– Usted no es más que un maldito cabrón demente y ególatra.
– Oh, vaya, huelo la sangre de un inglés. Esté vivo o muerto, moleré sus huesos para preparar mi pan.
El esqueleto eléctrico gimió en la distancia.
¡Me enfrentaba a la locura! ¿Quién era este hombre? ¿Cómo le conocía?
Comencé a moverme lentamente a lo largo de la pared, sosteniendo el escalpelo con la mano derecha detrás de mí, tanteando la superficie de piedra con la izquierda. Había dado media docena de pasos cuando un poderoso haz de luz salió de la oscuridad, cegándome como a un merodeador en la valla del patio trasero. Levanté un brazo.
– ¿Piensa ir a alguna parte, señorita Brennan?
La luz me permitió ver la parte inferior de su rostro, los labios apretados en un gesto de furia asesina.
¡Debes mantenerte alejada de él!
Me di la vuelta para correr, tropecé con algo y caí a tierra. Mientras intentaba incorporarme, la sombra saltó, redujo la distancia que nos separaba y una mano me cogió del tobillo. Mis pies salieron disparados hacia adelante otra vez y las rodillas chocaron contra el terreno húmedo. El escalpelo se perdió en la oscuridad.
– ¡Maldita perra traidora!
Ahora la voz suave y controlada hervía de furia.
Me revolví y lancé patadas al aire pero no pude librarme de él. Sus dedos eran como garras de acero que se clavaban a través del tejano.
Más aterrada que nunca en mi vida, clavé los codos en la tierra, tratando de arrastrarme hacia adelante, lanzando patadas con mi pierna libre. De pronto, todo el peso de su cuerpo estuvo sobre mí. Una rodilla se clavó en mi espalda y una mano me aplastó la cara contra el suelo. La boca y la nariz se me llenaron de tierra y porquería.
Me debatí salvajemente, pateando y arañando para salir de debajo de mi agresor. Él había dejado caer la linterna y ahora yacía en el suelo, iluminándonos como a una bestia de dos cabezas. Mientras pudiese moverme, él no conseguiría pasar ese garrote con alambre de acero alrededor de mi garganta.
Mi mano tocó algo duro y dentado y mis dedos se cerraron, alrededor del objeto. Giré el torso y lancé un golpe a ciegas.
Oí el ruido sordo de la piedra al impactar con el hueso, luego el sonido metálico del acero contra el granito.
– ¡Puta!
Lanzó el puño contra mi oreja derecha. Un castillo de fuegos artificiales estalló en mi cabeza.
Mi agresor aflojó la presión y buscó a tientas el arma. Lancé el codo hacia atrás con todas mis fuerzas y lo alcancé en el borde de la mandíbula. Se le partieron los dientes y su cabeza se sacudió con violencia hacia atrás.
Un chillido como el de un animal herido.
Empujé con desesperación y su rodilla se deslizó de mi espalda. En menos de un segundo me puse de rodillas y me arrastré hacia la linterna. Él recuperó la vertical y nos lanzamos sobre ella al mismo tiempo. Yo llegué primero.
Moví el brazo describiendo un amplio arco y le aticé en la sien. Un ruido sordo, un gemido y cayó hacia atrás. Apagué la linterna, corrí hacia los árboles y me oculté detrás del tronco de un grueso pino.
No me moví. No parpadeé. Intenté razonar.
No te muevas entre los árboles. No le vuelvas la espalda. Tal vez cuando él se mueva puedas deslizarte por un lado, correr hacia el motel y pedir ayuda.
Calma total, alterada sólo por el jadeo de mi agresor. Pasaron los segundos. O tal vez fueron horas. El golpe en la cabeza me había dejado mareada, era incapaz de calcular el tiempo, el espacio o la distancia.
¿Dónde estaba él?
Una voz que llegaba a ras de tierra.
– He encontrado el arma, señorita Brennan.
Un disparo resonó en la quietud de la noche.
– Pero ambos sabemos que no la necesito ahora que su perro está fuera de combate.
Su voz me llegaba como si estuviese hablando debajo del agua.
– Haré que pague por esto. Y ya lo creo que me lo pagará.
Oí que se levantaba.
– Tengo un collar que quiero mostrarle.
Respiré profundamente, tratando de aclarar mi cabeza. Venía hacia mí con el garrote para estrangularme con el alambre de acero.
