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Hubo un silencio engorroso que Mark se apresuró a llenar.

– Creo que nos estamos desviando un poco. Yo sólo he dicho que me preguntaba si no debería haber un aspecto sexual. No sé cuál podría ser. No soy un hombre de ideas, soy simplemente el director de Proyecto. Me limito a exponerles la propuesta: ocio de calidad, superdólar, y en largo, expectativas del mercado, Inglaterra y el sexo. ¿Puedo proponer ese cóctel a la junta?

– Muy bien, Marco. Vamos a colocar eso en la cama vibratoria, por acuñar una frase. Y empecemos por algo sencillo. El sexo e Inglaterra, ¿algún interesado?

– La marina suiza -dijo Martha.

– Mis condolencias, señorita Cochrane. -Sir Jack lanzó una risotada-. Aunque no es eso lo que me dice un pajarito. -Estaba mirando insulsamente a otra parte cuando Martha le dirigió una mirada. No se atrevió a mirar a Paul-. ¿Alguna sugerencia al respecto?

– De acuerdo, de acuerdo. -Martha aceptó el envite, irritada-. Yo empiezo. Los ingleses y el sexo. ¿Qué viene a la cabeza? Oscar Wilde. La reina virgen. Lloyd George conoció a mi padre. Lady Godiva.

– Un irlandés y un galés hasta ahora -comentó el Dr. Max, con un murmullo público.

– Más una virgen y una mujer en cueros -agregó Mark.

– El vicio inglés -continuó Martha, mirando con firmeza al Dr. Max-. La sodomía o la flagelación, escojan. La prostitución infantil en la era victoriana. Una serie de múltiples asesinatos sexuales. ¿No oímos el chirrido de los torniquetes? ¿Y qué me dicen de un Casanova inglés? Lord Byron, me imagino. Un dandy con un pie zopo y afición al incesto. Es un terreno peliagudo, ¿no? Oh, somos los inventores del condón, si eso sirve de ayuda. Supuestamente.

– Nada de eso sirve -dijo Sir Jack-. Nos estorba aún más de lo habitual, que no es poco decir. Lo que estamos buscando, si se me permite señalar algo tan obvio, es una mujer que dio buena reputación al sexo, una chica encantadora de la que todo el mundo haya oído hablar, maldita sea, una monada con un par de tetazas, por decirlo figuradamente.

El comité halló súbitamente interesantes las vetas de la mesa, la bandada de pájaros estampada en el papel de la pared, el resplandor de la araña. Sir Jack se dio de repente una palmada en la frente.

– Ya la tengo. La tengo. A la mismísima. Nell Gwynn. Por supuesto. Los ojos son para ver. Una chica encantadora, desde luego. Conquistó los corazones del país. Y es una historia muy democrática, muy de nuestra época. Tal vez haga falta un poco de masaje, para adaptarla a los valores familiares del tercer milenio. Y luego está el puesto de zumos de naranja, por supuesto. ¿Y bien? ¿Oigo un bueno? ¿Oigo más que bueno?

– Más que bueno -dijo Mark.

– Bueno -dijo Martha.

– Dudoso -dijo el Dr. Max.

– ¿Cómo? -preguntó su patrón, malhumorado. ¿Tenía él que cargar con todo el fardo creativo, y sólo para que le censurase un hatajo de negativistas?

– No es propiamente mi periodo -comenzó el historiador oficial, un descargo que rara vez conducía a una alocución más breve-, pero, si no recuerdo mal, los antecedentes de la pequeña Nell no abundaban precisamente en valores familiares. Ella misma se llamaba abiertamente una «puta protestante», y el rey, a la sazón, era católico, ¿me siguen? Nell tuvo de él dos bastardos, compartió los placeres del lecho monárquico con otra favorita cuyo nombre se me escapa…

– Quiere decir, el rollo de un trío -musitó Sir Jack, previendo los titulares.

– … y aunque, evidentemente, tendría que comprobarlo, su carrera de concubina real comenzó a una edad relativamente tierna, conque aquí podría haber connotaciones de sexo infantil.

– Bien -dijo Martha-. Muy bien. Es tradición que los pedófilos occidentales han ido a satisfacerse a Oriente. Ahora los pedófilos orientales pueden venir a Occidente.

– Desastroso -dijo Sir Jack-. Yo siempre he dirigido periódicos de familia.

