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– Gracias, Sir Jack. -El director de Proyecto hizo una reverencia en la que los presentes, de haberlo deseado, habrían podido detectar ironía-. En suma, perfecta para nuestros propósitos. Un lugar que pide a gritos la intervención y las mejoras que haremos. -Excelente. -Sir Jack pisó su campanilla de pie y apareció un camarero-. ¡Potter! H. de Vere Potter, ¿se acuerda de esa botella de Krug que le pedí que metiera en hielo? Pues devuélvala a la bodega. Todos tomaremos cappuccinos, con la nata más deliciosa que su máquina sea capaz de producir.

Otra copa, una invitación a cenar basada en premisas obviamente fraudulentas, una película, otra copa y, mucho más tarde que con la mayoría de los hombres, llegaron a un punto de decisión. O si no, al punto en que había que tomar una decisión sobre si había que tomar o no una decisión más importante. Para su sorpresa, Martha no sintió impaciencia ni nada de la inquieta, soriática cohibición de algunas de sus visitas anteriores al lugar. Dos noches antes, él la había besado en la mejilla, salvo que la parte de la mejilla que él había elegido, o donde fue a parar, era la comisura de su boca; pero ella no pensó, como habría podido hacer antaño, decídete, ya basta de estar sentado en la barrera, bésame o no me beses. En vez de eso pensó solamente es agradable, aunque noté que casi te ponías de puntillas. Bueno, la próxima vez me pongo tacones más bajos.

Estaban en el sofá, sus dedos casi se tocaban, quedaba aún espacio para huir, para una retirada prudencial.

– Mira -dijo ella-, más vale que lo deje claro. No suelo liarme con compañeros de trabajo, y no salgo con hombres más jóvenes.

– No, a no ser que sean más bajos que tú y lleven gafas -contestó él.

– Ni tampoco con hombres que ganan menos que yo.

– A menos que sean más bajos que tú.

– Ni tampoco con hombres más bajos que yo.

– Siempre que no lleven gafas.

– En realidad no tengo nada contra las gafas -dijo ella, pero él la estaba besando antes de que llegara al final de la frase.

En la cama, cuando de nuevo fluyeron las palabras, Paul descubrió que su cerebro era una esponja para la felicidad, y su lengua una gamberra.

– No me has preguntado nada sobre mis principios -dijo él.

– ¿Cuáles?

– Oh. Yo también tengo principios. Sobre las compañeras de trabajo, las mujeres mayores y las que ganan más que yo.

– Sí, supongo que los tienes.

Se sintió regañada, como si hubiese obrado de una forma más grosera que predatoria.

– Pues claro. Tengo principios a favor de todas ellas.

– Siempre que no sean más altas que tú.

– Ahí sí, eso no lo soporto.

– O que tengan, oh, pelo castaño tirando a oscuro y bastante corto.

– No, tienen que ser rubias.

– Y que les guste el sexo.

– No, prefiero de lejos a una mujer que simplemente se deje hacer.

Estaban murmurando tonterías, pero ella presentía que, en definitiva, no había normas sobre lo que no se podía decir. Presintió que él, en lugar de escandalizarse o sentir celos, simplemente comprendía. Lo que dijo a continuación no lo dijo para ponerle a prueba. -Alguien puso antes su mano donde tú la tienes. -Hijo de puta -musitó Paul-. Bueno, un hijo de puta con buen gusto. -¿Y sabes lo que dijo?

– Cualquiera que tenga un ápice de corazón no habría encontrado palabras. No servirían para expresar nada.

– Un halago certero -dijo ella-. Es increíble lo bien que a una le sienta. Todos los países deberían practicarlos. No habría más guerras. -Bueno, ¿qué dijo?

Fue casi como si su mano hiciese la pregunta. -Oh, supuse que iba a decir algo agradable. -Un halago certero.

– Exactamente. Y casi le oía el pensamiento. Y entonces dijo: «Debes de usar la talla 34 C.» -Idiota. Tarado. ¿Le conozco? Ella movió la cabeza. No le conoces. -Un tarado completo -repitió-. Es evidente que usas la 34 B.

Ella le golpeó con la almohada.

Más tarde, al emerger de una cabezadita, Paul dijo:

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Responderé a todas. Lo prometo.

Era una promesa que se hacía a sí misma.

