Yo sabía que in situ sólo se realizaría un examen superficial de los restos del accidente. Una vez fotografiadas y clasificadas, las partes del avión serían retiradas y trasladadas a un emplazamiento permanente para su montaje y análisis.
– ¿Alguna otra noticia con respecto a la bomba? -preguntó Larke.
– Diablos, probablemente no se trate más que de una estúpida broma, pero los medios de comunicación ya tratan el asunto como si fuese verdad. En la CNN ya lo llaman Blue Ridge Bomber, maldita sea la geografía. La ABC ha optado por Soccer Bomber.
– ¿El FBI nos acompaña en el viaje? -preguntó Larke.
– Están aquí, golpeando la valla con los puños, de modo que sólo es cuestión de tiempo.
Los interrumpí, incapaz de seguir esperando un segundo más.
– ¿Disponemos de una lista de pasajeros?
El forense sacó una fotocopia de su cuaderno y me la entregó.
Experimenté una especie de terror que jamás había sentido en mi vida.
Por favor, Dios.
El mundo desapareció mientras recorría velozmente los nombres de la lista. Anderson. Beacham. Bertrand. Caccioli. Daignault. Larke hablaba pero yo no oía lo que decía.
Una eternidad más tarde dejé de morderme los labios y volví a respirar.
Ni Katy Brennan Petersons ni Lija Feldman figuraban en la lista.
Cerré los ojos e inspiré profundamente.
Los abrí ante las expresiones interrogativas de Larke y Jackson. Sin ninguna explicación le devolví la fotocopia mientras la profunda sensación de alivio era reemplazada por otra de culpabilidad. Mi hija estaba viva, pero los hijos de otras personas yacían muertos en las laderas de la montaña. Quería ponerme a trabajar.
– ¿Qué quieres que haga? -le pregunté a Larke.
– Earl tiene el depósito bajo control. Ve a echar una mano con la recuperación de los cadáveres. Pero te necesito aquí una vez que comience el traslado de los restos.
De regreso al lugar del accidente, fui directamente al remolque de descontaminación y me proveyeron de mascarilla, guantes y un mono de tela plástica. Con un aspecto más parecido a una astronauta que a una antropóloga, saludé al guardia con un movimiento de cabeza, rodeé la barricada y crucé hasta el depósito provisional para informarme de los últimos acontecimientos.
La localización exacta de cada objeto clasificado era incorporada a un programa informático CAD empleando una tecnología denominada Total Station. La posición de las partes del aparato siniestrado, los efectos personales y los restos humanos se añadirían más tarde en cuadrículas virtuales y se imprimirían como fotocopias. Puesto que esta técnica era mucho más rápida y menos complicada que el sistema tradicional de levantar un mapa de la zona con cuerdas y cuadrículas, la retirada de los restos ya había comenzado. Me dirigí hacia la zona donde se hallaban esparcidos los restos del accidente.
El sol describía un círculo hacia la línea del bosque y una delicada trama de sombras cubría la carnicería como una tela de araña. Se habían colocado focos y el olor a putrefacción era ahora mucho más intenso. Por lo demás, el escenario apenas si había cambiado en el tiempo que había estado ausente.
Durante las tres horas siguientes ayudé a mis colegas a colocar etiquetas, fotografiar y empaquetar lo que quedaba de los pasajeros del vuelo 228 de TransSouth Air. Los cuerpos completos, los miembros y los torsos era introducidos en grandes bolsas de plástico, los fragmentos se colocaban en bolsas más pequeñas. Luego las bolsas eran trasladadas colina arriba y colocadas en estantes dentro de los camiones frigoríficos.
La temperatura era cálida y sentía el sudor sobre mi piel dentro del mono y los guantes. Las moscas formaban masas compactas atraídas por la carne en descomposición. En varios momentos tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir las náuseas mientras examinaba visceras y tejidos cerebrales. Finalmente, mi nariz y mi mente se insensibilizaron. Ni siquiera me di cuenta cuando atardeció y se encendieron las luces.
Entonces encontré a la chica. Yacía boca arriba, las piernas dobladas hacia atrás en mitad de las espinillas. Sus facciones habían sido devoradas y el hueso expuesto, brillaba con una tonalidad carmesí bajo la luz del crepúsculo.
Me puse de pie, me abracé con fuerza la cintura y respiré profundamente varias veces. Inhalar. Exhalar. Inhalar. Exhalar.
