Veil.

– ¿Dónde queda eso?

– En el extremo norte de la ciudad.

– ¿CUM?

La Police de la Communauté Urbaine de Montreal tiene jurisdicción sobre todo lo que sucede en la isla de Montreal.

– Oui. Sargento-detective Luc Claudel.

Claudel. El respetado detective bulldog que trabajaba de mala gana conmigo, seguía convencido de que las antropólogas forenses no eran de mucha ayuda para hacer cumplir la ley. Justo lo que necesitaba.

– ¿Han identificado a la mujer?

– Hay una presunta identificación y han arrestado un hombre. El sospechoso afirma que la mujer se cayó, pero monsieur Claudel no está convencido. Me gustaría que usted se encargase de examinar el trauma craneal.

El francés de LaManche, siempre tan correcto.

– Lo haré mañana.

El segundo caso era menos urgente. Una pequeña avioneta se había estrellado hacía dos años en las proximidades de Chicoutimi, el copiloto nunca fue encontrado. Recientemente había aparecido un segmento de diáfisis en esa zona. ¿Podía determinar si ese hueso era humano? Le aseguré que podía hacerlo.

LaManche me lo agradeció, me preguntó por las tareas de recuperación de cuerpos en el accidente de la TransSouth Air y expresó su pesar por la trágica muerte de Bertrand. No hizo ninguna pregunta sobre mis problemas con las autoridades. Seguramente las noticias habían llegado hasta él, pero era un hombre demasiado discreto como para sacar un tema delicado.

Ignoré los mensajes de los vendedores.

El graduado de McGill hacía tiempo que había conseguido la referencia que necesitaba.

Mi amiga Isabelle había organizado una de sus famosas veladas el sábado anterior. Me disculpé por haber pasado por alto su llamada y su fiesta. Me aseguró que pronto organizaría otra.

Acababa de colgar cuando comenzó a sonar el móvil. Atravesé la habitación a la carrera y logré desenterrarlo, jurándome por enésima vez que buscaría un lugar mejor que mi bolso. Me llevó un momento identificar la voz.

– ¿Anne?

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

– Concluyendo un tratado de paz mundial. Acabo de hablar con Koffi Anan.

– ¿Dónde estás?

– En Montreal.

– ¿Por qué demonios has vuelto a Canadá?

Le conté lo sucedido a Bertrand.

– ¿Es por eso que se te oye tan apagada?

– En parte. ¿Estás en Charlotte? ¿Cómo te fue en Londres?

– ¿Qué significa eso? ¿En parte?

– No quieres saberlo.

– Por supuesto que sí. ¿Qué ha pasado?

Me desahogué. Mi amiga escuchó. Veinte minutos más tarde me tomé un respiro, no lloraba pero estaba a punto de hacerlo.

– ¿O sea que la cuestión de la propiedad de Arthur y el pie sin identificar no tiene nada que ver con la cuestión de la denuncia relacionada con el accidente?

– Algo así. No creo que ese pie pertenezca a ninguna de las personas que viajaban en el avión. Tengo que probarlo.

– ¿Piensas que pertenece a ese tal Mitchell que desapareció en febrero?

– Sí.

– ¿Y el NTSB aún no sabe cuál fue la causa del accidente?

– No.

– Y todo lo que sabes sobre esa propiedad es que un tío llamado Livingstone se la dio como regalo de bodas a un tío llamado Arthur, quien a su vez se la vendió a un tío llamado Dashwood.

– Así es.

– Pero la escritura esta a nombre de un grupo de inversiones, no de Dashwood.

– H amp;F. En Delaware.

– Y algunos de los nombres de los integrantes de ese grupo de inversiones coinciden con los nombres de personas que murieron justo antes de la desaparición de algunos viejos locales.

– Eres buena.

– Tomo notas.

– Suena ridículo.

– Sí. ¿Y no tienes idea de por qué Davenport la tiene tomada contigo?

– No.

Nos quedamos en silencio.

– Oímos hablar de un lord en Inglaterra llamado Dashwood. Creo que era amigo de Benjamin Franklin.

– Eso debería resolver el enigma. ¿Cómo te fue en Londres?

– Genial. Pero demasiado tour OJC.

– ¿Tour OJC?

– Otra Jodida Catedral. A Ted le encanta la historia. Incluso me arrastró a visitar unas cuevas. ¿Cuándo regresarás a Charlotte?

– El jueves.

– ¿Adonde iremos para el Día de Acción de Gracias?

Anne y yo nos habíamos conocido cuando éramos jóvenes y estábamos embarazadas, yo de Katy y ella de su hijo, Brad. Aquel primer verano hicimos el equipaje y nos largamos con nuestros bebés al mar durante una semana. Desde entonces, todos los veranos y todos los días de Acción de Gracias habíamos ido a la playa.

– A los chicos les gusta Myrtle. Yo prefiero Holden.

– A mí me gustaría visitar las islas Pawley. Almorcemos juntas. Lo discutiremos y te contaré mi viaje. Tempe, las cosas volverán a su cauce. Ya lo verás.