Oh, cuidado con lo que dices, Martha, quería ser una broma, pero él se había sonrojado. No es la primera vez que esa lengua ha envenenado unas relaciones. Dulcificó la voz.
– Me la cuentas otro día. Tengo una idea mejor.
Él miró a otro lado.
– Yo seré débilmente malvada y tú puedes ser malvadamente débil. O al revés, si prefieres.
Era la cuarta vez que se acostaban. La precavida torpeza inicial estaba desapareciendo; habían dejado de entrechocar las rodillas. Pero en esta ocasión, mientras ella presentía que iban a seguir trayectos bifurcados, él se incorporó a medias sobre un codo y dijo en voz baja: «Martha.»
Ella giró la cabeza. Las gafas de Paul estaban en la mesilla y su mirada quedaba al descubierto. Ella se preguntó si él la vería borrosa y si así le resultaba más fácil mirarla a los ojos.
– Martha -repitió. En un sentido, no hacía falta que dijera nada más, pero lo dijo, de todos modos-. Sigo estando aquí.
– Ya lo veo -dijo ella-. Lo noto.
Ella se apretó alrededor de su polla, pero sabía que su propio desenfado era una actitud defensiva.
– Sí. Pero ya sabes lo que quiero decir.
Ella asintió. Ella había perdido la costumbre de seguir estando ahí. Sonrió a Paul. Tal vez las cosas volviesen a ser sencillas. En cualquier caso, agradecía que él corriera el riesgo. Permanecía con él, vigilante, solícita, prosiguiendo, dirigiendo, aprobando. Era cuidadosa, era sincera; también lo era él.
Y, sin embargo, no era la mejor experiencia sexual que había conocido en su vida. Pero ¿quién había dicho que existiera una relación entre la decencia humana y un buen polvo? ¿Y quién establecía una tabla de clasificación de amantes? Sólo los inseguramente competitivos. La mayoría de la gente no recordaba su mejor experiencia sexual. Quienes sí la recordaban eran excepciones. Como Emil. El bueno de Emil, un amigo gay que ella tuvo. El sí se acordaba. Un día, ella le mandó una postal de Carcassonne. Cuando volvió a casa, la respuesta rápida y exultante de Emil estaba en el felpudo. Su carta empezaba: «Eché el mejor polvo de mi vida en Carcassonne. Hace ya tiempo. Una habitación de hotel en el casco viejo, con un balcón que daba a tejados calientes. Se estaba fraguando una tormenta tremenda, como en un cuadro de El Greco, y mientras el cielo se ocupaba de sus cosas, nosotros de las nuestras, hasta que el intervalo entre el relámpago y el trueno se redujo a nada y tuvimos la tormenta encima, y parecía que simplemente seguíamos la pauta que nos marcaba el cielo. Después, tumbados en la cama, escuchamos la tormenta que se dirigía hacia las colinas, y durante esa pausa oímos que caía una lluvia purificadora. Suficiente para creer en Dios, ¿eh, Martha?»
Bueno, era suficiente para que Martha creyera que Dios, si existía, no tenía prejuicios contra los homosexuales. Pero a ella Dios -tampoco los hombres- nunca le había organizado tan grandioso contrapunto. ¿El mejor mete y saca de su vida? Un aprobado. Hundió la cara en la axila de Paul. Se conformaría con uno bueno.
El rosbif de la vieja Inglaterra fue, desde luego, aprobado sin debate por el subcomité gastronómico, al igual que el budín de Yorkshire, el estofado de Lancashire, upond pudding de Sussex, los pastelillos triangulares de Coventry, el pato de Aylesbury, la sopa de Windsor, los bollos de crema de Devonshire, la empanada de cerdo Melton Mowbray, el pan de Navidad de Liverpool, los bollos de Chelsea, las salchichas de Cumberland y el pudín de pollo de Kent. Un rápido visto bueno se otorgó al fish and chips, el bacon con huevos, la salsa de menta, el pastel de carne y riñones, la tabla de queso, pan y encurtidos, el pastel de carne picada, el pudín de ciruelas, las natillas con cortezas, el pastel de pan y mantequilla, el hígado con bacon, el faisán y la corona de cordero. Aprobados por su nomenclatura pintoresca (los ingredientes se ajustarían más tarde, de ser necesario) fueron el London Particular, la reina de los budines, los Pobres Caballeros de Windsor, la empanada stargazey, la salsa wow-wow, las damas de honor, los muffins, los collops y otros panecillos, los panes de levadura, los revoltijos de Bosworth, los mininos y las galletas de jengibre y avena. El subcomité prohibió las gachas por sus connotaciones escocesas, las pelotitas y los cakes reinona por si acaso ofendían al dólar marica, la polla pintada aun cuando la rebautizaran perro pintado. Las ostras a la parrilla envueltas en bacon y los riñones al bacon fueron admitidos; las salchichas rebozadas y la sopa de polla con puerros escocesa, excluidos. Ni siquiera se habló del queso derretido de Gales, del huevo envuelto de Escocia y del estofado irlandés.
