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Lo llevé todo a la oficina, guardé el material de Anne en el maletín y dejé la hoja diferente sobre el escritorio. Al leer el contenido mi adrenalina se disparó como un cohete.

La columna izquierda contenía nombres en clave, la del medio nombres reales. Unas fechas aparecían después de algunos individuos, formando una tercera columna incompleta.

Ilos Henry Arlen Preston 1943

Khaffre Sheldon Brodie 1949

Omega A. A. Birkby 1959

Narmer Martin Patrick Veckhoff

Sinué C. A. Birkby

Itzamna John Morgan 1972

Arrigatore F L. Warren

Rho William Glenn Sherman 1979

Chac John Franklin Battle

Ometeotl Parker Davenport

Sólo uno de los nombres no me resultaba familiar. John Franklin Battle.

¿O sí? ¿Dónde había oído ese nombre?

Piensa, Brennan. Piensa.

John Battle.

No. No es correcto.

Franklin Battle.

Nada.

Frank Battle.

¡El juez que había negado la autorización de la orden de registro de la casa de Arthur!

¿Podía un simple magistrado reunir las condiciones necesarias para aspirar a ser miembro de la organización? ¿Había estado protegiendo Battle la propiedad de H amp;F? ¿Había sido él quien me había enviado el fax? ¿Por qué?

¿Y por qué la fecha más reciente se remontaba a más de veinte años? ¿Estaba incompleta la lista? ¿Por qué?

En ese momento me asaltó un pensamiento horrible.

¿Quién sabía que yo me encontraba aquí?

Sola.

Volví a quedarme inmóvil tratando de descubrir la más leve señal de otra presencia en aquel lugar. Cogí un escalpelo y salí de la oficina en dirección a la sala de autopsias principal.

Seis esqueletos miraban hacia el techo, con los dedos de manos y pies extendidos, las mandíbulas en silencio junto a las cabezas. Comprobé las secciones de rayos X y de ordenadores, la pequeña cocina del personal y la sala de conferencias provisional. Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que parecían resonar en el absoluto silencio que reinaba en el depósito.

Estaba asomando la cabeza en el lavabo de los hombres cuando mi teléfono sonó por tercera vez. Estuve a punto de ponerme a gritar.

Una voz, como una sierra.

– Estás muerta.

Luego el aire pareció vaciarse.

Capítulo 31

Llamé a McMahon. Nadie respondió. Crowe. Lo mismo. Dejé mensajes: Son exactamente las siete y treinta y ocho. Dejo Alarka y regreso a High Ridge House. Por favor, llámeme.

Al imaginarme el aparcamiento vacío y la carretera desierta, marqué el número de Ryan.

Otra imagen. Ryan, boca abajo en un camino helado. Yo le había pedido ayuda aquella vez en Quebec. Y le habían disparado.

Ryan no tiene jurisdicción aquí, Brennan. Y ninguna responsabilidad personal.

En lugar de pulsar el botón de «enviar», opté por el de borrar el mensaje.

Mis pensamientos rebotaban como la pelota de metal de una máquina de millón.

Debía avisar a alguien de mi paradero. Alguien a quien no pusiera en peligro.

Domingo por la noche. Llamé a mi antiguo número.

– ¿Diga?

Una voz de mujer, tierna como una gata que ronronea en tu regazo.

– ¿Está Pete?

– Está en la ducha.

Oí claramente el sonido de unas campanillas movidas por el viento. Unas campanillas que yo misma había colgado hacía años fuera de la ventana de mi dormitorio.

– ¿Quiere que le diga algo?

Colgué.

– A la mierda -murmuré-. Ya cuidaré yo de mí misma.

Me colgué el ordenador y el bolso en un hombro, aferré el escalpelo con una mano y preparé las llaves del coche con la otra. Luego abrí unos centímetros la puerta y eché un vistazo al exterior.

Mi Mazda estaba solo con los exiliados carros de bomberos provistos de escaleras de incendio. En la creciente penumbra el pequeño coche parecía un jabalí enfrentado a una manada de hipopótamos.

Respiré profundamente.

Eché a andar con pasos rápidos.

Al llegar al coche, abrí la puerta, me lancé detrás del volante, bajé los seguros, encendí el motor y me largué de allí a toda pastilla.

