Выбрать главу

Así que en lugar de aprobar de antemano la conversación masculina, se replegaba y saboreaba el poder del silencio. Esto incomodaba a algunos hombres. Juzgaban aquel silencio intrínsecamente hostil. Le decían que era una mujer pasiva y agresiva al mismo tiempo. Le preguntaban si era feminista, vocablo que no enunciaban como una descripción neutra, y mucho menos como un elogio. «Pero si no he dicho nada», contestaba ella. «No, pero intuyo tu censura», dijo uno. Otro, borracho después de la cena, con el puro todavía en la boca y cólera en los ojos, le espetó: «Crees que sólo hay dos clases de hombres, ¿verdad?; los que ya han dicho una chorrada y los que van a decirla más adelante. Pues que te jodan.»

A Martha, en consecuencia, no le iba a ganar en materia de silencios un chico que la miraba de soslayo con una copa de vino amarillo delante.

– Mi padre tocaba el oboe -dijo él finalmente-. No era profesional, pero no lo hacía nada mal y tocaba con grupos de aficionados. Solía llevarme a iglesias frías y a salas de pueblo los domingos por la tarde. La Serenata del viento de Mozart, una y otra vez. Ese tipo de cosas.

»Perdona, esto no viene a cuento. Un día me contó una historia. De un compositor soviético, no me acuerdo quién. Fue durante la guerra, la que llamaron la Gran Guerra Patriótica. Contra los alemanes. Todo el mundo tenía que arrimar el hombro, y el Kremlin dijo a los compositores soviéticos que tenían que escribir música que inspirase al pueblo para expulsar al agresor. Nada de música artística, les dijo, necesitamos música para el pueblo que proceda del pueblo.

»Así que mandaron a los compositores principales a diversas regiones y les dijeron que volviesen con alegres suites de música popular. Y a aquel hombre le enviaron al Cáucaso, creo que era el Cáucaso, y en todo caso era una de las regiones que Stalin había intentado exterminar unos años antes, ya sabes, colectivización, purgas, limpieza étnica, hambruna, debería haberlo dicho antes. Bueno, pues el hombre viaja en busca de canciones campesinas, el violinista que toca en las bodas y cosas así. ¿Y sabes lo que descubrió? ¡Que no quedaba una auténtica música popular! Como Stalin había devastado los pueblos y desperdigado a todos los campesinos, al hacerlo había erradicado la música.

Paul dio un sorbo de vino. ¿Era una pausa o había terminado? Era otra de las destrezas sociales que las mujeres supuestamente debían aprender: cuándo un hombre había concluido su relato. En general no suponía un problema, pues el epílogo era ruidosamente obvio; o si no, el narrador empezaba a resoplar de risa por adelantado, lo que era un indicio suficientemente claro. Hacía mucho tiempo que Martha había resuelto reírse tan sólo de lo que le parecía divertido. Parecía un criterio sensato; pero algunos hombres lo consideraban ofensivo.

– De modo que el compositor se vio en apuros. No podía volver a Moscú y decir tranquilamente que el Gran Jefe había eliminado por error, desgraciadamente, toda la música de la región. Hubiese sido temerario. Entonces verás lo que hizo. Inventó algunas canciones populares. Luego escribió una suite basada en ellas y se la llevó a Moscú. Misión cumplida.

Otro sorbo, seguido de una mirada de reojo a Martha. Ella la tomó por una señal de que el relato probablemente había concluido. Él lo confirmó diciendo:

– Me temo que me cohibes un poco. Bueno, ella pensó que en teoría aquello era mejor que lo del ligón de cara colorada, niqui a rayas y una dentadura sospechosamente perfecta, que se te echaba encima y te decía en un tono jovial y jocoso: «Lo que de verdad me apetece, por supuesto, es sobarte las tetas.» Sí, aquello era mejor. Pero tampoco era la primera vez que oía esto. Tal vez había sobrepasado la edad en que podía haber comienzos nuevos; sólo los conocidos.

El tono de Martha fue deliberadamente enérgico:

– ¿Estás diciendo que Sir Jack se parece a Stalin?

Paul la miró desconcertado, como si ella le hubiera abofeteado: «¿Qué?» A continuación paseó por el local una mirada recelosa, como buscando a un hábil sabueso del KGB.

