»Ahora bien, el interrogante es: ¿por qué preferimos la réplica al original? ¿Por qué nos causa un mayor frisson? Para entenderlo, tenemos que entender y afrontar nuestra inseguridad, nuestra indecisión existencial, el profundo miedo atávico que experimentamos cara a cara ante el original. No hay sitio donde escondernos cuando nos presentan una realidad alternativa a la nuestra, una realidad en apariencia más poderosa y que en consecuencia representa una amenaza. Sin duda están ustedes familiarizados con la obra de Viollet-Le-Duc, que en la primera parte del siglo xix recibió el encargo de restaurar muchos de los castillos derruidos y forteresses de mi país. Ha habido dos maneras tradicionales de considerar su obra: una, que su propósito era, en la medida de lo posible, salvar las viejas piedras de la destrucción y la desaparición, conservarlas lo mejor que pudo; otra, que intentaba algo más difíciclass="underline" restaurar el edificio tal como había sido construido originalmente, una tarea de la imaginación que algunos juzgan lograda y otros lo contrario. Pero hay un tercer modo de enfocar el asunto, y es el siguiente: Viollet-Le-Duc pretendía abolir la realidad de aquellas construcciones antiguas. Frente a la rivalización de la realidad, de una realidad más fuerte y más profunda que la de su tiempo, no tenía más remedio, a causa del terror existencial y el instinto humano de conservación, ¡que destruir el original!
«Permítanme que cite a uno de mis compatriotas, uno de esos soixante-huitards del siglo pasado cuyos errores muchos de nosotros consideramos muy instructivos, muy fructíferos. "Todo lo que en su momento se vivió directamente", escribió, "se ha vuelto mera representación." Una verdad profunda, aunque concebida como un profundo error. Porque lo asombroso es que la enunciaba como una crítica y no como un elogio. Sigo citándole: "Más allá de un legado de libros y edificios antiguos, que aún conservan cierta importancia pero están destinados a una reducción continua, no pervive nada, ni en la cultura ni en la naturaleza, que no haya sido transformado y contaminado con arreglo a los medios e intereses de la industria moderna."
»¿Ven cómo la mente puede llegar tan lejos y perder luego el coraje? Y vean que esa cobardía podemos situarla en el desplazamiento, la degeneración, de un verbo de sentido neutral, "transformar", en otro de reprobación ética, "contaminar". Aquel viejo pensador comprendió que vivimos en el mundo del espectáculo, pero el sentimentalismo y un cierto "recidivismo" político le impulsaron a temer su propia visión. Yo preferiría desarrollar su pensamiento de la manera siguiente. Antiguamente sólo existía el mundo, vivido directamente. Ahora existe la representación del mundo; permítanme que fracture la palabra: re-presentación. No sustituye al mundo simple y primitivo, sino que lo refuerza y lo enriquece, lo ironiza y compendia. En ese mundo vivimos actualmente. Un mundo monocromo se ha vuelto tecnicolor, el graznido de un orador único se ha convertido en un sonido yuxtapuesto. ¿Constituye una pérdida? No, es nuestra conquista, nuestra victoria.
»En resumen, sostengo que el mundo del tercer milenio es inevitable, ineluctablemente moderno, y que nuestra tarea intelectual consiste en acatar dicha modernidad y tachar de sentimental y fraudulento cualquier anhelo de lo que dudosamente se denomina el "original". Tenemos que exigir la réplica, puesto que la realidad, la verdad, la autenticidad de la réplica es la única que podemos poseer, colonizar, volver a ordenar, disfrutar y, por último, si así lo decidimos, es la realidad que está a nuestro alcance hallar, afrontar y destruir, puesto que es nuestro destino.
»Les felicito, señoras y caballeros, porque su empresa es profundamente moderna. Les deseo el valor de asumir esa modernidad. Críticos ignorantes afirmarán, sin duda, que ustedes pretenden simplemente recrear la Vieja Inglaterra, una expresión cuyas desinencias femeninas me resultan especialmente interesantes, pero eso es otra cuestión. De hecho, si me lo permiten, es una broma. Les digo, para acabar, que su Proyecto tiene que ser muy "viejo", ¡pues de ese modo será verdaderamente nuevo y moderno! Señoras, caballeros, ¡me descubro!
Una limusina de la Piteo trasladó al intelectual francés al centro de Londres, donde gastó parte de sus honorarios en botas de pescar de Farlow, moscas de House of Hardy y queso curado de Caerphilly en Paxton and Whitfield. Luego partió, vía Frankfurt, hacia su siguiente conferencia, de nuevo sin notas.
