Cuando regresé a la mesa, Anne había pedido otra copa de Chardonnay y sobre el mantel había aparecido una pila de fotografías. Pasé los siguientes veinte minutos admirando instantáneas de Westminster, del Palacio de Buckingham, de la Torre y del Puente de Londres y de todos los museos de la ciudad.
Eran casi las once cuando llegué a Carol Hall. Mientras giraba alrededor del Anexo, los faros iluminaron un gran sobre marrón apoyado en el porche. Aparqué en la parte trasera, apagué el motor y abrí apenas una ventanilla.
Sólo se oían grillos y el ruido del tráfico en Queens Road.
Corrí hasta la puerta trasera y entré en mi apartamento. Me quedé inmóvil y volví a escuchar atentamente, deseando que Boyd estuviera conmigo.
Los únicos sonidos que rompían el silencio eran el zumbido de la nevera y el martilleo del reloj de la abuela en la repisa de la chimenea.
Estaba a punto de llamar a Birdie cuando apareció en la puerta, estirando una pata delantera y luego la otra.
– ¿Há estado alguien aquí, Birdie?
Se sentó y me miró con sus grandes ojos redondos y amarillos. Luego se lamió una pata, la restregó contra la oreja derecha y repitió la maniobra.
– Es evidente que no estás preocupado por los intrusos.
Pasé a la sala de estar, escuché detrás la puerta, luego retrocedí y corrí el pasador. Birdie me observaba desde el vestíbulo. No había señales de ninguna persona. Cogí el sobre y cerré la puerta con llave detrás de mí.
Birdie seguía observándome atentamente.
En el sobre alguien había escrito mi nombre con un trazo agitado y femenino. No había remitente.
– Es para mí, Birdie.
No hubo respuesta.
– ¿Pudiste ver a la persona que lo dejó en la puerta?
Sacudí el sobre.
– Probablemente el equipo de artificieros no haría esto.
Rasgué una esquina y eché un vistazo al interior. Un libro.
Abrí el sobre y saqué un gran diario encuadernado en piel. En la portada habían pegado una nota, escrita en un delicado papel color melocotón por la misma mano que había dibujado mi nombre en el exterior del sobre.
Mis ojos volaron hacia la firma. «Marion Louise Willoughby Veckhoff.»
Capítulo 26
Doctora Brennan,
Soy una mujer mayor e inútil. Nunca tuve un empleo y tampoco desempeñé ninguna función pública. No he escrito ningún libro ni he diseñado ningún jardín. No tengo talento para la poesía, la pintura o la música. Pero durante todos los años de mi matrimonio fui una esposa fiel y obediente. Amaba a mi esposo y le apoyé de manera incondicional. Era el papel que mi educación me había reservado.
Martin Patrick Verckhofffue un buen administrador, un padre amante y un honesto hombre de negocios. Pero, cuando me siento, en la soledad de otra noche de insomnio, las preguntas me invaden. ¿Había otro aspecto en el hombre con el que viví casi sesenta años? ¿Había cosas que no estaban bien?
Le envío un diario que mi esposo guardaba bajo llave. Las esposas tienen una forma especial de hacer las cosas, doctora Brennan, las esposas que están solas y con tiempo libre. Encontré el diario hace varios años, volvía a él una y otra vez, escuchaba, seguía las noticias. Permanecí callada.
El hombre que murió cuando iba al funeral de Pat era Roger Lee Fairley. La nota necrológica incluye la fecha. Lea el diario. Lea los recortes de los periódicos.
No estoy segura de qué significa todo eso, pero su visita me asustó. Estos últimos días he estado mirando dentro de mi alma. Es suficiente. Ya no puedo soportar una noche más sola con el miedo.
Soy vieja, pronto moriré. Pero le pido sólo una cosa. Si mis sospechas resultan ser correctas, no deshonre a nuestra hija.
Le pido disculpas por mi comportamiento el viernes pasado.
Con pesar,
Marion Louise Willoughby Veckhoff
Ardía de curiosidad, comprobé el sistema de seguridad, me preparé una taza de té y llevé todo el material a mi estudio. Después de buscar un bolígrafo y un cuaderno de notas, abrí el diario, saqué un sobre que encontré entre las páginas y vertí el contenido sobre el escritorio.