– Háblame de tu matrimonio.

– ¿Mi matrimonio?

– Sí, tu matrimonio. Yo estaba presente durante la entrevista. Fui el único en quien no te fijaste. Cuando estabas bailando con Sir Jack…

– Bueno, si no se lo cuentas a nadie…

– Prometido.

– Siempre me concedo una mentira táctica en cada entrevista. Fue ésa.

– O sea que no tienes que divorciarte para casarte conmigo.

– Creo que hay impedimentos mayores que ése.

– ¿Como cuáles?

– Que no me gusta mucho el sexo.

Cuando él volvió de hacer pis, ella dijo:

– Paul, ¿cómo sabes que mi talla es la 34 B?

– Gracias a mi increíble conocimiento y comprensión instintivos de las mujeres.

– Sigue.

– ¿Que siga?

– Perdona. Quería decir, aparte de eso.

– Bueno, tal vez te dieses cuenta de que me costó Dios y ayuda desabrocharte el sujetador. Me temo que no pude evitar leer la etiqueta. O sea, no la leí adrede.

Antes de que se durmieran, él dijo:

– Total, para resumir el acta de este encuentro: si cambio de empleo, consigo un aumento de sueldo, falsifico mi partida de nacimiento, me cuelgo de una puerta para crecer un poco y me pongo lentillas, a lo mejor aceptas salir conmigo.

– Me lo pensaría.

– Y a cambio resolverías tus impedimentos.

– ¿Cuáles?

– Oh, estar casada y que no te guste el sexo.

– Sí -dijo ella, y notó que la embargaba una melancolía repentina e injustificada. No, justificada, puesto que expresaba no te mereces esto, sea lo que sea. Es algo que te sucede para burlarse de ti.

– A no ser que… o sea, no sé, quizá tienes ya a alguien…

– Sí, tengo a alguien -respondió ella, y al notar que el brazo de él se tensaba, añadió rápidamente- ahora.

A la mañana siguiente, después de haber despertado a Paul para que cruzara Londres y llegase a Pitman House desde la dirección normal y con su ropa habitual, ella pensó: Bueno, sí, quizá.

El sujeto del test del Dr. Max era un hombre de 49 años. Caucásico, de clase media, de ascendencia inglesa, aunque incapaz de remontarse a sus antepasados más allá de tres generaciones. La madre era originaria de las fronteras de Gales, y el padre del norte de los Midlands. Instrucción primaria en escuela pública, becado en un colegio privado, becado en la universidad. Había trabajado en las artes liberales y los medios de comunicación profesionales. Hablaba un idioma extranjero. Casado, sin hijos. Se consideraba culto, concienciado, inteligente, bien informado. Ninguna relación educativa o profesional con la historia, de acuerdo con los requisitos.

No se le explicó la finalidad de la entrevista. Le hablaron sesgadamente de investigación de mercado y de una destacada empresa de refrescos. No se hizo alusión a la presencia del Dr. Max. Formulaba las preguntas una investigadora vestida de un modo neutro.

Preguntaron al sujeto qué sucedió en la batalla de Hastings.

El respondió: «1066.»

Le repitieron la pregunta.

El sujeto se rió.

– Batalla de Hastings. 1066 -Pausa-. Rey Harold. Le clavaron una flecha en el ojo.

El sujeto se condujo como si hubiese respondido a la pregunta. Le preguntaron si podía enumerar a otros combatientes de la batalla, comentar la estrategia militar, sugerir posibles causas del conflicto o sus consecuencias.

El sujeto guardó silencio durante veinticinco segundos.

– El duque (creo que duque) Guillermo de Normandía llegó con su ejército por mar desde Francia, o la región que fuese, porque por entonces tal vez no fuera todavía Francia, ganó la batalla y se convirtió en Guillermo el Conquistador. O era ya Guillermo el Conquistador y se convirtió en Guillermo I. No, lo que he dicho antes. Fue el primer rey de Inglaterra propiamente dicho. Bueno, hubo Eduardo el Confesor y el rey que quemó los bizcochos, Alfredo, pero ellos, en realidad, no cuentan, ¿verdad? Creo que tenía algún parentesco con Harold. Posiblemente eran primos. Casi todos estaban emparentados en aquellos tiempos, ¿no? Todos eran más o menos normandos. A no ser que Harold fuese sajón.