Con el rabillo del ojo alcancé a vislumbrar algo que brillaba. Me volví. Tres haces de luz se movían en mi dirección. ¿O estaba alucinando?
– ¡Quieto!
Una voz femenina áspera y ronca.
– ¡Suéltela!
Un hombre.
– ¡No se mueva!
Una voz masculina diferente.
La boca de una pistola escupió fuego en la oscuridad justo delante de mí. Sonaron dos disparos.
Desde la dirección de las voces devolvieron los disparos. Una bala rebotó en una piedra con un sonido inconfundible.
Un ruido sordo, aire expulsado. El sonido de un cuerpo que se desliza por la pared de piedra.
Pies que corren.
Manos en mi garganta, mi muñeca.
– … pulso es fuerte.
Rostros encima de mí, nadando como un espejismo en una acera de verano. Ryan. Crowe. El ayudante Anónimo.
– … ambulancia. Está bien. Nuestros disparos no la alcanzaron.
Descargas estáticas en la radio.
Hice un esfuerzo para sentarme.
– Tiéndase.
Una suave presión en los hombros.
– Tengo que verle.
Un círculo de luz se deslizó hacia el risco donde mi atacante permanecía sentado, inmóvil, las piernas extendidas delante, la espalda apoyada en la pared de piedra. Lentamente, el haz de luz iluminó los pies, las piernas, el torso, el rostro. Yo sabía quién era.
Ralph Stover, el propietario no tan feliz del Riverbank Inn, el hombre que no me permitió entrar en la habitación de Primrose. Miraba hacia un punto fijo de la noche, la barbilla hacia delante, el cerebro escurriéndose lentamente y formando una mancha en la roca que había detrás de su cabeza.
Capítulo 33
El viernes me marché de Charlotte al amanecer y conduje hacia el oeste a través de un espeso manto de niebla. El fluctuante vapor se hizo más ligero a medida que ascendía hacia la carretera Divisoria Continental Oriental y acabó por disiparse en las afueras de Asheville.
Al abandonar la Autopista 74 en Bryson City, enfilé por Veteran's Boulevard hasta pasar el atajo que llevaba al Fryemont Inn, giré a la derecha en Main y aparqué frente al viejo edificio del tribunal, convertido ahora en un asilo de jubilados. Permanecí sentada unos minutos en el coche contemplando la luz del sol que iluminaba la pequeña cúpula dorada y pensé en aquellos ancianos cuyos huesos había desenterrado.
Imaginé a un hombre alto y delgado, ciego y casi sordo; a una anciana frágil con el rostro torcido. Les imaginé paseando por estas mismas calles durante todos aquellos lejanos años. Quería rodearlos con mis brazos, decirles a cada uno de ellos que las cosas se estaban arreglando.
Y pensé en todas aquellas personas que habían muerto en el vuelo 228 de TransSouth Air. Habían tantas historias que apenas si habían comenzado. Graduaciones a las que no asistirían. Cumpleaños que no se celebrarían. Viajes que no se harían. Vidas cortadas de raíz debido a un viaje mortal.
Me tomé el tiempo necesario para ir andando hasta el cuartel de bomberos. Había pasado un mes en Bryson City y había llegado a conocer bien el pueblo. Ahora me marchaba, mi trabajo había terminado, pero aún quedaban algunas preguntas.
Cuando llegué, McMahon estaba guardando las cosas de su despacho en varias cajas de cartón.
– ¿Levantando el campamento? -pregunté desde la puerta.
– Vaya hombre, has vuelto al pueblo. -Quitó las cosas que había en una silla y me hizo un gesto para que me sentara- ¿Cómo te encuentras?
– Magullada y arañada pero totalmente en forma.
Asombrosamente no había recibido ninguna herida grave durante mi galopada con Ralph Stover en el bosque. Una ligera contusión me había retenido un par de días en el hospital, luego Ryan me había llevado a Charlotte en su coche. Cuando se aseguró de que me encontraba bien, cogió un avión de regreso a Montreal y yo había pasado el resto de la semana en el sofá con Birdie.
– ¿Café?
– No, gracias.
– ¿Te importa si continúo con mi trabajo?
– Por favor.
– ¿Alguien te ha deleitado con toda la extraña historia?
– Aún quedan algunas lagunas. Comienza desde el principio.