– Dr. Max -dijo Jeff-. Eso suyo huele a animal clonado.
– Sólo necesitamos, señor Polo, los hechos fundamentales. Ya sabe lo que me aburren las rocas sedimentarias y las flechas de sílex.
– Perfectamente, Sir Jack.
Mark disfrutaba el alarde y la justa que había en aquellas situaciones, el espíritu de dominación servil que había implícito. Ni notas ni documentos, tan sólo una serie de hechos rizados y rubios en una cabeza rubia y rizada. Alardeando ante los demás al mismo tiempo que aquilataba la reacción cambiante de Sir Jack. Aunque «aquilatar» entrañaba precisión; en realidad, uno penetraba en los túneles oscuros de su estado de ánimo como un soldado en una tronera con una antorcha de exigua llama.
– La isla -empezó-, tal como Sir Jack señaló hace dos semanas, es un diamante. Por lo demás es un rombo. Algunos la han comparado a un rodaballo. Mide treinta y siete kilómetros de largo y veintiuno en su punto más ancho. Cuatrocientos un kilómetros cuadrados. Cada esquina forma, más o menos, un punto cardinal de la brújula. En otro tiempo estuvo unida a la tierra firme, allá por la época de la roca sedimentaria y las puntas de flecha de pedernal. No he podido averiguarlo, pero en todo caso antes de la era de la televisión. Topografía: mezcla de tierra caliza ondulada, de notable belleza, y una distopía bungaloide.
– Mark, de nuevo esa falsa distinción entre la naturaleza y el hombre. Se lo advertí. Y también lo de las palabras largas. ¿Cómo eran las dos últimas?
– Distopía bungaloide.
– Tan antidemocrático. Tan elitista. Quizá las tome prestadas.
Mark sabía que lo haría. Era una de las maneras de felicitarte que empleaba Sir Jack. Y él había buscado ácidamente el cumplido. Hasta allí todo iba bien. Reanudó su exposición.
– El terreno en su conjunto es bastante llano. Acantilados vistosos. Pensé que al comité le gustaría tener un souvenir. -Sacó del bolsillo un faro pequeño de cristal lleno de franjas de arena de distintos colores-. Especialidad local. De Alum Bay. Unos doce colores. Fácil de reproducir, yo diría. La arena, quiero decir.
Depositó el faro sobre el escritorio de Sir Jack, alentando la posibilidad de un comentario. No hubo ninguno.
– Además, hay cosas llamadas quillas, que son un poco como barrancos donde las corrientes han abierto un cauce en los acantilados en su camino hacia el mar. Muy utilizados por contrabandistas, vide infra o, mejor dicho, audi infra. Flora y fauna: nada especialmente singular y en peligro de extinción. Un detalle sobre ardillas: allí sólo existe la variedad roja porque es una isla y las cabronas de las grises no consiguieron subirse al barco. Pero no he visto a nadie alborotar por eso. Oh, sí, y una noticia ligeramente mala, Sir Jack. -Aguardó a que se alzara una ceja tupida, negra y de hebras grises-. Tienen frailecillos.
– ¡Todos a coro! -gritó Sir Jack, alegremente-. ¡Por el culo a los frailecillos!
– Bien -continuó Mark-. ¿Qué más tienen? Ah, sí, el capuccino más repulsivo de todo el país. Lo descubrí en un cafetín del muelle, en Shanklin. Vale la pena conservar la máquina si queremos abrir un museo de la tortura.
Mark hizo una pausa y notó el silencio. Idiota. Lo había vuelto a hacer. Se había dado cuenta en el momento en que lo hacía. Idiota. Nunca se hacía otro chiste después de uno de Sir Jack. Se podía hacer uno antes, para que él lo rematara, pero hacer uno después significaba competición más que lisonja. ¿Cuándo aprendería?
