¡No, no! No era ése el modo de pensar. No el pequeño Jacky Pitman, no el alegre Jack, no Sir Jack, no el futuro Lord Pitman o lo que él quisiera ser. No, tenía que seguir en danza, tenía que actuar, no podía esperar al tiempo, debía atraparlo por el pescuezo. ¡Adelante, adelante! Asestó un fustazo con el bastón a un seto y perturbó a un faisán, que se elevó pesadamente en el aire, aleteando con su plumaje feérico, y despegó como un aeromodelo de hélice vacilante.
La limpia brisa de octubre arreció cuando él seguía el borde de una escarpadura. Una bomba de viento oxidada imitaba a un gallo insolente de Picasso. Distinguía ya a lo lejos unas luces tempranas: un pueblo dormitorio para gentes que trabajan en la ciudad, un pub al que los cerveceros habían devuelto autenticidad. Su trayecto se estaba acabando demasiado aprisa. Aún no, pensó Sir Jack, ¡todavía no! En ocasiones sentía una gran afinidad con el bueno de Ludwig, y era verdad que las semblanzas de Sir Jack publicadas en revistas empleaban a menudo la palabra genio. No siempre insertada en contextos halagüeños, pero, como él decía, sólo había dos clases de periodistas: los pagados por él y los contratados por rivales envidiosos. Y al fin y al cabo podrían haber elegido otra palabra. ¿Pero dónde estaba su Novena Sinfonía? ¿Era aquello que se removía en su interior en aquel momento? Si Beethoven hubiese muerto después de componer tan sólo ocho, sin duda el mundo le habría reconocido igualmente como una imponente figura. ¡Pero la novena, la novena!
Pasó volando un arrendajo que anunciaba los colores de coches de la nueva temporada. Un seto de haya llameaba como pintura anticorrosiva. Si pudiéramos meternos dentro… Muss es sein? Cualquier amante de Beethoven -y Sir Jack se contaba entre ellos- conocía la respuesta a esa pregunta. Es muss sein. Pero solamente después de la Novena.
Se cerró el cuello de la cazadora para protegerse del viento que arreciaba y se dirigió hacia una abertura en un seto alejado. Un brandy doble en el Dog and Bad ger, cuyo anfitrión patilludo patrióticamente renunciaría a cobrarle -«Es un placer y un honor, como siempre, Sir Jack»-, y la limusina de regreso a Londres. Normalmente ponía la Pastoral en el automóvil, pero hoy no, quizá. ¿La Tercera? ¿La Quinta? ¿Se atrevería a poner la Novena? Al llegar al seto, un cuervo alzó su seda y el vuelo.
– A otros puede que les guste rodearse de personal sumiso -dijo Sir Jack cuando entrevistaba a Martha Cochrane para el puesto de asesor especial-. Pero a mí se me conoce por valorar lo que yo llamo personas díscolas. La camarilla incómoda, los que dicen que no. ¿No es cierto, Mark?
Se dirigía a su jefe de Proyecto, un joven rubio y pícaro cuyos ojos seguían a su patrón con tanta rapidez que a veces parecía adelantársele. -No -dijo Mark.
– Ja, ja, Marco. Touché. O, por otra parte, gracias por demostrar lo que he dicho.
Se inclinó sobre el escritorio doble de su socio, obsequiando a Martha con un benévolo Führerkon-takt. Martha aguardó. Esperaba tentativas de pillarla a contrapié, y el confort de la oficina de Sir Jack ya lo había hecho, con su drástico cambio de estilo comparado con el resto de la Pitman House. Al cruzar la habitación, a punto estuvo de torcerse un tobillo en la maleza de la alfombra.
