– Ya veo.
– Si eres un vejete sentado en la mecedora del porche, no juegas al baloncesto con los críos. Los viejales no saltan. Te quedas sentado y te conformas con lo que tienes. Y haces algo más: convencer a los críos de que cualquiera, cualquiera puede saltar, pero hace falta ser un viejo zorro para estar ahí sentado en tu mecedora.
»Hay gente por ahí, los clásicos depresivos históricos, a mi modo de ver, que cree que nuestro cometido, nuestra función geopolítica especial, es actuar como un emblema de la decadencia, un espantapájaros moral y económico. Por ejemplo, enseñamos al mundo a jugar al criquet y ahora es nuestro deber, una expresión de nuestra perdurable culpa imperial, permitir que nos gane cualquiera. Y un cojón, como quien dice. Yo quiero cambiar esa forma de pensar. En el amor a este país no me gana nadie. Todo consiste en colocar el producto correctamente.
– Colóquelo por mí, Jerry.
Los ojos de Sir Jack eran soñadores; pero su voz era codiciosa.
El asesor del electo se sirvió otro pulgar de rapé.
– Usted…, nosotros…, Inglaterra…, mi cliente…, es…, somos… una nación muy antigua, con una gran historia, una gran sabiduría acumulada. Historia social y cultural, montones, resmas de historia sumamemente comercializable, y nunca más que en los tiempos que corren. Shakespeare, la reina Victoria, la revolución industrial, la jardinería, ese tipo de cosas. Si puedo acuñar, no, mejor, patentar una frase: Somos ya lo que otros aspiran a ser. No es compadecerse de uno mismo, es la fuerza de nuestra posición, nuestra gloria, nuestra colocación del producto. Somos los nuevos pioneros. ¡Tenemos que vender nuestro pasado a otros países como si fuera su futuro! -Pasmoso -musitó Sir Jack-. Pasmoso.
– Pa-pa-pa-pa, pum-pum-pum -tarareó Sir Jack mientras Woodie, con la gorra debajo del brazo, le abría la puerta de la limusina-. Pum pa-pa-pa-pa pumm pumm pumm. ¿Lo reconoce, Woodie?
– ¿Podría ser, por casualidad, la formidable Pastoral, señor?
El chófer siguió simulando una leve incertidumbre que mereció el asentimiento de su jefe y un nuevo alarde de entendido.
– Despertar de serenas impresiones al llegar al campo. Algunos traductores dicen «felices»; yo prefiero «serenas». Ven a recogerme al Dog and Badger dentro de dos horas.
Wood condujo despacio hacia la cita en el otro extremo del valle, donde pagaría al dueño del pub para que invitase a su patrón a una ronda. Sir Jack enderezó las lengüetas de sus botas, se pasó el bastón de una mano a la otra y largó un pedo prolongado y lento como un radiador purgado. Satisfecho, golpeó con el bastón un muro de piedra liso como un tablero de scrabble y se internó en la campiña de finales de otoño. A Sir Jack le gustaba alabar los placeres sencillos -y lo hacía todos los años como presidente de la Asociación de Excursionistas-, pero igualmente sabía que ya no existían placeres sencillos. La lechera y su mozo ya no danzaban alrededor del mayo pensando en la loncha de empanada fría de cordero que les esperaba. La industrialización y el libre mercado hacía mucho que los habían arrumbado. Comer no era sencillo, y recrear la dieta histórica de la lechera era sumamente arduo. ¿El sexo? Sólo los tontos de baba pensaban que el sexo era un placer simple. ¿El ejercicio? El baile del mayo se había convertido en una sesión de gimnasia. ¿El arte? El arte se había vuelto el negocio del espectáculo.
Y estaba la mar de bien, en opinión de Sir Jack. Pa-pa-pa-pa pum pum pum. ¿Dónde estaría Beethoven si viviese hoy? Sería rico, famoso, y estaría en manos de un buen médico. Qué desbarajuste tuvo que haber sido aquella noche de diciembre en Viena. De 1808, si la memoria no le engañaba. Puñeteros mecenas ineptos, músicos que no habían ensayado, un auditorio necio y tiritando. ¿Y de quién fue la brillante ocurrencia de estrenar la misma noche la Quinta y la grandiosa Pastoral? ¿Amén del cuarto concierto? Y además la Fantasía Coral. Cuatro horas en una sala sin calefacción. No es de extrañar que fuera un desastre. Hoy, con un agente decente, un gestor concienzudo o, todavía mejor, con un mecenas ilustrado que prescindiese de esos cicateros diez por ciento… Que insistiese en ensayar el tiempo necesario. A Sir Jack le daba lástima el magnífico Ludwig, verdadera lástima. Pa-pa-pa-pa-pum-didi-um.
