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Boyd volvió a ladrar.

– ¿La ha molestado Boyd?

– Ese perro ha estado intranquilo hoy. Necesita ejercicio. -Se alisó la falda-. Me voy a la iglesia. ¿Quiere que le suba la cena antes de marcharme?

– Por favor.

El cerdo asado y el pastel de boniato de Ruby tuvieron un efecto sedante. Mientras comía, el pánico que me había lanzado a toda velocidad a través de la penumbra del crepúsculo había dado paso a una soledad deprimente.

Recordé a la mujer en el teléfono de Pete, me pregunté por qué el hecho de escuchar aquella voz había sido como una patada en el estómago. Puedo reconocer la somnolencia post coito cuando la oigo, ¿y qué? Pete y yo éramos adultos. Yo le había dejado. Era libre para ver a quien le apeteciera.

No condenes y él te acunará.

Me pregunté qué sentía realmente por Ryan. Sabía que era un cabrón, pero al menos era un cabrón atractivo y simpático, aunque podría prescindir de su afición por el tabaco. Era inteligente. Era divertido. Era terriblemente guapo, pero absolutamente inconsciente del efecto que causaba en las mujeres. Y le preocupaba la gente.

Mucha gente.

Como Danielle.

¿Entonces por qué había sido el de Ryan uno de los primeros números que había marcado? ¿Era sólo porque se encontraba cerca, o era algo más que un colega, una persona en la que yo pensaría para que me protegiese o me confortase?

Recordé a Primrose y los remordimientos volvieron a aplastarme. Había implicado a mi amiga en la investigación y ahora estaba muerta. Yo había hecho que la asesinaran. La culpa era terrible y estaba segura de que me acompañaría el resto de mi vida.

Basta. Lee la carta que te trajo Ruby. Te darán las gracias por la conferencia y dirán que fue magnífica.

Así fue. El sobre también contenía una copia del boletín interno editado por los estudiantes con una fotografía en la que aparecíamos Simon Midkiff y yo. Decir que parecía tensa sería como decir que Olive Oyle era delgada.

Pero Simon Midkiff se había llevado todos los aplausos. Estudié su rostro, preguntándome qué habría pasado por su cabeza aquel día. ¿Le habían enviado para que me sonsacara información? ¿Había venido por iniciativa propia? Mis colegas científicos asisten a menudo a las conferencias de los demás. ¿Fue él quien me envió por fax la lista con los nombres en clave? Y si era así, ¿por qué habría de divulgar su complicidad?

Mis elucubraciones fueron interrumpidas por un aullido agudo, seguido de otro.

Pobre Boyd. Era el único ser en todo el planeta cuya lealtad jamás se tambaleaba y yo le ignoraba. Comprobé la hora. Las ocho y veinte. Había tiempo para un rápido paseo antes de que Crowe llegase a las nueve.

Guardé el ordenador y el maletín bajo llave en el armario en caso de que a Eli se le ocurriese visitar nuevamente mi habitación. Luego me puse la chaqueta, cogí la linterna y la correa y bajé la escalera.

La noche se había apoderado del paisaje acompañada de trillones de estrellas pero sin luna. Las luces del porche apenas conseguían disipar la oscuridad. Mientras atravesaba el prado mi sistema límbico comenzó a acribillarme a preguntas.

¿Y si alguien está vigilando?

¿Quién? ¿Eli el Adolescente Vengador?

¿Y si la llamada no fuese la broma de un chalado?

No seas melodramática, razoné. Es el fin de semana después de Halloween y los crios están alegres y juguetones. Les has dejado mensajes a McMahon y Crowe.

¿Y si no contestan?

La sheriff estará aquí dentro de cuarenta minutos.

Un merodeador podría estar allí fuera ahora mismo.

¿Qué podría pasar en compañía de un chow-chow de treinta y cinco kilos?

Ese chow-chow de treinta y cinco kilos volvió a lanzar un aullido y cubrí a la carrera los últimos metros que me separaban de su alojamiento provisional. Al oír las pisadas que se acercaban, se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la valla metálica.

Cuando me reconoció, Boya pareció volverse loco, retrocedió y se lanzó a la carrera contra la valla. Lo repitió varias veces, como un hámster en su rueda, luego volvió a erguirse sobre las patas traseras, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a ladrar.