Dios bendito. ¿Acaso no era suficiente una caída desde diez mil metros? ¿Las criaturas salvajes tenían que cebarse en lo que había quedado?
Todos estos chicos habían bailado, jugado al tenis, montado en la montaña rusa, comprobado su correo electrónico. Representaban los sueños de sus padres. Pero ya no. Ahora serían fotografías enmarcadas sobre ataúdes cerrados.
Sentí una mano sobre el hombro.
– Tempe, es hora de tomarse un descanso.
Los ojos de Earl Bliss me observaban desde la estrecha abertura entre la mascarilla y la gorra.
– Estoy bien.
– Tómate un descanso. Es una orden.
– De acuerdo.
– Al menos una hora.
A medio camino del centro de mando del NTSB me detuve, temiendo el caos que sabía me encontraría en ese lugar. Necesitaba serenidad. Vida. Pájaros cantando, ardillas cazando y aire que estuviese libre del olor de la muerte. Di media vuelta y me dirigí hacia el bosque.
Avanzando por el borde del campo de desechos divisé un hueco entre los árboles y recordé que Larke y el vicegobernador habían aparecido en ese punto, viniendo del lugar donde había aterrizado el helicóptero. Al acercarme pude ver claramente el camino que probablemente habían tomado. En otro tiempo tal vez era un sendero o el cauce de un arroyo, ahora era un paso sinuoso, sin árboles, cubierto de piedras y bordeado de espesos matorrales. Me quité la mascarilla y los guantes y me interné en el bosque.
Mientras avanzaba entre los árboles, el alboroto organizado alrededor del escenario del accidente fue apagándose reemplazado por los sonidos del bosque. Después de recorrer una veintena de metros, trepé a un grueso tronco caído, me senté cogiéndome las piernas con ambos brazos y elevé la mirada hacia el cielo. El amarillo y el rosa dibujaban rayas en el rojo del crepúsculo mientras la oscuridad comenzaba a cubrir la línea del horizonte. Pronto se haría de noche. No podía quedarme mucho tiempo.
Dejé que mis neuronas escogiesen un tema.
La chica con el rostro destrozado.
No. Mejor otro.
Las células eligieron personas vivas.
Katy. Mi hija tenía ahora un poco más de veinte años y vivía una vida independiente. Era lo que yo quería, por supuesto, pero romper los lazos era muy duro. La niña Katy había pasado por mi vida y luego había desaparecido. Ahora me encontraba ante la joven mujer Katy y me gustaba mucho.
¿Pero dónde está?, preguntaron las neuronas.
El siguiente.
Pete. Eramos mejores amigos ahora que estábamos separados de lo que jamás fuimos cuando estábamos casados. De hecho, ocasionalmente me hablaba y me escuchaba. ¿Debería pedirle el divorcio y seguir adelante o continuar con el statu quo?
Las células no tenían respuesta.
Andrew Ryan. Últimamente había estado pensando mucho en él. Ryan era un detective de homicidios que trabajaba en la policía provincial de Montreal. A pesar de que hacía casi diez años que nos conocíamos, el año anterior fue la primera vez que accedí a tener una cita con él.
«Cita.» Experimenté mi habitual reacción negativa. Tenía que existir un término mejor para los solteros mayores de cuarenta años.
Las células no tenían ninguna sugerencia que hacer. Nomenclatura aparte, Ryan y yo nunca habíamos ido demasiado lejos. Antes de que nuestra relación pudiese hacerse oficial, Andrew había comenzado a trabajar como agente infiltrado y hacía meses que no le veía el pelo. En momentos como éste, le echaba terriblemente de menos.
Oí ruidos entre los matorrales y contuve la respiración para escuchar mejor. El bosque estaba en silencio. Segundos más tarde volví a oírlos entre la hojarasca, esta vez del otro lado donde me encontraba. Pensé que un simple conejo o una ardilla no podían provocarlos.
Las neuronas emitieron una señal de alarma. Quizá Earl me había seguido, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba sola.
Todo permaneció inmóvil durante un largo minuto, luego algo sacudió las ramas del rododendro que estaba a mi derecha y oí un gruñido. Me giré pero sólo había hojas y matorrales. Con la mirada clavada en el follaje, salté del tronco y planté con fuerza los pies en la tierra.