Insertó la punta entre dos postigos y aplicó todo el peso de su cuerpo. Una exhibición más poderosa que mi intento de allanamiento.
Crowe repitió el movimiento, añadió un gemido a lo Monica Seles. Uno de los paneles cedió ligeramente. Deslizando la barra metálica dentro de la abertura, la sheriff volvió a hacer presión con toda su fuerza y el postigo acabó por abrirse, golpeando con violencia contra la pared.
Crowe bajó la palanca, se afirmó en el suelo y rompió la ventana de una patada. El cristal saltó en pedazos y centelleó bajo el sol mientras cubría el porche de diminutos fragmentos. Crowe volvió a golpear la ventana una y otra vez, agrandando la abertura. Boyd la estimulaba con insistentes ladridos.
Crowe se apartó de la ventana y escuchó. Al no oír ningún movimiento en el interior de la casa, asomó la cabeza y volvió a llamar. Luego desenfundó el arma y desapareció en la oscuridad. Su ayudante la siguió.
Siglos más tarde la puerta del frente se abrió y Crowe salió al porche. Me hizo un gesto para que me acercara.
Le coloqué la correa a Boyd con movimientos torpes y la aseguré alrededor de la muñeca. Luego saqué una pequeña linterna de mi mochila. La sangre golpeaba con fuerza debajo de mi garganta.
– ¡Tranquilo!
Apunté un dedo hacia su morro húmedo.
Boyd prácticamente me arrastró fuera del jeep y hacia el porche.
– El lugar está vacío.
Intenté descifrar la expresión de Crowe, pero estaba impasible. No había sorpresa, disgusto o intranquilidad. Era imposible adivinar su reacción o emoción.
– Será mejor dejar al perro aquí.
Até a Boyd a la barandilla del porche. Encendí la linterna y la seguí al interior de la casa.
El aire no apestaba a humedad como yo esparaba. Olía a humo y moho y a algo dulce.
Mi lóbulo olfativo examinó su base de datos. Iglesia.
¿Iglesia?
El lóbulo separó la información en sus componentes. Flores. Incienso.
La puerta de enfrente se abría directamente a un salón que ocupaba todo el ancho de la casa. Desplacé lentamente el haz de luz de derecha a izquierda. Había sofás, sillones y algunas mesas, reunidos en grupos y cubiertos con sábanas. Dos de las paredes estaban cubiertas con estanterías del suelo hasta el techo.
Una chimenea de piedra ocupaba la pared norte de la habitación y un espejo decoraba la pared opuesta. En el cristal empañado alcancé a ver la luz de mi linterna que se deslizaba entre las formas amortajadas, nuestras dos imágenes se movían lentamente con ella.
Avanzamos con cautela, tomamos la casa habitación por habitación. Las motas de polvo danzaban en el pálido haz amarillo y alguna polilla lo cruzaba ocasionalmente como un animal sorprendido por los faros de un coche en una carretera. Detrás de nosotros, el ayudante mantenía alzada la escopeta. Crowe llevaba la pistola aferrada con ambas manos y pegada a la mejilla.
El salón daba a un estrecho corredor. Una escalera a la derecha, un comedor a la izquierda, la cocina justo delante de nosotros.
En el comedor sólo había una mesa rectangular muy lustrada y sillas a juego. Las conté. Ocho a cada lado y una en cada extremo de la mesa. Dieciocho.
La cocina estaba al fondo con la puerta abierta.
Fregadero de porcelana. Bomba de agua. Cocina y nevera que habían vivido más cumpleaños que yo. Señalé los aparatos eléctricos.
– Debe haber un generador.
– Probablemente abajo.
Oí voces en el piso de abajo y supe que los ayudantes estaban en el sótano.
En el piso superior un pasillo recorría el centro de la casa. Cuatro habitaciones pequeñas partían de la arteria principal, cada una con dos literas de fabricación casera. Una pequeña escalera de caracol comunicaba el extremo del pasillo con un desván en el tercer piso. Debajo de los aleros había otros dos catres.
– ¡Caramba! -dijo Crowe-. Esto parece los dibujos animados de Spin y Marty cuando están en el rancho Triple R.
A mí me recordaba a la secta de la Puerta del Cielo en San Diego. Pero me mordí la lengua.
