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Volvió a sentarse, con la complacencia de quien ha ganado la partida.

– ¿Se acostaría conmigo para obtener este empleo?

– No, creo que no. Me daría demasiado poder sobre usted.

Sir Jack resopló. Cuida la lengua, se dijo Martha. No empieces a tocar para el auditorio: Pitman ya lo está haciendo por los dos. No era un auditorio nutrido, de todas maneras: el bufón rubio; un «promotor de concepto» cachas; un hombrecillo de gafas y cometido impreciso, encorvado sobre un ordenador, y una secretaria muda.

– ¿Y qué opina de mi gran Proyecto, tal como lo hemos diseñado?

Martha hizo una pausa.

– Creo que funcionará -contestó, y guardó silencio. Sir Jack, sospechando una ventaja, salió desde detrás del escritorio y observó el perfil de Martha. Tironeándose el lóbulo de su oreja izquierda, le examinó las piernas.

– ¿Por qué?

Mientras formulaba esta pregunta, se preguntó si la candidata se dirigiría a uno de sus subordinados o incluso a la silla que él había desocupado. ¿O se daría media vuelta para mirarle de refilón? Para sorpresa de Sir Jack, ella no hizo ninguna de las dos cosas. Se levantó, se le plantó delante, se cruzó de brazos con desenvoltura sobre el pecho y dijo:

– Porque nadie ha perdido dinero incitando a la gente a la indolencia. O, mejor dicho, porque nadie ha perdido dinero incitando a la gente a gastar mucho en practicar la indolencia.

– El ocio de calidad comprende muchas actividades.

– Exactamente.

Sir Jack se movió ligeramente mientras le hacía las preguntas siguientes, que pretendían desconcertar a Martha. Pero ella permaneció de pie y se limitó a volver la cara hacia donde él estuviera. Hacía caso omiso del resto de los miembros de la junta de examen. En ocasiones, Sir Jack casi se sintió como si fuera él quien se movía para adaptarse al compás marcado por ella. -Dígame, ¿se ha cortado el pelo así especialmente para esta entrevista? -No, para la siguiente. -¿Sir Francis Drake? -Un pirata. (Gracias, Cristina.) -Bueno, bueno. ¿Qué me dice de san Jorge, nuestro patrono?

– Santo patrono también de Aragón y Portugal, creo, y protector de Génova y de Venecia. Un hombre de cinco dragones, tal como suena.

– ¿Qué me diría si yo le sugiriese que la función de Inglaterra en el mundo era actuar como un emblema de declive, un espantajo moral y económico? Por ejemplo, enseñamos al mundo el ingenioso juego del criquet, y ahora nuestro cometido, nuestro deber histórico, expresión de un residuo de culpa imperial, consiste en sentarnos a mirar cómo nos gana todo el mundo, ¿qué diría usted a eso?

– Diría que no es muy propio de usted. Naturalmente, he leído casi todos sus discursos.

Sir Jack sonrió para sus adentros, aunque tales gestos privados se prestaban siempre pródigamente a un consumo más amplio. Para entonces ya había concluido su gira deambulatoria y se arrellanó en su asiento presidencial. Martha se sentó también.

– ¿Y por qué quiere este empleo?

– Porque el sueldo es superior a mis méritos.

Sir Jack rió abiertamente.

– ¿Alguna pregunta más? -dijo a su equipo.

– No -respondió Mark, con insolencia, pero su jefe no captó la intención de su réplica.

Acompañaron a Martha a la salida. Se detuvo en la sala de citas y fingió lanzar una ojeada a la placa iluminada por un foco; tal vez hubiera una cámara furtiva a la que debía atenderse. En realidad, se estaba preguntando qué le recordaba el despacho de Sir Jack. A medias club de caballeros y a medias casa de subastas, producto de un gusto imperioso pero desigual. Se asemejaba al salón de un hotel campestre donde uno iba a cometer un adulterio desganado y en donde el filo de nerviosismo en el porte de todos los demás disfrazaba el tuyo propio.

Sir Jack, entretanto, empujó hacia atrás su silla, se desperezó ruidosamente y dedicó una sonrisa radiante a sus colegas.

– Un ejemplar con arenilla y perla. Caballeros…, hablo metafóricamente, por supuesto, puesto que en mi gramática el masculino comprende siempre el femenino… Caballeros, creo que estoy enamorado.

