Abrí los ojos a una realidad más espantosa que cualquier pesadilla.
Tenía un trapo en la boca y estaba cubierta con cinta adhesiva. Una venda me tapaba los ojos.
El corazón se me encogió en el pecho.
¡No puedo respirar!
Intenté llevarme una mano a la cara. Tenía las muñecas atadas sobre el pecho. El trapo llenaba mi boca con un gusto ácido. Un temblor comenzó a expandirse desde debajo de la lengua.
¡Voy a vomitar! ¡Me ahogaré!
Sentí pánico, comencé a temblar.
¡Muévete!
Traté de cambiar de posición y un trozo de tela se movió conmigo. Olía a polvo, a moho y a vegetación putrefacta.
Lancé las piernas hacia adelante e hice fuerza con la cabeza.
El movimiento me hizo estallar el cerebro. Me quedé inmóvil, esperando a que el dolor remitiese.
Respira por la nariz. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera.
El dolor remitió ligeramente.
¡Piensa!
Estaba encerrada en una especie de bolsa. Tenía las manos y los pies atados. ¿Pero dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta aquí?
Recuerdos inconexos. El depósito. La carretera del condado desierta. El rostro preocupado de Ruby. Primrose Hobbs.
¡Boyd!
Oh, Dios bendito. Boyd no! ¿Había matado también al perro?
Dentro. Fuera.
Giré la cabeza y sentí un bulto del tamaño de una ciruela. Otra oleada de náusea.
Dentro. Fuera.
Más sinapsis.
El ataque. La forma sin rostro.
¿Simon Midkiff? ¿Frank Battle? ¿Podía ser mi secuestrador ese magistrado cabrón?
Moví las muñecas tratando de aflojar las ligaduras. Más náuseas.
Apreté los dientes y giré sobre un costado. Si vomitaba, no quería aspirar el contenido.
El movimiento hizo que mi estómago se abultara. Llené los pulmones de aire y las contracciones cesaron.
Permanecí tendida, inmóvil y tratando de escuchar algo. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente o cómo había llegado hasta este lugar. ¿Me encontraba aún en el bosque en High Ridge House? ¿Me habían llevado a alguna otra parte? ¿Estaba mi atacante a sólo unos pasos de mí?
Los latidos de mi corazón se ralentizaron una milésima de segundo y el pensamiento lógico comenzó a reptar por mi cerebro.
Fue entonces cuando esa cosa se arrastró por la mejilla. Oía sonidos de insectos, sentía movimientos en el pelo, luego las cosquillas de unas antenas en la piel.
Un alarido se formó en el fondo de mi garganta. Giré de un lado a otro, sacudiendo la cabeza y el pelo. Un dolor cegador me laceró el cerebro y mis entrañas se apretaron contra la garganta.
¡Quieta! Ordenó una neurona activa.
¡Cucarachas! Chillaron las otras.
Tiré de la chaqueta, tratando de cubrirme la cabeza. Imposible.
¡No te muevas!
Mi corazón martilleó la orden contra las costillas.
No te muevas. No te muevas. No te muevas.
Lentamente conseguí tranquilizarme y la razón recuperó el control.
Sal.
Corre.
Pero no hacia otra trampa.
Piensa.
Escucha.
Ramas desnudas susurrando en el viento. El gorjeo de un pájaro. Hojas que se deslizan a través del suelo.
Los sonidos del bosque.
Desprendí una capa de sonido.
Agua bajando entre las rocas.
Los sonidos de un río.
Otra capa.
A lo lejos y casi en otro lugar, una especie de lamento seguido de una risita extraña.
La carne de gallina se extendió por mis brazos hasta la garganta.
Sabía dónde estaba.
Capítulo 32
Me estiré todo lo que pude, casi sin respirar. ¿Había oído realmente lo que creía haber oído? Los minutos pasaron y la duda se instaló dentro de mí. Hasta que volví a oírlo, lejano e irreal.
Un sordo gemido, una risa aguda.
¡El esqueleto eléctrico!
No estaba lejos del Riverbank Inn. Donde se había alojado Primrose. Donde nunca habían vuelto a verla.
Recordé el rostro hinchado de Primrose, vi las muescas dejadas por los animales submarinos.
¡Me encontraba dentro de una bolsa, amordazada y vendada, junto al río Tuckasegee!
¡Tenía que liberarme!