Numerosos recortes de periódicos se esparcieron sobre la mesa, alguno sin identificación, otros pertenecientes al Charlotte Observer, el Raleigh News amp; Observer, el Winston-Salem Journal, el Asheville Citizen-Jlmes, conocido también como «la Voz de las Montañas», y el Charleston Post and Courier. La mayoría eran notas necrológicas. Unas pocas eran noticia de primera página. Cada una de ellas informaba de la muerte de un hombre eminente.
El poeta Kendall Rollins sucumbió a la leucemia el 12 de mayo de 1986. Entre los que habían sobrevivido a Rollins se encontraba su hijo, Paul Hardin Rollins.
El pelo de la nuca se me erizó. P. H. Rollins estaba en la lista de los integrantes de H amp;F. Apunté su nombre.
Roger Lee Fairley murió cuando su avioneta cayó en Alabama ocho meses antes. Muy bien, eso era lo que la señora Veckhoff había dicho. Apunté el nombre y la fecha. 13 de febrero.
La noticia más antigua describía el accidente de la autopista que había provocado la muerte de Anthony Alien Birkby. Los otros nombres no significaban nada. Los añadí a mi lista, junto con las fechas de sus fallecimientos, aparté los recortes y me concentré en el diario.
La primera entrada correspondía al 17 de junio de 1935, la última a noviembre del 2000. Al pasar las páginas pude comprobar que la caligrafía cambiaba varias veces, eso quería decir que había varios autores. Los últimos treinta años estaban relatados en una letra tensa y apretada, casi demasiado pequeña para que resultara legible.
Martin Patrick Veckhoff lo anotaba todo cuidadosamente en su diario, pensé, regresando a la primera página. Durante las dos horas siguientes avancé lentamente a través de una caligrafía desteñida por el tiempo, mirando de vez en cuando el reloj, distraída al pensar en Lucy Crowe.
En el diario no había un solo nombre. A lo largo de las páginas se utilizaban apodos o códigos. Omega. Ilos. Khaffre. Chac. Inti.
Reconocía a un faraón egipcio aquí, una letra griega allá. Algunos apodos me sonaban vagamente familiares, otros no.
Había informes financieros: dinero que entraba, dinero que salía. Reparaciones. Compras. Premios. Faltas. Había descripciones de diferentes acontecimientos. Una cena. Una reunión de negocios. Una velada literaria.
A comienzos de los años cuarenta comenzaba a aparecer otro tipo de entrada. Listas de nombres en clave seguidas de grupos de símbolos extraños. Examiné varios de ellos. Los mismos personajes aparecían año tras año, luego desaparecían y nunca se los volvía a ver. Cuando uno de ellos salía, aparecía uno nuevo.
Los conté. En esas listas nunca había más de dieciocho nombres.
Cuando finalmente me recliné en el sillón el té se había enfriado y sentía el cuello como si hubiese estado colgado de una cuerda secándose al viento. Birdie dormía en el otro sillón.
– Muy bien. Ahora lo haremos al revés.
El gato se estiró en el sillón pero no abrió los ojos.
Utilizando las fechas que había sacado de los recortes de la señora Veckhoff avancé rápidamente a través de las páginas del diario. Cuatro días antes del accidente de circulación de Birkby habían apuntado una lista de nombres en clave. Sinué aparecía por primera vez, pero faltaba Omega. Examiné las listas siguientes. Omega no volvía a ser mencionado en ninguna de ellas.
¿Acaso Anthony Birkby había sido Omega?
Tomé esta hipótesis como referencia y pasé directamente a 1986.
Otra lista de nombres cifrados aparecía pocos días después de la muerte de Kendall Rollins. Maní había reemplazado a Piankhy.
Con el pulso acelerado continué examinando el diario a partir de las fechas de los recortes de periódico.
John Morgan murió en 1972. Tres días más tarde, una lista. Aparecía Arrigatore. Itzmana se desvanecía.
William Glenn Sherman murió en 1979. Cinco días más tarde Veckhoff hizo otra lista. Ometeotl hacía su aparición en escena. Rho era historia.
Cada nota necrológica recortada por la señora Veckhoff era seguida, pocos días más tarde, por una lista de nombres en clave. En cada caso, desaparecía uno de los personajes asiduos y un recién llegado se unía a la lista. Haciendo coincidir los recortes con las entradas del diario establecí una relación entre los nombres en clave y los nombres verdaderos de todos los muertos desde 1959.