Me dormí escuchando el sonido del aguanieve, pensando en arena y palmeras, y preguntándome si tenía alguna posibilidad de volver a tener una vida normal.
El Laboratoire de Sciences Judiciaires et de Medicine Légale es el principal laboratorio criminal y médico legal para la provincia de Quebec. Está situado en los dos últimos pisos del Edifice Wilfrid-Derome, conocido por la gente de Montreal como la Süreté du Quebec, o edifico SQ.
A las nueve y media de la mañana del lunes me encontraba en el laboratorio de antropología-odontología, había asistido ya a la reunión de personal y había recogido el impreso de solicitud de Demande d'Expertise en Anthropologie como patóloga asignada a ese caso. Después de determinar que el fragmento óseo del copiloto realmente pertenecía a la pata de un ciervo, redacté un breve informe y regresé al caso de Claudel.
Dispuse los huesos sobre mi mesa de trabajo siguiendo un orden anatómico, realicé un inventario esquelético, luego comprobé los indicadores de edad, sexo, raza y altura para ver si coincidían con la presunta identificación de la mujer. Esto podría ser importante, ya que la víctima carecía de dentadura y no existían informes dentales.
Hice una pausa a la una y media y di buena cuenta del pan con queso cremoso, plátano y galletas mientras contemplaba desde la ventana de mi oficina cómo navegaban los veleros debajo de los coches que cruzaban el puente Jacques Cartier. A las dos estaba concentrada de nuevo en los huesos y, hacia las cuatro y media, había terminado mi análisis. La víctima podría haberse destrozado la mandíbula, la órbita y el pómulo, y haberse aplastado la cabeza como consecuencia de una increíble caída. Desde un globo aerostático o desde un rascacielos, por ejemplo.
Llamé a Claudel y le di mi opinión: era un homicidio. Cerré la oficina con llave y me fui a casa.
Pasé otra noche sola, cociné un muslo de pollo, miré una reposición de Doctor en Alaska y leí algunos capítulos de una novela de James Lee Burke. Era como si Ryan se hubiese evaporado del planeta. A las once estaba dormida.
El día siguiente lo pasé analizando a la mujer apaleada: fotografiando mis hallazgos sobre el perfil biológico y fotografiando, dibujando, describiendo y explicando los modelos de heridas en el cráneo y la cara. A última hora de la tarde había completado el informe y lo dejé en la secretaría. Me estaba quitando la bata del laboratorio cuando Ryan apareció en la puerta de mi oficina.
– ¿Necesitas que te lleven al funeral?
– ¿Cómo lo llevas? -pregunté, cogiendo mi bolso del último cajón del escritorio.
– No entra mucho el sol en el despacho.
– No -dije, mirándole a los ojos.
– Estoy completamente atascado con el caso Petricelli.
– Ya. -Mis ojos no se apartaban de los suyos.
– Parece que ahora Metraux no está tan seguro de haber visto a Pepper.
– ¿Por lo de Bertrand? Se encogió de hombros.
– Esos cabrones serían capaces de vender a su madre para salir de aquí.
– Peligroso.
– Como beber del grifo en Tijuana. ¿Quieres que te lleve?
– Si no es mucha molestia.
– Te recogeré a las ocho y cuarto.
Puesto que el sargento detective Jean Bertrand había muerto en el cumplimiento de su deber fue enterrado con todos los honores del estado. La Direction des Communications de la Süreté du Quebec había informado a todos los cuerpos policiales de Norteamérica, utilizando el sistema CPIC en Canadá y el sistema NCIC en los Estados Unidos. Una guardia de honor flanqueaba el ataúd en la funeraria. Desde allí, los restos de Bertrand fueron escoltados hasta la iglesia y luego al cementerio.
Aunque esperaba una gran concurrencia me asombró la enorme cantidad de personas que acudió a los funerales. Además de la familia y los amigos de Bertrand, sus compañeros de la SQ, miembros del CUM y muchos del laboratorio médico legal, parecía que cada departamento de policía de Canadá, y muchos de Estados Unidos, habían enviado representantes. Medios de comunicación franceses e ingleses enviaron periodistas y equipos de televisión.
