¿A qué distancia? ¿Qué debía hacer? ¿Fingir que estaba muerta?
Mi brazo salió disparado, como un pistón movido por su propia voluntad.
Pisadas sobre las hojas secas. Mi mente calculaba.
Cuarenta metros.
Acuchillé la lona. Arriba, abajo. Arriba, abajo.
El crujido de las hojas se oía más cerca.
Veinticinco metros.
Apoyé las botas en la pequeña abertura y apreté con todas mis fuerzas. La rasgadura sonó como un chillido en el profundo silencio del bosque.
Las pisadas sobre las hojas se detuvieron, luego se reanudaron, más rápidas, más precipitadas.
Quince metros.
Diez.
– Quédese donde está.
Me imaginé el arma, sentí las balas penetrando en la carne. No me importaba. Daba lo mismo morir ahora que más tarde. Era mejor luchar mientras hubiese una oportunidad de resistir.
– No se mueva.
Me di la vuelta, cogí los bordes de lona que había rasgado y tiré con ambas manos. Luego asomé la cabeza a través de la abertura, me lancé boca abajo, me puse de pie y me sostuve sobre unas piernas que parecían de mantequilla, tratando de enfocar lo que había delante de mí.
– Señora, está muerta.
Eché a correr alejándome del sonido de la voz.
Manteniendo siempre el gorgoteo del río a mi izquierda, corrí a través de una oscuridad densa como un túnel infinito con un brazo delante del rostro. Los obstáculos saltaban a mi paso sin aviso, obligando a mis pies a seguir un curso zigzagueante.
Una y otra vez tropezaba con alguna forma de escombros planetarios. Una piedra más antigua que la vida misma. Un tronco caído. Una rama muerta. Pero conseguía conservar el equilibrio. El miedo lacerante se había convertido en fuerza y velocidad.
El universo nocturno parecía haberse sumido en un súbito silencio. No oía ni zumbidos ni gorjeos ni sonidos sordos de pisadas de animales, sólo mi respiración agitada. Detrás de mí, pasos, avanzando como si se tratase de alguna bestia gigante del bosque.
El sudor empapaba mi ropa. La sangre golpeaba con fuerza mis oídos.
Mi perseguidor continuaba detrás de mí, sin acercarse ni retroceder. ¿Estaba aprovechando la ventaja de jugar en casa? ¿Era el gato y yo su ratón? ¿Estaba acaso esperando su oportunidad, seguro de que la presa finalmente sería suya?
Me ardían los pulmones, incapaces de absorber aire suficiente. Un dolor agudo me desgarraba el costado izquierdo. A pesar de todo, la ciega necesidad de huir.
Un minuto. Tres. Una eternidad.
Entonces los músculos del muslo izquierdo comenzaron a sufrir calambres. Reduje la velocidad a un medio galope cojo.
El gato también lo hizo.
Intenté seguir adelante. Pero era inútil. Mis brazos y piernas ya no me respondían.
Mi carrera se convirtió en un trote ligero. Las gotas de sudor caían de mi frente y me quemaban los ojos.
Delante de mí percibí el contorno de una forma oscura. Mi mano extendida chocó contra algo sólido. El codo se dobló y recibí un golpe en la mejilla. El dolor se extendió por la muñeca. La sangre humedeció la palma de la mano y la mejilla.
Con mi mano buena exploré lo que me había cortado el paso. Roca sólida.
Recorrí a tientas el obstáculo.
Más roca.
Se me encogió el corazón.
Había corrido hacia la pared de un risco. Agua a mi izquierda. Bosque tupido a mi derecha.
El gato lo sabía. No tenía escapatoria.
¡No te dejes vencer por el pánico!
Cogí el escalpelo y lo sostuve detrás de la espalda. Luego me volví, apoyándome en la pared de piedra, y me enfrenté a mi atacante.
Habló antes de que pudiese verle.
– Un camino equivocado.
El desconocido respiraba con dificultad y, desde donde me encontraba, podía oler el olor rancio a sudor y furia.
– ¡No se me acerque!
Grité con más coraje del que sentía.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
Se burlaba de mí.
Conocía esa voz. Era quien me había llamado al depósito. Pero también la había oído en persona. ¿Dónde?
Se oyó un crujido de hojas y luego un perfil negro se recortó en la oscuridad.
– No dé un paso más -dije casi en un susurro.