Habría una excelente gama de cervezas de la microcervecería que se proyectaba en Ventnor; los vinos isleños se servirían en jarras, siempre que los viñedos de Adgestone sobrevivieran al plan estratégico definitivo. Pero el superdólar y el yen largo serían también atraídos por los tastevins tintineantes de maestros someliers; a los enófilos les halagarían las visitas guiadas a bodegas en las profundidades de los acantilados de piedra caliza («antaño escondrijo de alijos de contrabando, hoy lugar de reposo de las mejores añadas»), antes de ser embaucados por un margen de ganancia cuádruple. En cuanto a las bebidas de sobremesa: tal vez hubiera una ligera preferencia por el gran brandy de ciruelas de la tía Maud, originario de Shropshire, pero asimismo habría un surtido de maltas, ninguno de los cuales llevaría nombres agresivos de la verde Erín. Sir Jack supervisaría personalmente la lista de armagnacs.
– Y nos queda el sexo -dijo el director de Proyecto, una vez que el comité de coordinación hubo aprobado los menús patrióticos.
– ¿Cómo dice, Marco?
– El sexo, Sir Jack.
– Yo siempre he dirigido periódicos de familia.
– Periódicos -dijo Martha- tradicionalmente obsesionados por las relaciones extraconyugales y transgresoras.
– Por eso son periódicos de familia -contestó su patrón, exasperado. Hizo chasquear sus tirantes del Club Garrick y suspiró-. Muy bien. Habida cuenta de las normas democráticas de estas reuniones, procedamos.
– Me figuro que tenemos que ofrecer algo en el terreno sexual, ¿no? -dijo Mark-. Es un hecho bien conocido que la gente va de vacaciones para tener experiencias sexuales. O, mejor dicho, cuando piensa en las vacaciones, en alguna parte de su cerebro está la idea del sexo. Los solteros confían en conocer a alguien; los casados esperan tener una experiencia mejor que el lecho doméstico. O incluso más sexo.
– Si usted lo dice. Oh, ustedes los jóvenes…
– A mi modo de ver, si el turista de dos peniques busca sexo de tres peniques, los que compran ocio de calidad buscarán sexo de calidad.
– Habría en ello una lógica histórica -dijo Martha-. Los británicos iban al extranjero en busca de sexo. El Imperio se forjó gracias a la incapacidad del varón británico de hallar satisfacción sexual fuera del matrimonio. O dentro de él, en realidad. Occidente siempre ha considerado un burdel a Oriente, para el consumidor pudiente o el cliente popular. Ahora la situación se ha invertido. Buscamos los dólares de los países costeros del Pacífico, por lo que tenemos que ofrecer un quid pro quo histórico.
– ¿Y qué opina nuestro historiador de este escandaloso análisis de nuestro glorioso pasado nacional?
Sir Jack apuntó con el habano al Dr. Max.
– Estoy familiarizado con el tema -contestó él-. Aunque no siempre se expone tan sucintamente. Es discutible.
La languidez del doctor insinuaba que personalmente no se le podría encandilar para que debatiese el asunto en un sentido u otro.
– Ah -dijo su patrón-. Es discutible. Ha hablado como un historiador, si me permite un poco de lése-majesté. Así que lo que estamos debatiendo es… ¿qué, exactamente? ¿Ofrecer un mercado de vírgenes inglesas, encadenadas desnudas a una carreta, venderlas como esclavas sexuales por horas en hoteles-prostíbulos carísimos, provistos de camas de agua, espejos abatibles y vídeos pornográficos? Hablo figuradamente, como si dijéramos, ustedes me entienden.