Hacia el mediodía, los restos de Bertrand yacían en la tierra del cementerio de Notre-Dame-des-Neiges y Ryan y yo bajábamos en coche por el sinuoso camino que llevaba desde la montaña hasta Centreville.
– ¿Cuándo sale tu avión? -preguntó, giró en Cóte-des-Neiges y continuó por St. Mathieu.
– Mañana a las once y cuarto.
– Te recogeré a las diez y media.
– Si aspiras a conseguir el puesto de chófer el sueldo es miserable.
El chiste murió antes de que yo acabara de decirlo.
– Voy en el mismo vuelo.
– ¿Por qué?
– Anoche la policía de Charlotte detuvo a un delincuente de Atlanta llamado Pecan Billie Holmes.
Sacó del bolsillo un paquete de Du Maurier, golpeó ligera mente un cigarrillo contra el volante y luego se lo llevó a los labios. Después de encenderlo con una mano, inhaló profundamente y expulsó el aire por la nariz. Bajé el cristal de mi ventanilla.
– Parece que este Pecan tenía muchas cosas que decir acerca de cierto soplo telefónico al FBI.
Capítulo 25
Los días siguientes fueron como estar en la montaña rusa de un parque de Six Flags [16]. Después de varias semanas de ascensión lenta, de pronto todo se precipitó. Pero el viaje no tuvo nada de divertido.
Ryan y yo aterrizamos en Charlotte a última hora de la tarde. En nuestra ausencia, el otoño se había apoderado del paisaje y una fuerte brisa agitaba nuestras cazadoras mientras nos dirigíamos hacia el aparcamiento.
Fuimos directamente a la oficina del FBI en la Segunda con Tryon, en el centro de la ciudad. McMahon acababa de regresar de la cárcel, donde había interrogado a Pecan Billie Holmes.
– Anoche, cuando lo metieron entre rejas, Holmes iba de coca hasta las orejas, gritaba y chillaba y ofrecía contarlo todo desde que su equipo de béisbol vendió un partido en cuarto curso.
– ¿Quién es ese tío? -preguntó Ryan.
– Un perdedor de treinta y ocho años, es su tercera detención. Frecuenta a los motoristas de Atlanta.
– ¿Los Ángeles del Infierno?
McMahon asintió.
– No es un miembro activo, tiene la inteligencia de un besugo. El club lo tolera mientras le resulte útil.
– ¿Qué hacía Holmes en Charlotte?
– Quizá había venido a un almuerzo de negocios -dijo McMahon con sorna.
– ¿Sabe realmente Holmes quién dio el soplo de la bomba en el avión? -pregunté.
– A las cuatro de la mañana tuvo un momento de lucidez. Por eso nos telefoneó el oficial que le había arrestado. Cuando llegué a la cárcel, una noche de sueño había apagado el entusiasmo de Holmes por cooperar.
McMahon levantó una jarra de su escritorio, la hizo girar y examinó su contenido como lo haría con una muestra de orina.
– Afortunadamente, en el momento de su arresto esa basura estaba en libertad condicional por vender drogas por todo Atlanta. Pudimos persuadirle de que una confesión completa era lo mejor para sus intereses.
– ¿Y?
– Holmes jura que estaba presente cuando se ideó el plan.
– ¿Dónde?
– En el Claremont Lounge, en el centro de Atlanta. Eso está a unas seis manzanas de la cabina desde donde se hizo la llamada.
McMahon volvió a dejar la jarra sobre el escritorio.
– Holmes dice que estaba bebiendo y esnifando coca con un par de Ángeles llamados Harvey Poteet y Neal Tannahill. Los muchachos hablaban de Pepper Petricelli y el accidente aéreo cuando Poteet decidió que no sería mala idea engañar al FBI dándole una pista falsa.
– ¿Por qué?
– Si Petricelli estaba vivo, el miedo le mantendría la boca cerrada. Si se había estrellado con el avión, la noticia correría. Habla y los colegas te borrarán del planeta. Un plan perfecto.
– ¿Por qué esos mamones iban a hablar de negocios delante de un extraño?
– Poteet y Tannahill estaban esnifando coca en el coche de Holmes. Nuestro héroe estaba fuera de juego en el asiento trasero. O eso creían.