Le rasqué las orejas y até la correa al collar mientras le decía esas cosas que se les dicen a los perros. Casi me arrastra en su desesperado intento de carrera hacia la puerta.

– Sólo iremos hasta el final de la propiedad -le advertí, señalándole con el dedo a la altura del morro.

Levantó la cabeza, movió las cejas y aulló una vez. Cuando levanté el pestillo, dio un salto hacia fuera y corrió en círculos, haciendo que casi perdiera el equilibrio.

– Realmente envidio tu energía, Boyd.

Me lamió la cara mientras le desenredaba la correa de entre las patas, luego echamos a andar colina arriba. La luz del porche apenas alcanzaba a iluminar el borde del prado y, unos metros más adelante, encendí la linterna. Boyd se detuvo y lanzó un gruñido.

– Sólo es una linterna, hombre.

Me agaché y le acaricié el lomo. Giró la cabeza y me lamió la mano, luego dio media vuelta, ejecutó una pequeña danza y apretó su cuerpo contra mis piernas.

Estaba a punto de reanudar la marcha cuando percibí que se ponía tenso. Bajó la cabeza, su respiración cambió y un gruñido sordo surgió de su garganta. No respondió a mi tacto.

– ¿Qué pasa?

Siguió gruñendo.

– Otra ardilla muerta no.

Extendí la mano para acariciarle y comprobé que tenía los pelos del cuello erizados. Mala señal. Tiré de la correa.

– Venga, volvemos a casa.

Pero no se movió.

– Boyd.

El gruñido se volvió más profundo y salvaje.

Dirigí la luz de la linterna hacia donde Boyd mantenía fija la mirada. El haz barrió los troncos de los árboles y fue engullido por las zonas de oscuridad que se extendían entre ellos.

Tiré con más fuerza de la correa. Boyd se movió hacia la izquierda y ladró. Apunté la linterna en esa dirección.

– Esto no es nada divertido, tío.

Entonces mis ojos percibieron una forma. ¿O había sido una jugarreta de las sombras? Cuando bajé la vista para mirar a Boyd, lo que pensaba que había visto se desvaneció. ¿O no habría estado nunca allí?

– ¿Quién está ahí?

El miedo me atenazaba la voz.

Sólo grillos y ranas. Un árbol caído apoyado contra otro que permanecía erguido crujió en el aire.

De pronto, oí un movimiento a mis espaldas. Pisadas. Crujido de hojas secas.

Boyd se volvió y lanzó mordiscos al aire, embistiendo todo lo que la correa le permitía.

– ¿Quién está ahí? -repetí.

Una silueta surgió de entre los árboles, más densa que la noche que nos rodeaba. Boyd gruñó y tiró de la correa. La forma oscura se movió hacia nosotros.

– ¿Quién es?

No hubo respuesta.

Cogí la linterna y la correa con una mano y busqué el móvil con la otra. Antes de que pudiese encenderlo se me deslizó de los dedos temblorosos.

– ¡No se acerque!

Fue casi un chillido.

Levanté la linterna a la altura del hombro. Cuando estaba reajustando la correa para controlar mejor a Boyd y trataba de recoger el teléfono del suelo, la correa se aflojó. Boyd se liberó de su atadura y embistió, con los dientes brillando en la oscuridad y un gruñido salvaje retumbándole en la garganta.

En un instante la forma de la silueta se alteró. Apareció un arma.

Boyd saltó hacia adelante.

Un fogonazo. Un ruido ensordecedor.

El perro pareció rebotar en la silueta, cayó al suelo, gimió y se quedó inmóvil.

– ¡Boyd!

Las lágrimas corrían por mis mejillas. Quería decirle que cuidaría de él. Decirle que se pondría bien, pero mi cuerpo estaba paralizado por el terror y ninguna palabra salió de mi boca.

La forma oscura avanzó rápidamente hacia mí. Me volví para echar a correr. Unas manos me cogieron. Me revolví y conseguí zafarme. La sombra se convirtió en un hombre.

Me golpeó con todo su peso, su hombro debajo de mi axila. La fuerza del impacto me derribó de lado.

Lo último que podía recordar era el aliento en mi cara. Luego el sonido de mi cráneo contra una piedra.

El sueño era aterrador. Un lugar sin aire. No podía moverme. No podía ver nada. Luego algo me golpeó en la mejilla.