– Me ha parecido que ésa era la gracia de la historia.

– Cristo, no, no sé cómo se te ha podido…

– Yo tampoco lo sé -dijo Martha, sonriendo.

– Simplemente se me pasó por la cabeza.

– Olvídalo.

– De todos modos, no hay comparación…

– Olvídalo.

– O sea, por mencionar sólo un punto, la Inglaterra actual no tiene mucho que ver con la Rusia soviética de aquella época…

– Yo no he dicho una palabra.

La creciente suavidad de su voz alentó a Paul a levantar los ojos, aunque no a mirar los de ella. Miró más allá, a pequeños tirones, primero hacia un lado y después hacia el otro. Poco a poco, cautelosa como una mariposa, su mirada se posó en la oreja derecha de Martha. Se quedó confusa. Estaba tan acostumbrada a trucos y tretas, a la franqueza cómplice y a las manos atrevidas, que una simple timidez la desarmaba.

– ¿Y cómo reaccionaron? -se sorprendió diciendo, casi en un acceso de ternura aterrada.

– ¿Reaccionaron?

– Cuando llevó a Moscú la suite de canciones campesinas y la tocaron. Eso es el tema central, ¿no? Le pidieron música patriótica que inspirase a los trabajadores y a los campesinos que habían sobrevivido a las purgas, hambrunas y demás calamidades, y él compuso la música, la inventó de arriba abajo, ¿y era tan útil y estimulante como la que habría descubierto si hubiese quedado alguna? Me figuro que se trata de eso.

Sabía que lo estaba complicando. No, estaba parloteando. No hablaba así normalmente. El efecto fue que Paul desistiera de seguir hablando. Apartó los ojos de la oreja de Martha y pareció que se atrincheraba detrás de la montura de sus gafas. Fruncía el ceño, aunque a ella le pareció que más para sí mismo que para ella.

– La historia no lo cuenta -contestó finalmente.

Puf. Bravo, Martha. Sal de este lío indemne.

La historia no lo cuenta.

Le gustó que él no recordara el nombre del compositor. Y que no supiera con certeza si había sido el Cáucaso.

El Dr. Max fue, de todos los teóricos, asesores y ejecutores reunidos, el que más lentamente asimiló los principios y los requisitos del «Proyecto». Ello se atribuyó en principio al aislacionismo académico, pese a que el Dr. Max había sido nombrado precisamente porque no parecía oler a claustro. Siempre se había movido con soltura entre su cátedra y los estudios de televisión; era un experto en los programas de juegos más pijos, y tuteaba a media docena de presentadores de tele mientras éstos aguardaban serenamente a que él manifestase su pulcra veta polémica. Aunque aparentaba ser hombre muy urbano, colaboraba en la columna de temas de la naturaleza de The Times con el seudónimo sobradamente conocido de «Ratón de campo». Tenía una predilección indumentaria por los trajes de tweed, que combinaba con una serie de chalecos de ante, rematados por una pajarita de marca; era un candidato evidente para los artículos de moda como «De paisano». Por mucho que se remangara la pernera del pantalón, al relajarse ostentosamente entre las subversiones taimadas del mobiliario de un plato, nunca se le veía una pantorrilla al aire. Era un candidato obvio. ¡La primera expresión de ingenuidad táctica del Dr. Max había sido preguntar dónde estaba la biblioteca del Proyecto. La segunda fue distribuir separatas! de un artículo suyo en Basura de cuero titulado «¿Vestía el príncipe Alberto un traje príncipe Alberto? estudio hermenéutico de arqueología fálica.» Más grave era su tendencia a dirigir la palabra a Sir Jack en el comité ejecutivo con una vivacidad que ni siquiera un cínico oficial hubiera osado adoptar. Y luego había habido aquella interpretación homoerótica y -a juicio de algunos- suprapersonalizada del beso de Nelson y Hardy durante la sesión de brainstorming sobre grandes héroes británicos. Sir Jack había enumerado pomposamente los periódicos sujetos a su control pastoral antes de invitar al Dr. Max a que se metiera la pajarita por el culo, no me joda, sugerencia que no se incluyó en las actas.