Ya estábamos regresando cuando George o Bobby apareció en la escalera principal en el extremo más alejado del pasillo. El hombre estaba agitado y transpiraba profusamente.
– Sheriff, tiene que ver lo que hay en el sótano.
– ¿De qué se trata, Bobby?
Una gota de sudor se desprendió de la frente y bajó por la cara. La enjugó con un gesto nervioso.
– Que me cuelguen si lo sé.
Capítulo 27
Una escalera de madera conducía directamente desde la cocina hasta el sótano. La sheriff le ordenó al ayudante Anónimo que permaneciera arriba mientras el resto de nosotros bajaba a echar un vistazo.
Bobby abría el camino, yo iba detrás y Crowe cubría la retaguardia. George se quedó esperando en la cocina alumbrando con su linterna como si fuera un foco en una noche de estreno.
A medida que descendíamos, el aire pasó de fresco a helado y la penumbra se convirtió en una boca de lobo. Oí un clic a mi espalda y vi el haz de luz de la linterna de Crowe a mis pies.
Nos reunimos al pie de la escalera, escuchamos.
Ni ruido de patas que se escabullen. Ni de alas que pasan zumbando. Apunté la linterna hacia la oscuridad.
Nos encontrábamos en una gran habitación sin ventanas con techo de madera y suelo de cemento. Tres de las paredes estaban enyesadas mientras que la cuarta la formaba el risco sobre el que se apoyaba la parte posterior de la casa. En el centro de esa pared había una pesada puerta de madera.
Al retroceder unos pasos mi brazo rozó un tejido. Me giré y la luz de la linterna recorrió una fíla de clavijas, de cada una de las cuales colgaba una prenda roja idéntica. Le pedí a George que sostuviese la linterna, descolgué una de las prendas y la mantuve alzada. Era como un sayo con capucha, similar al que usan los monjes.
– ¡Madre de Dios!
Oí que Bobby se enjugaba el rostro. O se persignaba.
Recuperé mi linterna y junto con Crowe examinamos la habitación, iluminada por George y Bobby.
Un recorrido completo del sótano no reveló nada que fuese propio de ese lugar. No había un banco de trabajo. Ningún tablero con herramientas. Tampoco utensilios de jardinería. O una cuba para lavar la ropa. No había telarañas ni excrementos de ratas o grillos muertos.
– Este lugar está jodidamente limpio.
Mi voz resonó contra la piedra y el cemento.
– Miren esto.
George desvió la luz de su linterna hacia donde el enyesado de la pared se unía al techo.
Un monstruo parecido a un oso nos miraba de reojo desde la oscuridad, el cuerpo cubierto de bocas abiertas y sanguinolentas. Debajo del animal había una única palabra: Baxbakua-lanuxsiwae.
– ¿Francis Bacon? -pregunté, más a mí misma que a mis compañeros.
– Bacon pintaba personas y perros gruñendo, pero nada como esto.
La voz de Crowe era sosegada.
George desvió la luz hacia la siguiente pared y descubrimos otros monstruo que nos miraba. Melena de león, ojos saltones, la boca abierta para devorar a un niño sin cabeza que sostenía entre las manos.
– Es una mala copia de una de las pinturas negras de Goya -dijo Crowe-. Las he visto en el Prado, en Madrid.
Cuanto más conocía a la sheriff del condado de Swain, más me impresionaba.
– ¿Quién es ese monstruo? -preguntó George.
– Uno de los dioses griegos.
Un tercer mural describía una balsa con el velamen hinchado por el viento. Hombres muertos y agonizantes cubrían la cubierta y colgaban sobre las aguas.
– Encantador -dijo George.
Crowe no hizo ningún comentario mientras nos acercábamos a la pared de piedra.
La puerta estaba sujeta al muro mediante goznes de hierro forjado, taladrados en la piedra y cubiertos con cemento. Un trozo de cadena unía un tirador circular de hierro forjado con una barra de acero vertical junto al marco. El candado era brillante y parecía nuevo y vi marcas frescas en el granito.
– Esto se ha añadido hace poco tiempo.
– Atrás -ordenó Crowe.
Al retroceder, los haces de nuestras linternas se ampliaron, iluminaron unas palabras talladas encima del dintel de la puerta. Enfoqué la luz de la linterna sobre ellas.
Fay ce que voudras