– Podríamos hacer más mayor a Nell -sugirió brillantemente Martha-. Suprimir los hijos, suprimir a las demás amantes y suprimir los antecedentes sociales y religiosos. Entonces sí podría ser la muchacha agradable de clase media que termina casándose con el rey.

– Sería bigamia -apuntó el Dr. Max.

– Las cosas eran mucho más sencillas en mi época -suspiró Sir Jack.

– ¿Crees que Sir Jack sabe lo nuestro?

Se encontraban en la cama; las luces estaban apagadas; tenían el cuerpo fatigado y la mente excitada todavía por la cafeína.

– No -dijo Paul-. Sólo estaba tanteando.

– No lo parecía. Era más algo como… meter mano. Ya te dije que los hombres de familia son siempre los peores.

– Te tiene cariño, ¿no te das cuenta?

– Puede guardárselo para la invisible señora Pitman. ¿Por qué le defiendes siempre?

– ¿Por qué le atacas tú siempre? Al fin y al cabo, tú le provocaste.

– ¿Yo qué? ¿Hablas de mi traje de color carbón con la blusa abotonada hasta el cuello?

– Con tus antipatrióticas opiniones sobre el sexo.

– Provocativa y antipatriótica. Cada vez mejor. Para eso me pagan.

– Sabes a qué me refiero.

Este diálogo nervioso rayaba en la agresión. Martha no sabía a qué obedecía aquello. ¿Por qué el amor parecía llevar aparejado un pespunte subversivo de aburrimiento y por qué la ternura una puntada de irritación? ¿O solamente era ella?

– Yo sólo dije que los ingleses no eran famosos por el sexo, eso es todo. Como en las regatas, dentro fuera, dentro fuera, dentro fuera, y luego se desploman encima de los remos.

– Gracias.

– No me refería a ti.

– No, cuando lo oigo, sé reconocer el halago certero. Cosa que todo el mundo necesita, me parece recordar. Estábamos hablando de evitar guerras.

Paul pensó: ¿qué he hecho mal? ¿Por qué estamos así ahora, de repente, riñendo en la oscuridad? Hace un momento todo iba bien. Hace un momento me gustabas y te amaba; ahora sólo te amo. Es aterrador.

– Oh, cuéntame otra historia, Paul.

Ella no quería pelear. Él tampoco.

– Otra historia. -Dejó que un pequeño resquemor se disipara en silencio-. Bueno, iba a contarte lo de Beethoven y el alguacil del pueblo. Lo que le conté a Sir Jack.

Martha se puso rígida. Quería dejar a Sir Jack en la oficina. Paul se empeñaba en traerlo a casa. Ahora estaba en la cama con ellos. Bueno, por esta vez pase.

– Bien. Me represento la escena. Uno al lado del otro en los urinarios. ¿Qué tarareaba?

– La «Kreutzer». El segundo movimiento. Adagio espressivo. Aunque esto no venga muy a cuento. Total, lo que ocurrió. Una mañana, en la época en que fuera, allá por el mil ochocientos algo, supongo, la cosa es que ya era un compositor famoso, Beethoven se levantó temprano y salió a dar un paseo. Era un poquito desaliñado, como quizá sabes. Se puso su abrigo viejo y raído, y no tenía sombrero, como tenían todas las personas respetables que no eran grandes compositores, y echó a andar por el camino de sirga a lo largo del canal que había cerca de su casa. Debía de estar pensando en su música, oyéndola en su cabeza, y probablemente no prestaba atención a nada más, porque anduvo y anduvo y de repente se encontró al final del canal, en la esclusa. Como no sabía dónde estaba, se puso a mirar a las ventanas de las casas. Bueno, aquélla era una zona honorable de Alemania, o como se llamara el país entonces, y naturalmente, en lugar de preguntarle qué quería o de ofrecerle una taza de café, llamaron al alguacil local para que le detuviera por vagabundo. A Beethoven le sorprendió el sesgo que tomaban las cosas, por decirlo suavemente, y expresó su protesta al alguacil. Dijo: «Oiga, agente, soy Beethoven.» Y el alguacil contestó: «Pues claro, ¿por qué no?»

Paul se detuvo, pero el instinto de Martha para los ritmos de la narrativa masculina no falló. Esperó.