Y hasta un placer tan teóricamente sencillo como caminar tenía sus complicaciones: logísticas, jurídicas, indumentarias, filosóficas. Nadie «caminaba» ya, nadie andaba por el gusto de andar, para llenar los pulmones y que el cuerpo exultase. Quizá nadie lo había hecho nunca, salvo algunos espíritus raros. Al igual que dudaba de si en épocas antiguas alguien había «viajado» de verdad. Sir Jack participaba en muchas organizaciones de recreo, y estaba harto de la creencia dogmática de que el «viaje» elegante había sido desbancado por el «turismo» vulgar. Qué esnobs e ignaros eran los que se quejaban. ¿De verdad juzgaban tan idealistas a todos aquellos encomiables viajeros a la vieja usanza? ¿De verdad pensaban que no habían «viajado» por prácticamente las mismas razones que los «turistas» actuales? ¿Para salir de Inglaterra, estar en otro lugar, sentir el sol, ver paisajes extraños y gentes desconocidas, comprar cosas, buscar erotismo y volver a casa con souvenirs, recuerdos y jactancias? Era exactamente lo mismo, pensaba Sir Jack. Lo único que había ocurrido desde la Gran Gira era la democratización del viaje, tal como debía ser, aseguraba él periódicamente a sus accionistas.
Sir Jack disfrutaba atravesando terrenos pertenecientes a otros. Alzaba el bastón, con ademán aprobador, a las vacas que, como recortables, pastaban en la ladera, los caballos de granja cuyas patas parecían pantalones de campana, los fardos de heno como cereales del desayuno. Pero nunca cometía el error de pensar que alguna de aquellas cosas fuese sencilla o natural.
Entró en un bosque y saludó con la cabeza a una pareja de excursionistas jóvenes que venían en sentido contrario. ¿Era fiel la impresión de que emitieron una risita burlona? Tal vez les hubiese sorprendido su gorra de tweed, su cazadora, su sarga ecuestre, sus polainas, sus botas de piel de gamo hechas a mano y su cayado de monte. Todo ello confeccionado en Inglaterra, por supuesto: Sir Jack era un patriota hasta en su vida privada. Los jóvenes que se alejaban llevaban chándales de color industrial, zapatillas de goma, gorras de béisbol y mochilas de nilón a la espalda; uno de ellos llevaba auriculares y con toda probabilidad no estaba escuchando la grandiosa Pastoral. Pero Sir Jack no era un esnob. Años antes habían presentado en la Asociación de Excursionistas una moción proponiendo que se obligara a los socios a lucir colores que combinaran con el paisaje. Sir Jack había combatido la propuesta con uñas y dientes y de cabo a rabo. La había tachado de fantástica, elitista, inviable y antidemocrática. Además, él no carecía de intereses en el mercado de la ropa deportiva.
El sendero del bosque, varias generaciones de mullidas hojas de haya, era de fieltro acolchado. Capas de hongos sobre un leño podrido formaban una maqueta de viviendas de obreros diseñada por Le Corbusier. El genio era la capacidad de transformar: así el ruiseñor, la codorniz y el cuclillo se convertían en la flauta, el oboe y el clarinete. Y, sin embargo, ¿no era también el genio la aptitud de ver las cosas con los ojos inocentes de un niño?
Salió del bosque y escaló una pequeña colina: a sus pies, un campo ondulado conducía a través de un soto a un río angosto. Se recostó en el bastón y rumió su encuentro con Jerry Batson. No era exactamente un patriota, en su opinión. Había en él algo esquivo. No te trataba de hombre a hombre, no te miraba a los ojos, parecía estar en trance, sentado en su asiento, como un hippie de alta costura. Pero si le untabas la palma de plata, Jerry normalmente pondría el dedo encima por ti. Tiempo. Eres tan viejo, exactamente igual de viejo, como eres. Una afirmación en apariencia tan obvia que resultaba casi mística. ¿Cómo era de viejo Sir Jack? Más de lo que ponía en su pasaporte, eso desde luego. ¿De cuánto tiempo disponía? Había momentos en que sentía extraños recelos. En su cuarto de baño personal de Pitman House, de una banda a otra de su retrete de pórfido, le invadía a veces una sensación de fragilidad. Un fin innoble, que te pillaran con los pantalones bajados.