– No está en la mejor situación para dar órdenes.
– Si se acerca, le mataré.
Aferré el escalpelo como si fuese una cuerda salvavidas.
– Yo lo llamaría el clásico callejón sin salida.
Más crujido de hojas. El perfil negro se convirtió en un hombre, con el brazo extendido en mi dirección. Hombros anchos, brazos gruesos.
No era Simon Midkiff.
– ¿Quién es usted?
– Seguro que ya lo sabe.
Oí un chasquido cuando quitó el seguro del arma.
– Usted mató a Primrose Hobbs. ¿Por qué?
– Porque podía hacerlo.
– Y planea matarme a mí.
– Será un placer.
– ¿Por qué?
– Su intromisión destruyó un lugar sagrado.
– ¿Quién es usted?
– Kulkulcan.
Kulkulcan. A ése le conocía.
– El dios maya.
– Por qué conformarse con un faraón o algún marica griego.
– ¿Dónde está el resto de la sociedad de chiflados?
– Si no hubiera sido por ese desgraciado accidente aéreo jamás hubiese tropezado con nosotros. Su jodida intromisión puso al descubierto cosas que no tenía ningún derecho a conocer. Y le ha correspondido a Kulkulcan vengarse.
La voz melodiosa estaba ahora teñida de furia.
– Su Hell Fire Club está acabado.
– Nunca estará acabado. Desde el principio de los tiempos las masas mediocres han tratado de eliminar a las personas intelectualmente superiores. Nunca funciona. Las condiciones pueden volvernos inactivos, pero volvemos a surgir cuando el clima cambia.
¿Qué delirio de grandeza estaba escuchando?
– Había llegado mi hora de sumarme a las filas de lo sagrado -continuó, indiferente al hecho de que yo no le había contestado-. Encontré mi ofrenda. Ofrecí mi sacrificio. Honré el ritual que usted ha profanado.
– ¿Jeremiah Mitchell o George Adair?
– Eso es irrelevante. Sus nombres no tienen ninguna importancia. Fui elegido. Estaba preparado. Sólo tuve que seguir el camino.
Deja que continúe hablando, razonó mi mente. Alguien sabrá dónde estás. Alguien estará haciendo algo.
– Kulkulcan es un dios creador. Usted destruye la vida -le dije.
– Los mortales son efímeros. La sabiduría permanece.
– ¿La sabiduría de quién?
– La sabiduría de los siglos, revelada a aquellos que son dignos de recibirla.
– ¿Y ustedes aseguran su permanencia a través del asesinato ritual?
– El cuerpo no es más que un envoltorio material, carece de todo valor perdurable. Al final lo eliminamos. Pero la sabiduría, la fortaleza, la esencia del alma, ésas son las fuerzas que prevalecen.
Dejé que continuase desvariando.
– La especie más inteligente debe ser alimentada. Aquellos que abandonan esta tierra deben entregar su maná a los que quedan en ella, aumentar la fuerza y la sabiduría de los elegidos.
– ¿Cómo?
– A través de la sangre, el corazón, los músculos y los huesos.
Dios bendito, era verdad.
– ¿Cree realmente que puede aumentar su cociente intelectual comiendo la carne de otras personas?
– Cuando la carne se debilita, también lo hace la fuerza. Pero la mente, el espíritu, el intelecto, esos elementos son transferibles a través de las células de nuestros cuerpos.
Aferré el escalpelo con tanta fuerza que me dolían los nudillos.
– Herodoto hablaba de que los Issedones de Asia Central se comían a sus parientes para crecer fuertes y disciplinados. Estrabón encontró la misma práctica entre los clanes irlandeses. Muchos pueblos conquistadores aumentaban su fuerza comiendo la carne de sus enemigos. Come al débil y serás más fuerte. Es algo tan viejo como el hombre.
Pensé en los huesos de los neandertales, en las víctimas en la cámara ceremonial cerca de Mesa Verde. En los esqueletos que yacían en el depósito.
– ¿Por qué los ancianos?
– Los ancianos poseen las mayores reservas de sabiduría.
– ¿O simplemente porque resultan blancos mucho más fáciles?
– Mi querida señorita Brennan. ¿Preferiría que su carne contribuyese al progreso de los seres elegidos o que fuese comida para los gusanos?
La ira comenzó a fluir dentro de mí, superando el miedo.