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Y asimismo un autoengaño constante. Porque aun cuando admitieras todo esto, aunque captaras la impureza y la corrupción de las reminiscencias, parte de ti seguía creyendo en esa cosa -sí, cosa- inocente y auténtica que llamabas un recuerdo. En la universidad, Martha se había hecho amiga de una chica española, Cristina. La historia común de sus dos países, o al menos los contenciosos entre ambos, quedaba siglos atrás; pero aun así, cuando Cristina había dicho, en un momento de pullas amistosas: «Francis Drake fue un pirata», Martha había dicho: «No, no lo fue», porque sabía que era un héroe inglés y un Sir y un almirante y por tanto un caballero. Cuando Cristina, más seria esta vez, repitió: «Fue un pirata», Martha supo que era la falsedad consoladora, aunque necesaria, de los derrotados. Más tarde consultó «Drake» en una enciclopedia británica, y aunque la palabra «pirata» no aparecía nunca, las palabras «corsario» y «pillaje» salían con frecuencia, de suerte que entendió perfectamente que el corsario saqueador para una persona podía ser un pirata para otra, pero así y todo Francis Drake siguió siendo para ella un héroe inglés, incontaminado por lo que había leído sobre él.

Al mirar atrás, pues, desconfiaba de los recuerdos reveladores y lúcidos. ¿Qué podía ser más nítido y memorable que aquel día en la feria agrícola? Un día de nubes frívolas sobre un serio azul. Sus padres la llevaban suavemente sujeta por las muñecas y la columpiaban muy alto en el aire, y los montones de hierba eran una cama elástica cuando aterrizaba. Las carpas eran blancas con toldos a rayas, de una construcción tan sólida como las vicarías. Detrás se alzaba una colina desde la cual cansinos y estropajosos animales observaban a sus parientes mimados, atados con un ronzal, en el ruedo de exhibición de abajo. El olor en la entrada trasera de la cervecería, a medida que el día se iba haciendo más caluroso. La cola para utilizar los retretes portátiles, y un hedor no muy distinto. Las insignias de cartón de las autoridades, colgando de los botones de las camisas de viyella. Mujeres almohazando a chivos sedosos, hombres traqueteando orgullosos a bordo de tractores veteranos, niños llorando que se resbalaban de los ponies mientras al fondo figuras presurosas reparaban las vallas rotas. Los camilleros de la ambulancia del St. John a la espera de gente que se desmayase o se cayera de los cables tensores o sufriese un ataque al corazón; a la espera de que ocurriera algo malo.

Pero todo salió bien aquel día, todo fue bien en el recuerdo que Martha tenía al respecto. Y ella había guardado durante muchos decenios el libro de las listas, cuya extraña poesía, en su mayor parte, conocía de memoria. La lista de premios de las sociedades agrícola y hortícola de la comarca. Tan sólo una docena de páginas con una cubierta roja, pero para ella era mucho más: un libro ilustrado, aunque sólo contenía palabras; un almanaque; un herbario de botica; un estuche de magia; un prontuario.

Tres zanahorias – largas

Tres zanahorias – cortas

Tres nabos – cualquier variedad

Cinco patatas – largas

Cinco patatas – redondas

Seis habas

Seis judías pintas

Nueve frijoles

Seis chalotas grandes rojas

Seis chalotas pequeñas rojas

Seis chalotas grandes blancas

Seis chalotas pequeñas blancas

Colección de verduras. Seis clases distintas. Si se incluyen coliflores, hay que exponerlas en tronchos.

Bandeja de verduras. Puede estar adornada, pero sólo con perejil.

20 espigas de trigo

20 espigas de cebada

Césped de pasto resembrado en caja de tomate

Césped de pasto permanente en caja de tomate

Las cabras de concurso tienen que estar atadas con ronzal y hay que mantener en todo momento un espacio de dos metros entre ellas y las cabras que no concursan.