Una breve historia de la sexualidad en el caso de Martha Cochrane:

1. Descubrimiento inocente. Una almohada prensada entre los muslos, la mente efervescente, y el resquicio de luz todavía caliente por debajo de la puerta de su dormitorio. Ella llamaba a esto «probar una emoción».

2. Progreso técnico. El uso de un dedo, luego de dos; primero secos, después mojados.

3. Socialización del impulso. El primer chico qu dijo que ella le gustaba. Simón. El primer beso, y el interrogante, ¿dónde ponemos la nariz? La primera vez después de un baile, contra una pared, en que ella sintió que algo se le clavaba en la curva de la cadera; la idea fugaz de que podría tratarse de alguna deformidad, y en cualquier caso un motivo para no volver ver al chico. Más adelante, para volver a verle: de pliegue visual, causante de un pánico moderado. No cabrá entera, pensó.

4. Paradoja del impulso. Con palabras de un vieja canción: Nunca tuvo al que quiso; nunca quiso al que tuvo. Deseo intenso y no reconocido de Nic Dearden, cuyo antebrazo ella ni siquiera llegó a rozar. Sumisión complaciente ante Gareth Dyce, que la folló tres veces seguidas sobre una alfombra áspera, mientras ella sonreía y le alentaba, preguntándose si aquello era tan bueno como parecía, y un tanto incomodada por la extraña distribución del peso varoniclass="underline" cómo podía él ser liviano y flotante encima de ella, al mismo tiempo que le expulsaba a presión el aire de los pulmones con su grueso chisme ahí dentro. Y tampoco le había gustado el nombre de Gareth cuando ella lo había pronunciado antes y durante.

5. El parque de atracciones. Tantos pasatiempos en oferta mientras centelleaban ristras de serpentinas luminosas y retumbaban remolinos de música. Volabas alto, te quedabas pegada a las paredes de un tambor giratorio, desafiabas la gravedad, probabas las posibilidades y los límites del cuerpo. Y había premios, o parecía haberlos, aun cuando, más a menudo de lo que esperabas, el aro que lanzabas rozaba solamente el cilindro de madera, la caña de pescar de pacotilla no pescaba nada y el coco estaba pegado con cola a la taza.

6. Persecución del ideal. En diversos lechos, y en ocasiones renunciando a ellos o evitándolos. La presunción de que la plenitud era posible, deseable, esencial… y alcanzable sólo en la presencia y con la asistencia del Otro. La esperanza de ese Posible en: a) Thomas, que la llevó a Venecia, donde ella encontró los ojos de él brillando delante de un Giorgione más de lo que brillaron cuando ella se plantó delante con su sujetador y sus bragas comprados expresamente, de color azul noche, mientras el canal de atrás palmoteaba fuera de su ventana; b) Matthew, a quien le encantaba ir de compras, y que sabía decirle qué ropa le sentaría bien cuando todavía conservaban la decencia, y que cocinaba el risotto hasta un punto perfecto de humedad pegajosa, pero que no era capaz de hacer lo mismo con ella; c) Ted, que le enseñó las ventajas del dinero y las hipocresías enervantes que suscitaba, y que decía que la amaba y que quería casarse con ella y tener hijos con ella, pero que nunca le dijo que en el lapso comprendido entre el momento en que salía del apartamento y el instante en que llegaba a la oficina pasaba una hora de intimidad con su psiquiatra; d) Russell, con quien se fugó atolondradamente para follar y amar, a mitad de camino en un monte de Galescon, con agua fría bombeada a mano y leche de cabra recién ordeñada; que era idealista, organizado, con mentalidad social y abnegado, y a quien ella admiró locamente hasta que empezó a sospechar que ella no podría sobrevivir sin la complacencia, las distracciones, la indolencia y la corrupción de la moderna vida urbana. Su experiencia con Russell la indujo asimismo a dudar de si el amor se alcanzaba merced a un esfuerzo o mediante una decisión activa; de si la valía personal contaba. Además, ¿dónde estaba escrito que fuese posible algo más que una dulce cochinería amistosa? (En libros, pero ella no creía en los libros.) Una liviana, casi embriagadora desesperanza acompañó su vida durante varios años después de haber comprendido estas cosas.