Después de recorrer un par de kilómetros empecé a tranquilizarme y una sensación de ira desenfrenada se filtró a través del miedo. La volví hacia mí.

Por todos los diablos, Tempe, eres igual que una heroína de una película de serie B. Un chiflado te llama por teléfono y comienzas a pedir a gritos la ayuda de un hombre grande y fuerte.

Al ver en el arcén una señal de precaución por la presencia de ciervos en la carretera eché un vistazo al cuentakilómetros. Casi cien kilómetros por hora. Reduje la velocidad y continué con la reprimenda.

Nadie ha saltado desde detrás del edificio o te ha cogido por el tobillo desde debajo del coche.

Cierto. Pero el fax no lo había enviado un chiflado. Quienquiera que enviara esa lista sabía perfectamente que sería yo quien lo recibiría. Sabía que estaba sola en el depósito.

Mientras conducía a través de Bryson City no dejaba de mirar por el retrovisor. Ahora los adornos de la celebración de Halloween tenían un aspecto más amenazador que festivo, los esqueletos y lápidas parecían macabros recordatorios de los espantosos acontecimientos que habían tenido lugar muy cerca de aquí. Aferré el volante con fuerza, preguntándome si las almas de mis muertos reducidos a esqueletos vagaban por el mundo en busca de justicia.

Preguntándome si sus asesinos vagaban por el mundo buscándome a mí.

Al llegar a High Ridge House apagué el motor y volví la vista hacia la carretera que acababa de ascender. No se veían faros que subieran la montaña.

Envolví el escalpelo en un pañuelo de papel y lo guardé en un bolsillo de la chaqueta para devolverlo al depósito. Luego recogí mis cosas y me dirigí al porche.

La casa estaba silenciosa como una iglesia en jueves. El salón y la cocina estaban desiertos y no me crucé con nadie de camino a la segunda planta. Detrás de las puertas de las habitaciones que ocupaban McMahon y Ryan no se oían ronquidos ni crujidos de las tablas del suelo.

Acababa de quitarme la chaqueta cuando un suave golpe en la puerta me hizo dar un brinco.

– ¿Sí?

– Soy Ruby.

Su rostro estaba tenso y pálido, el pelo más brillante que una página de Vogue.

Cuando abrí la puerta me entregó un sobre.

– Hoy llegó esto para usted.

Eché un vistazo al remitente. Departamento de Antropología, Universidad de Tennessee.

– Gracias.

Empecé a cerrar la puerta pero ella alzó una mano.

– Hay algo que debe saber. Algo que debo decirle.

– Estoy muy cansada, Ruby.

– No fue un ladrón quien estuvo en su habitación. Fue Eli.

– ¿Su sobrino?

– Eli no es mi sobrino.

Hizo una pausa.

– El Evangelio de san Mateo dice que aquel que abandonase a su esposa…

– ¿Por qué querría Eli registrar mis cosas?

No estaba de ánimo para soportar un discurso religioso.

– Mi esposo me abandonó por otra mujer. Ella y Enoch tuvieron un hijo.

– ¿Eli?

Ruby asintió.

– Deseé que les pasaran cosas horribles. Deseé que se quemaran en el fuego del infierno. Pensé, si tu ojo te ofende, arráncalo. Y los arranqué de mi vida.

Oí los ladridos apagados de Boyd.

– Cuando Enoch murió, Dios tocó mi corazón. No juzgues y no serás juzgado; no condenes y no serás condenado; perdona y serás perdonado. -Suspiró profundamente-. La madre de Eli murió hace seis años. El chico no tenía a nadie en el mundo de modo que me hice cargo de él.

Bajó la mirada y luego sus ojos volvieron a mí.

– Los enemigos de un hombre serán los de su propia familia. Eli me odia. Le divierte atormentarme. Sabe que estoy orgullosa de esta casa. Sabe que usted me cae bien. Sólo quería atacarme a mí.

– Tal vez sólo quiere que le presten atención.

Échele un vistazo al chico, pensé, pero no lo dije.

– Tal vez.

– Estoy segura de que se le pasará con el tiempo. Y no se preocupe por mis cosas. No se llevó nada. -Cambié de tema-. ¿Hay alguien más en la casa?

Sacudió la cabeza.

– Creo que el señor McMahon se marchó a Charlotte. No he visto al señor Ryan en todo el día. Todos los demás huéspedes ya se han marchado.