Entre las muchas opiniones distintas acerca de S' Jack Pitman, pocas eran compatibles. ¿Era un bravucón y un granuja, o un dirigente nato y una fuerza de la naturaleza? ¿Una inevitable y burda consecuencia del sistema de libre mercado, o un individuo motivado que, no obstante, permanecía en contacto con su humanidad esencial? Algunos le atribuían una inteligencia profunda e instintiva que le prestaba una sensibilidad igual para las fluctuaciones del mercado, que eran como las de la marea, y las susceptibilidades de quienes trataban con él; a otros les parecía una amalgama brutal e irreflexiva, compuesta de dinero, ego y falta de escrúpulos. Algunos le habían visto dejar llamadas telefónicas en situación de espera mientras mostraba, orgulloso, su colección de porcelana Pratt; otros habían recibido llamadas suyas en una de sus posturas de negociación predilectas, entronizado en su retrete de pórfido, y oído que respondía a sus impertinencias con accesos de cólera intestinal. ¿Por qué esos juicios tan divergentes? Naturalmente, había explicaciones igualmente opuestas. Algunos pensaban que Sir Jack era simplemente grandioso, un ser demasiado polifacético para que mortales inferiores, a menudo envidiosos, lo entendieran plenamente; otros sospechaban que en su técnica de dominación se escondía una reserva táctica, que privaba a la mirada escrutadora de claves o pruebas consistentes.
La misma dualidad aquejaba a quienes examinaban sus tratos de negocios. O bien era un oportunista, un apostador, un ilusionista financiero que durante ese breve y preciso momento te convencía de que el dinero era real y de que lo tenías delante de los ojos; explotaba cada lasitud del sistema normativo, robaba a Peter para pagar a Paul; era un perro loco, que excavaba un nuevo agujero y utilizaba la tierra en rellenar el otro que acababa de excavar; era, en palabras, que todavía resonaban, de un inspector del Ministerio de Comercio e Industria, «incapaz de regentar un puesto de pescado». O bien: era un mercader dinámico y audaz cuyo éxito y energía no podían por menos de suscitar malevolencia y habladurías entre aquellos que consideraban que la mejor manera de hacer negocios era entre empresas pequeñas y dinásticas que se regían por las reglas venerables del criquet; era un arquetípico empresario transnacional que operaba en el moderno mercado global y que comprensiblemente minimizaba sus deudas fiscales…; ¿cómo, si no, cabía esperar seguir siendo competitivo? O bien: mira el modo en que utilizó a Sir Charles Enright para poder acceder a la City, cómo le aduló y le lisonjeó para después cambiar de cara y devorarle, expulsarle del consejo en cuanto Charles sufrió su primer ataque cardíaco. O: Charlie pertenecía a la vieja escuela, muy decente pero francamente un poco fuera de juego, la empresa necesitaba un buen meneo y la oferta de pensión fue más que generosa, ¿no sabías que Sir Jack pagaba de su bolsillo los estudios del hijo menor de Charlie? O bien: nadie de los que trabajaban para él había dicho nunca nada malo de él. O: tenías que admitir que Pitman había sido siempre un maestro del documento comprometedor y la cláusula secreta.
Incluso algo en apariencia inequívoco como la realidad arquitectónica de Pitman House, el edificio del veinticuatro plantas de cristal y acero, haya y fresno, se prestaba a diversas interpretaciones. ¿Era su ubicación -en una zona industrial, ganada al cinturón verde, al noroeste de Londres- una astuta muestra de reducción de costes o un indicio de que a Sir Jack se le caían las pelotas de miedo a mezclar su edificio con los pesos pesados de la City? Contratar a Slater, Grayson & White, ¿había supuesto simplemente doblegar la cerviz ante la moda arquitectónica, o había sido una inversión inteligente? Una cuestión más elemental era: ¿Pitman House pertenecía siquiera a Jack Pitman? Puede que hubiera sufragado su construcción, pero corrían rumores de que el último soplido de la recesión le había pillado en apuros y había tenido que agachar la cabeza y recurrir a un banco francés para una operación de venta y posterior arrendamiento. Pero aun en el caso de que esto fuese cierto, cabía interpretarlo de dos modos: o bien Piteo estaba descapitalizado o bien Sir Jack iba un paso por delante, como de costumbre, y era consciente de que inmovilizar capital en el activo amortizable de una sede suntuosa era precisamente lo que hacían los idiotas.