– ¿Qué hay de utilizable? De todo un poco, en mi opinión, aunque nada superlativo. Nada de lo que no podamos prescindir si es necesario. Por ejemplo: un castillo, nada feo: murallas, torre de entrada, torre de homenaje, capilla. No hay foso, pero no costaría mucho trabajo poner uno. A continuación, un palacio reaclass="underline" Osborne House, como indicó el Dr. Max. De estilo italiano. Las opiniones difieren. Dos monarcas residentes: Carlos I, cautivo en ese castillo antes de su ejecución; la reina Victoria, que residió y murió en el palacio. Posibilidades de filmar en ambos sitios, pienso. Un residente famoso: el poeta Tennyson. Un par de villas romanas, célebres mosaicos, que a mí y a autoridades mayores nos parecieron toscos comparados con equivalentes europeos. Un gran número de casas solariegas de diferentes periodos. Varias iglesias parroquiales; fragmentos de murales, algunas placas monumentales, una serie de hermosas tumbas. Muchos cottages con techo de paja, perfectos para salones de té. Corrección: muchos de ellos lo son ya, aunque perfectibles. No hay edificios modernos notables, exceptuando Quarr Ab-bey, circa 1910, una obra maestra del expresionismo de principios del siglo xx, ladrillos rojos como de Gaudí, Cataluña, Córdoba, Cluny, diseñado por un monje benedictino, tomo estas opiniones de Pevsner, como saben. Pero yo recomendaría cambiar de especialista.
»¿Qué más? Las regatas de Cowes, en efecto, como dijo Jeff. El terreno de bolos del rey Charles, la pista de tenis de Tennyson. Un par de viñedos. Los Needles. Varios obeliscos y monumentos. Dos cárceles grandes, con presos. Aparte de la construcción de barcos, la principal industria era antiguamente el contrabando.
Y la demolición. Hoy en día es el turismo. No es un destino del superdólar, como podrán haber deducido. Hay un viejo proverbio que asegura que no había monjes, abogados ni zorros en la isla. Tennyson dijo que el aire de los Downs valía seis peniques la pinta; ojalá me hubieran dado seis peniques o una pinta por cada vez que he leído eso. Swinburne, el poeta, está enterrado allí. Keats visitó la isla, al igual que Thomas Macaulay.
Y George Morland, por si les interesa saberlo. ¿H. de Vere Stacpoole, dice alguien? ¿Apuestas sobre la mesa? ¿El lago azul? No, creo que no. Novelista y vecino de Bonchurch. De todos modos, les complacerá saber que H. de Vere Stacpoole donó el estanque al pueblo de Bonchurch en memoria de su difunta esposa.
Mark informó de este último dato en un tono neutro, con la esperanza de servirle algo en bandeja a Sir Jack. No se vio defraudado.
– ¡Que lo rellenen! -se rió Sir Jack-. ¡Que lo cubran de cemento!
Mark tuvo un instante de muda satisfacción. Al mismo tiempo percibió que había algo ritual e inauténtico en el grito de Sir Jack. Era Sir Jack siendo «Sir Jack». Claro que, en un sentido, era siempre «Sir Jack».
– Un momento de pausa. ¿Quiénes somos nosotros, me pregunto, para burlarnos de la devoción que un hombre siente por su esposa? Vivimos en una era cínica, y eso, caballeros, no es mi negocio. Dígame, Mark, ¿murió trágicamente la mujer de Stacpoole? ¿Hecha picadillo en una vía de tren? ¿Violada y descuartizada, quizás, por un hatajo de vándalos?
– Lo averiguaré, Sirjack.
– Serviría para un documental. ¡Dios santo, se podría hacer una película!
– Sir Jack, debo decir que parte del material de investigación con que he trabajado procede de fuentes antiguas. De hecho yo no he visto el estanque. Que yo sepa podría haber sido rellenado hace siglos.
– En ese caso, Mark, volveremos a excavarlo y reviviremos esa leyenda tierna. ¿Quizá esas famosas ardillas rojas royeron el poste de teléfono que decapitó a la buena mujer? -Sirjack era sin duda el alegre Sir Jack esa mañana-. Resuma, señor Polo. Resúmanos sus exóticos viajes.
– Resumen. He incluido en mi informe los elementos históricos. Confío en que aprueben el examen del Dr. Max. Pero, por citar a un escritor llamado Vesey-Fitzgerald -hizo una micropausa por si Sir Jack deseaba refocilarse con la pomposidad de los viejos apellidos-: «Antigua isla jardín, hoy es un simple centro turístico.» Esto data, desde luego, de hace algún tiempo. Y ahora…
Dirigió la mirada hacia Sir Jack, mendigando un elogio. Sir Jack no le falló.
– Y ahora, si se me permite una frase tan osada, es una distopía bungaloide donde no hay siquiera un cappuccino decente.