Todas las cabras inscritas tienen que ser hembras.

Las cabras catalogadas en las clases 164 y 165 deben haber parido un cabrito.

Un cabrito lo es desde el nacimiento hasta los 12 meses.

Tarro de mermelada

Tarro de mermelada de fruta madura

Tarro de crema de limón

Tarro de gelatina de fruta

Tarro de cebollas en vinagre

Tarro de vinagreta

Vaca frisona de ordeño

Vaca frisona preñada

Novilla frisona de ordeño

Novilla frisona virgen que no tenga más de 2 dientes grandes.

El ganado sano debe ser conducido con ronzal y debe mantenerse en todo momento un espacio de tres metros entre él y el ganado sin certificado sanitario.

Martha no entendía todas las palabras, y muy pocas de las instrucciones, pero había algo en las listas -su organización serena y su carácter completo- que la satisfacía.

Tres dalias, decorativas, de más de 20 centímetros, en tres jarrones

Tres dalias, decorativas, de 15 a 20 centímetros,

en un jarrón

Cuatro dalias, decorativas, de 7 a 15 centímetros,

en un jarrón

Cinco dalias, bola en miniatura

Cinco dalias, de borla, de menos de 5 centímetros

de diámetro

Cuatro dalias, de cactus, de 10 a 15 centímetros,

en un jarrón

Tres dalias, de cactus, de 15 a 20 centímetros, en

un jarrón

Tres dalias, de cactus, de más de 20 centímetros,

en tres jarrones

Estaba inventariado todo el universo de las dalias. No faltaba ninguna.

La columpiaban hasta el cielo las manos seguras de sus padres. Caminaba entre los dos sobre un vado de tablones, debajo de lonas, a través del aire caliente y herbáceo, y leía su folleto con la autoridad de un creador. Pensaba que los artículos expuestos no existían de verdad hasta que ella los hubiese nombrado y catalogado.

– ¿Qué tenemos aquí, señorita Ratón?

– Dos siete, oh. Cinco manzanas de asar.

– Eso parece correcto. Cinco. Habría que saber de qué clase son.

Martha volvió a consultar el folleto.

– De cualquier variedad.

– Estupendo. Cualquier clase de manzanas de asar. Tenemos que buscarlas en los puestos.

El padre fingía hablar en serio, pero la madre se reía y jugueteaba sin ninguna necesidad con el pelo de Martha.

Vieron ovejas apresadas entre las piernas de hombres sudorosos y de grandes bíceps, que perdían su vellón de lana en un remolino zumbante de tijeras de esquilar; jaulas de alambre que contenían conejos tan grandes y tan limpios que no parecían reales; luego hubo el desfile de ganado, el concurso de disfraces a caballo y la carrera de terriers. En el interior de las carpas había panes dulces de manteca de cerdo, bollos calientes, bizcochos y crepes; huevos duros rebozados y partidos en dos como ammonites; chirivías y zanahorias de un metro de largo, afiladas hasta el grosor de una mecha de vela; cebollas lustrosas con el tallo doblado y atadas con un cordel; racimos de cinco huevos, con un sexto cascado en un cuenco junto a ellos; remolacha cortada en rodajas que mostraban anillos como los de árboles.

Pero eran las judías del señor A. Jones las que resplandecían en la memoria de Martha, y luego, más tarde, y más tarde aún, como reliquias sagradas. Daban tarjetas rojas al primer premio, azules al segundo y blancas a las menciones. Todas las tarjetas rojas para todas las judías las había ganado A. Jones. Nueve judías de cualquier variedad, nueve trepadoras redondas, nueve frijoles planos, nueve frijoles redondos, seis blancas grandes, seis habas. También ganaron sus nueve vainas de guisantes y tres zanahorias cortas, pero a Martha estas hortalizas le interesaban menos. Porque A. Jones también usaba una argucia con sus judías. Las exponía sobre retales de terciopelo negro.