Me dolía el cráneo a causa del golpe de la piedra. El trapo que me llenaba la boca me impedía respirar y sabía a basura y mugre. La cinta adhesiva me quemaba las mejillas y los labios y disparaba astillas de luz a mi nervio óptico.
Y podía oír el crujido de las cucarachas sobre mi chaqueta de nailon, sentir sus movimientos en el pelo y los téjanos.
Mis pensamientos volaban en mil direcciones diferentes.
Nuevamente, escuché, completamente inmóvil. Al no oír nada que me indicase una presencia humana, comencé a forcejear con las ligaduras, respirando regularmente por la nariz.
El estómago me dio un vuelco y se me secó la boca.
Pasaron milenios. La cinta adhesiva se aflojó un milímetro.
Lágrimas de frustración se deslizaron por debajo de mis párpados aplastados.
¡No llores!
Seguí moviendo los tobillos y las muñecas, tirando y girando, deteniéndome de vez en cuando para comprobar si oía algún sonido fuera de la bolsa.
Las cucarachas se escabullían a través de mi rostro, sentía sus patas plumosas sobre la piel.
¡Fuera!, grité mentalmente. ¡Fuera de aquí!
Continué luchando con las ligaduras. El sudor me mojaba el pelo.
Mi mente planeaba como una ave nocturna y me observaba a mí misma desde las alturas, una larva indefensa en el suelo del bosque. Imaginé la oscuridad que me rodeaba y deseé la seguridad de un refugio nocturno familiar.
Una cafetería abierta las veinticuatro horas. Una cabina de peaje. Una casa en un barrio. Un puesto de enfermera en un pabellón de hospital donde todos duermen. Una guardia en urgencias.
Entonces me acordé.
¡El escalpelo!
¿Podría llegar hasta él?
Levanté las rodillas hasta apoyarlas en el pecho, elevando el borde de la chaqueta todo lo que pude. Luego moví los codos sobre la superficie de nailon, levantando las caderas cada vez que lo hacía. Busqué a ciegas el bolsillo delantero, comprobando el progreso mediante el tacto.
Leyendo mi ropa como si fuese un plano en Braille conseguí localizar el lazo de nailon unido a la lengüeta de la cremallera y conseguí cogerlo con las puntas de los dedos de ambas manos.
Contuve la respiración y presioné hacia abajo.
Mis dedos se deslizaron sobre el nailon.
¡Maldición!
Volví a intentarlo, con el mismo resultado.
Repetí la maniobra una y otra vez, tirando, apretando, pescando, hasta que sentí un calambre en la mano y quise gritar.
Nuevo plan.
Apreté la lengüeta de la cremallera contra el muslo con el dorso de la mano izquierda, doblé la muñeca derecha e intenté enganchar un dedo a través del lazo. El ángulo era demasiado plano.
Doblé la mano un poco más. Era inútil.
Utilizando los dedos de la mano izquierda, hice presión sobre la derecha, aumentando el ángulo posterior. Sentí una punzada de dolor en los tendones del antebrazo.
Cuando ya pensaba que mis huesos se romperían, mi dedo índice encontró el lazo y se deslizó dentro de él. Tiré suavemente. La lengüeta cedió y mis muñecas maniatadas la siguieron hacia abajo. Con la cremallera abierta resultó relativamente sencillo deslizar los dedos de una mano dentro del bolsillo y sacar el escalpelo.
Acunando con exquisito cuidado mi presa, giré sobre la espalda y coloqué el instrumento sobre el estómago como si fuese una cuña. Luego quité el pañuelo de papel haciendo girar el escalpelo entre las manos. Orienté la hoja hacia mi cuerpo y comencé a cortar la cinta que me ligaba las muñecas. El escalpelo estaba afilado como una cuchilla de afeitar.
Tranquila. Cuidado. No te trinches la muñeca.
En menos de un minuto tenía las manos libres. Me quité la cinta adhesiva de los labios. Las llamas se extendieron sobre mi rostro.
¡No grites!
Me quité el trapo sucio de la boca, respirando y escupiendo alternativamente. Amordazada por mi propia saliva fétida, corté la cinta que me cubría los ojos.
Otra llamarada cuando piel y algunas pestañas salieron con la cinta adhesiva. Con manos temblorosas me liberé de las ligaduras de los tobillos.
Estaba cortando la bolsa cuando un sonido paralizó mi brazo.
¡El ruido de la puerta de un coche!