– Habrá advertido, señorita Cochrane, que acentúo la palabra personas. Empleo a más mujeres que la mayoría de mis iguales. Soy un gran admirador de las mujeres. Y tengo la convicción de que cuando no son más idealistas que los hombres, son más cínicas. Así que estoy buscando lo que podría llamarse un cínico oficial. No un bufón de corte, como el joven Mark, aquí presente, sino alguien que no tenga miedo de decir lo que piensa, de oponerse a mí, aun cuando no deba esperar que se preste oídos necesariamente a su consejo y a su sabiduría. El mundo es mi ostra, pero en este caso no estoy buscando una perla, sino ese gramo vital de arenilla. Dígame, ¿está de acuerdo en que las mujeres son más cínicas que los hombres?
Martha reflexionó unos segundos.
– Bueno, tradicionalmente las mujeres se han acomodado a las necesidades de los hombres. Que son necesidades dobles, por supuesto. Nos ponen en un pedestal para poder mirarnos por debajo de la falda. Nos adaptamos cuando ellos querían modelos de pureza y valía espiritual, algo que idealizar mientras estaban labrando la tierra o matando al enemigo. Si ahora quieren que seamos cínicas y desencantadas, me atrevería a decir que también podemos acomodarnos a eso. Aunque por supuesto puede que no lo hagamos en serio, del mismo modo que tampoco antes lo hacíamos en serio. Podría ser que estuviéramos siendo cínicas respecto al hecho de ser cínicas.
Sir Jack, que la entrevistaba en democrática manga corta, se estiró los tirantes Garrick con un correoso pizzicato.
– Eso sí es muy cínico.
Miró de nuevo el impreso de candidatura de Martha. Cuarenta años, divorciada, sin hijos; una licenciatura en historia, seguida de estudios de posgraduada sobre el legado de los sofistas; cinco años en la City, dos en el Ministerio de Patrimonio y Artes, ocho como consultora independiente. Cuando desplazó los ojos del papel hacia su cara, ella ya le estaba devolviendo una mirada firme. Pelo castaño oscuro en una melena austera, un traje azul de vestir, una sola piedra verde en su meñique izquierdo. El escritorio impedía verle las piernas.
– Debo hacerle unas preguntas, sin un orden concreto. Veamos… -La atención fija de Martha le producía un extraño desconcierto-. Veamos. Tiene cuarenta años. ¿Es así?
– Treinta y nueve. -Aguardó a que él entreabriera los labios para cortarle en seco-. Pero si hubiera dicho que tengo treinta y nueve usted probablemente habría pensado que tengo cuarenta y dos o cuarenta y tres, mientras que si digo que tengo cuarenta es más probable que se lo crea.
Sir Jack intentó una carcajada.
– ¿Y los demás datos de su candidatura son tan aproximados a la verdad como su edad?
– Son tan veraces como usted quiera que sean. Si conviene, son verdad. Si no, los cambiaré.
– ¿Por qué cree usted que nuestro gran país ama a la familia real?
– Por la ley del revólver. Si no la tuviéramos, usted me habría hecho la pregunta opuesta.
– ¿Su matrimonio terminó en divorcio?
– No soportaba el ritmo de la felicidad.
– ¿Somos una raza orgullosa que no conoce la derrota militar desde 1066?
– Con victorias notables en la guerra de Independencia americana y las guerras afganas.
– Pero derrotamos a Napoleón, al Kaiser, a Hitler.
– Con una ayudita de nuestros amigos.
– ¿Qué le parece la vista desde la ventana de mi despacho?
Extendió un brazo. La mirada de Martha fue guiada hasta un par de cortinas que llegaban al suelo, sujetas por un cordón dorado; entre ellas había una ventana evidentemente falsa en cuyo cristal estaba pintado un panorama de maizales rubios.
– Es bonita -dijo ella, evasiva.
– ¡Ja! -exclamó Sir Jack. Caminó hasta la ventana, agarró los pomos del trampantojo y, para sorpresa de Martha, la izó hacia arriba. Los maizales desaparecieron para dejar paso al atrio de Pitman House-. ¡Ja!