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Había sido desplegado un mapa de las islas británicas sobre la mesa de batalla, y el comité de coordinación de Sir Jack se preguntaba, examinando el rompecabezas de condados, si sería mejor estar completamente equivocados o tener toda la razón. Probablemente ninguna de las dos cosas. Sir Jack, que ahora deambulaba por detrás del grupo, les facilitó una pista.

– Inglaterra, como han señalado el poderoso Guillermo y muchos otros, es una isla. Por consiguiente, si queremos ser serios, si pretendemos ofrecer la cosa misma, nos corresponde buscar un chisme precioso servido en un cacharro de plata.

Escudriñaron el mapa como si la cartografía fuese una dudosa invención reciente. Las alternativas parecían ser demasiadas o demasiado pocas. Tal vez se requería aventurar una temeridad conceptual.

– ¿No estará, por casualidad, pensando… en Escocia, por ejemplo?

Un profundo suspiro de los bronquios indicó que no, zoquete, Sir Jack no pensaba en Escocia.

– ¿Las islas Scilly?

– Demasiado lejos.

– ¿Las islas del Canal?

– Demasiado francesas.

– ¿La isla de Lundy?

– Refrésqueme la memoria.

– Famosa por sus frailecillos.

– Oh, por el amor de Dios, Paul, que les den por el saco a los frailecillos. Y no me diga tampoco las marismas del estuario del Támesis.

¿En cuál estaría pensando? Anglesey estaba descartada. ¿La isla de Man? Quizá la idea de Sir Jack fuese construir su propia isla cerca de la costa. No sería impropio de él. Bien mirado, lo curioso de Sir Jack era que nada, en cierto sentido, resultaba impropio de él, salvo lo que no quería hacer.

– Ahí -dijo, y su puño cerrado descendió como el tampón de un pasaporte-. Ahí.

– La isla de Wight -respondieron todos en coro desordenado.

– Exactamente. Mírenla, acurrucada en el blando bajo vientre de Inglaterra. Qué monada. Qué preciosidad. Miren su forma. Un puro diamante, es lo que me pareció al instante. Un puro diamante. Una joyita. Una monada.

– ¿Cómo es, Sir Jack? -preguntó Mark.

– ¿Cómo es? Es perfecta en el mapa, eso es lo que es. ¿Ha estado allí?

– No.

– ¿Alguien ha estado?

No; no; no; no y no. Sir Jack se situó al otro lado del mapa, posó las manos en los Highlands de Escocia y encaró a su círculo de asesores privados.

– ¿Y qué saben de ella?

Todos se miraron. Sir Jack prosiguió. -En tal caso, voy a ayudarles a disipar su ignorancia. ¿Me enumeran cinco famosos sucesos históricos relacionados con la isla de Wight? -Silencio-. Número uno. ¿Dr. Max? -Silencio-. No es de su época, desde luego, ja, ja. Bien. Enumeren cinco famosos edificios catalogados de la isla cuya restauración pondría los pelos de punta a Patrimonio.

– Osborne House -dijo el Dr. Max, como en un concurso.

– Muy bien. El Dr. Max gana el secador. Enumere otros cuatro -Silencio-. Bien. Nombre cinco especies conocidas de plantas, aves o animales en peligro de extinción y cuyo habitat podrían perturbar nuestros benditos bulldozers. -Silencio-. Bien.

– Las regatas de Cowes -sugirió una voz, de repente.

– Ah, los fagocitos despiertan. Muy bien, Jeff. Pero eso no es, me parece, un ave, una planta, un edificio catalogado o un acontecimiento histórico. ¿Alguna otra propuesta? -Un silencio más largo-. Bien. En realidad, perfecto.

– Pero Sir Jack… ¿no está, en teoría, llena de habitantes?

– No, Mark, no está llena de habitantes. De lo que está llena es de agradecidos empleados futuros. Pero gracias por ofrecerse voluntario a satisfacer su curiosidad. Marco Polo, como he dicho. Montado a caballo. Me entregará un informe dentro de dos semanas. Tengo entendido que hay hospedaje muy económico en la isla.

– ¿Cómo lo ves, entonces? -preguntó Paul cuando estaban sentados en una vinatería a media milla de Pitman House. Martha tomaba un vaso de agua mineral, Paul una copa de vino blanco de un sobrenatural color amarillo. Detrás de Paul, en el enchapado de roble, colgaba un grabado de dos perros que se comportaban como seres humanos; alrededor de ellos, hombres de traje oscuro gañían y ladraban.

