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Pero había problemas en los primeros puestos de la lista. En los números 1, 2 y 3, concretamente. Sir Jack había tendido tentáculos tempranos hacia el Parlamento, pero su oferta inicial a los legisladores del país, formulada en un desayuno de trabajo con el presidente de la Cámara de los Comunes, había sido acogida con indiferencia; incluso era posible que se hubiese empleado la palabra desprecio. El club de fútbol sería facilísimo: enviaría a Mark a Manchester con un equipo de altos negociadores. Al pequeño Mark de ojos azules que parecía un pedazo de pan y al que luego, a fuerza de halagos, le vendías el alma. Sin duda habría cuestiones de orgullo local, tradición cívica y demás: siempre había esos escollos. Sir Jack sabía que en lo tocante a esos casos rara vez se trataba solamente de fijar un precio: había que combinarlo con el necesario autoengaño de que el precio era a la postre menos importante que los principios. ¿Cuál de ellos había que aplicar aquí? Bueno, Mark encontraría uno. Y si ellos no daban su brazo a torcer, siempre se podría comprar, a sus espaldas, el título del club. O simplemente copiarlo y que les dieran por el culo.

Buck House exigiría un planteamiento distinto: menos palo y zanahoria, más y más zanahoria. El rey y la reina estaban recibiendo cantidad de críticas últimamente por parte del conjunto habitual de cínicos, descontentos y negativistas. Los periódicos de Sir Jack tenían instrucciones de refutar patrióticamente semejantes libelos traicioneros al mismo tiempo que los publicaban con todo triste lujo de detalles. Lo mismo que el sórdido asunto del príncipe Rick. El primo del rey involucrado en resbalosos retozos sexuales con consumo de drogas…, ¿no rezaban así los titulares? Había despedido al periodista, faltaría más, pero la porquería tenía una triste tendencia a adherirse. Más y más zanahorias; les daría una huerta entera si era eso lo que había que darles. Les ofrecería un aumento de sueldo y mejores condiciones, menos trabajo y más intimidad; les compararía la quejumbrosa ingratitud de sus súbditos actuales con la adoración garantizada de los futuros; recalcaría la decadencia del viejo reino y las brillantes perspectivas de una joya preciosa engastada en un mar de plata, Mark II.

¿Y cómo reluciría ese joyel? Sir Jack recorrió de nuevo con el dedo la lista de Jeff y su gruñido leal subía de volumen con cada elemento que había tachado. Aquello no era una encuesta, era pura y simple difamación. ¿Quién cojones se creían que eran, diciendo semejantes cosas de Inglaterra? Su Inglaterra. ¿Qué sabrían ellos? Puñeteros turistas, pensó Sir Jack.

Con precaución, con desmaña, Paul refirió su vida a Martha. Se había criado en un casa residencial de las afueras, de falso estilo Tudor: prunos y forsitias, hierba segada y vecindario al acecho. Lavado de coches las mañanas de domingo; conciertos de aficionados en parroquias. No, por supuesto, no todos los domingos: sólo que a él le daba esa impresión. Su infancia había sido apacible; o aburrida, si se prefiere. Un vecino denunciaba a otro por utilizar un aspersor durante una prohibición de riego. En una esquina del inmueble había una comisaría de falso estilo Tudor; en su jardín delantero, se alzaba una jaula de pájaros, de estilo igualmente falso, sobre un largo poste.

– Ojalá hubiera hecho fechorías -dijo Paul.

– ¿Por qué?

– Oh, porque así podría confesártelas y tú comprenderías o me perdonarías o algo.

– No es necesario. En definitiva, a lo mejor me gustabas menos.

Paul guardó silencio un momento.

– Me hacía muchas pajas -dijo, con un aire ilusionado.

– No es un delito -dijo ella-. Yo también.

– Maldita sea.

Él le enseñó fotos: Paul en pañales, en pantalones cortos, con rodilleras de criquet, con corbata negra, con el pelo que se oscurecía gradualmente desde el color paja hasta el color turba, con sus gafas oteando los parámetros externos de la moda, y su cuerpo de adolescente rellenito que se afinaba a medida que se iban implantando las inquietudes de adulto. Ocupaba la posición del medio entre tres hermanos, una hermana que se burlaba de él y un agasajado hermano pequeño. Había sido un buen estudiante y destacaba en pasar inadvertido. Después de la universidad, había ingresado en Piteo para hacer sus prácticas de ejecutivo; siguió un ascenso regular que no ofendió a nadie hasta que un día estaba en los urinarios de hombres y cayó en la cuenta de que el usuario que tenía al lado, tan corpulento que parecía desbordar de los tabiques del mingitorio, era ni más ni menos que Sir Jack, que debía de haber decidido renunciar al esplendor y la intimidad de su retrete de pórfido por un ejercicio de micción democrática. Sir Jack tarareaba el segundo movimiento de la sonata «Kreutzer», lo cual le puso a Paul tan nervioso que se le interrumpió la orina. Por alguna razón que nunca comprendió, empezó a contarle a Sir Jack una historia sobre Beethoven y el alguacil del pueblo. No se atrevió a mirar al presidente, desde luego, sino tan sólo a contarle el episodio. Al terminar su relato, oyó que Sir Jack se subía la cremallera y salía del recinto silbando el tercer movimiento, el presto, y Paul no pudo por menos de advertir que desafinaba. Al día siguiente había sido convocado al despacho privado de Sir Jack, y un año más tarde le nombraron captador de ideas. Al final de cada mes obsequiaba al presidente con un Hansard de su cosecha. En ocasiones incluso lograba sorprender a Sir Jack con elementos de sabiduría olvidada. El mofletudo asentimiento era, en primer lugar, de autobombo, pero también servía para felicitar al captador por su agilidad en recuperar el aforismo de cristal antes de que se estrellara contra el suelo.

– Chicas -dijo Martha. Ya estaba harta de Sir Jack.

– Sí -fue lo único que contestó Paul. Lo cual significaba: de vez en cuando, con precaución, con desmaña. Pero nunca como ahora.

Ella replicó con una versión preliminar de su propia biografía. Él la escuchó tenso mientras ella refería la traición de su padre y los condados de Inglaterra. Paul se relajó al llegar a A. Jones y la exposición de horticultura, se rió, dubitativo, al oír la historia de Jessica James, acogió con solemnidad el precepto de no culpar a tus padres después de cumplidos veinticinco años. Luego Martha le dijo la opinión de su madre de que los hombres eran o débiles o malos.

– ¿Qué soy yo?

– El jurado todavía está reunido. -Ella le estaba pinchando, pero él pareció abatido-. Está bien, tampoco tienes que estar de acuerdo con tus padres después de los veinticinco años.

Paul asintió.

– ¿Crees que hay una relación?

– ¿Entre qué?

– Entre que el cabrón de tu padre os la jugara, como dices tú, y que trabajes para Sir Jack.

– Paul, mírame a los ojos. -El obedeció, a desgana; para entonces ya había pasado más allá de las orejas, pero había veces en que prefería las mejillas y la boca de Martha-. Nuestro patrón no es un sustituto del padre perdido, ¿conforme?

– Lo digo sólo porque a veces te trata como a una hija. Una hija rebelde que le pone en entredicho continuamente.

– Es su problema. Y eso es psicología barata.

– No me refería…

– No…

Pero tenía que haberse referido a algo. Martha, que se había hecho a sí misma, que se había forjado un carácter, era reacia a una interpretación opuesta.

Hubo un silencio. Finalmente Paul dijo:

– ¿Conoces la historia de Beethoven y el alguacil del pueblo?

– Ahora no estás en una entrevista de trabajo.