¿Que cómo lo veía? Para empezar, le parecía sorprendente que fuese Paul el que le hubiese propuesto tomar una copa juntos. Martha se había vuelto ducha en prever las jugadas en oficinas donde predominaban los varones. Las jugadas y las omisiones. Los dedazos acolchados de Sir Jack se habían posado en ella, insinuantes, durante unos momentos de elucubración profesional, pero ella captó el contacto más como una expresión de mando que de lujuria…, aunque la lujuria no estaba excluida. En la mirada rápida que le habían lanzado los ojos azules del joven Mark, el director de Proyecto, ella había reconocido, sobre todo, una alusión a sí mismo; Mark sería un flirt sin consecuencias. El Dr. Max…, bueno, más de una vez habían compartido bocadillos en la terraza que daba al pantano artificial, pero el Dr. Max estaba transparente y placenteramente interesado en el Dr. Max, y cuando no era así Martha Cochrane dudaba de que él fuese su especie preferida. Por consiguiente, había previsto que la abordara Jeff, el hombretón, sólido y casado Jeff, con asientos de bebé atados en su jeep; seguramente sería el primero en aventurar el taimado y secundado murmullo de ¿tomamos una copa al salir del trabajo? En la jaula zoológica de egos que había en Pitman House, había pasado por alto a Paul, o le había tomado por un junco inmóvil que de vez en cuando se estremecía. Paul delante de su ordenador, el escriba mudo, el captador de ideas, espigando las banalidades enmarcadas de Sir Jack y almacenándolas para la posteridad, o como mínimo para una futura Fundación Pitman. -¿Cómo lo veo? -Martha se olió también un montaje: Paul de recadero sondeándola por cuenta de Sir Jack o quizá de algún otro-. Oh, en realidad no importa. Yo sólo soy la cínica oficial. Me limito a responder a las ideas de los demás. ¿Cómo lo ves tú?

– Yo sólo soy el que capta ideas. Las capto. No tengo ninguna propia. -No lo creo.

– ¿Qué piensas de Sir Jack? -¿Qué piensas tú?

Peón cuatro rey, peón cuatro rey, las negras siguen a las blancas hasta que éstas introducen una variante. La de Paul constituyó una sorpresa. -Le considero un hombre de familia. -Es curioso, yo siempre he pensado que esas palabras forman un oxímoron.

– En el fondo es un hombre de familia -repitió Paul-. Verás, tiene una tía anciana por ahí perdida. La visita, puntual como un reloj.

– ¿Padre orgulloso, marido ferviente? Paul la miró como si ella cometiera la perversidad de mantener su actitud profesional fuera de las horas de oficina.

– ¿Por qué no? -¿Por qué? -¿Por qué no?

– ¿Por qué?

Martha aguardó, ante la situación provisional de tablas. El captador de ideas era dos o cuatro centímetros más bajo que el metro setenta y tres de Martha, y algunos años más joven; tenía una cara pálida y redonda y los ojos serios, entre azules y grises, detrás de unas gafas que no le daban una apariencia de empollón ni de estudioso, sino simplemente de alguien con mala vista. Llevaba con cierto embarazo la indumentaria de trabajo, como si se la hubiera elegido otra persona, y jugueteaba con su copa sobre un posavasos con personajes de Dickens. Una percepción periférica le informaba a Martha de que cuando ella miraba hacia otro lado él clavaba los ojos en ella. ¿Era timidez o cálculo? ¿Acaso él pretendía que ella lo advirtiera? Martha suspiró para sí: hoy en día hasta las cosas sencillas raramente eran simples.

Esperó, en cualquier caso. Había aprendido a controlar el silencio. Mucho tiempo atrás había aprendido -más por ósmosis social que porque alguien se lo hubiese enseñado- que una de las funciones femeninas consistía en sonsacar a los hombres, hacer que se sintieran a gusto; ellos, entonces, se soltaban, te hablaban del mundo, te contaban sus pensamientos más íntimos y por ultimo se casaban contigo. Cuando llegó a la treintena, Martha comprendió que semejante actitud era realmente una mala política. La mayoría de las veces representaba otorgar a un hombre la licencia de aburrirte; la idea, por otra parte, de que te revelarían sus pensamientos más secretos era una ingenuidad. Para empezar, muchos sólo tenían pensamientos superficiales.