– Y entonces…, sí, eso es, entonces el guardia le explicó por qué le detenía. Dijo: «Eres un pordiosero. Beethoven no tiene esta facha.»
Martha sonrió en la oscuridad, comprendió que él no podía verla y extendió un brazo hacia Paul.
– Una historia muy buena, Paul.
Habían retrocedido desde dondequiera que estuviesen porque los dos quisieron hacerlo. ¿Y si uno de los dos no hubiera querido? ¿Y si no hubiesen querido los dos? Mientras se adormecía, Martha se preguntó dos cosas. Por qué, hasta en la cama, seguían llamando a Sir Jack por su título. Y por qué Beethoven creyó que se había perdido. Le bastaba con dar media vuelta y seguir el canal hasta su casa. ¿O ésa era la lógica de los mortales ordinarios?
Más tarde, esa noche, se despertó con pensamientos lujuriosos. Oyó un eco de su propia voz. Me conformaré con uno bueno, había dicho. Conformarte, Martha, ¿no es un poco pronto para eso? Oh, no sé, todo el mundo se conforma. Tú no, Martha, tú siempre has vivido sin asentarte, por eso no estás… asentada.
– Mira, yo sólo dije que el sexo era muy placentero pero que no era Carcassonne. ¿Por qué te desvela esto? Tampoco es lo contrario de Carcassonne, sea lo que sea. Chernobil. Alaska. La carretera de circunvalación de Guildford. Y, de todas formas, las relaciones no son sólo sexo.
– Sí lo son, Martha, es exactamente lo que son, en este punto. No es que tus relaciones anteriores hayan comenzado en clases de cerámica o tañendo campanas, ¿eh? En tal caso podría no importar.
– Mira, va tirando, esta relación.
– Sólo va tirando, y en vez de todas aquellas expectativas y delicioso autoengaño y… ambición que tenías, te estás inventando ajustes y excusas sensatas.
– No, no es cierto.
– Sí lo es. Estás empleando palabras como muy placentero.
– Bueno, quizás estoy llegando a la edad mediana.
– Tú lo has dicho.
– Entonces me desdigo. Quizá me estoy haciendo madura. Y no me engaño tanto. Es distinto ahora. Parece distinto. Yo respeto a Paul.
– Ah, hija. ¿Te parece que es poco conformarse escuchar las vidas de los grandes compositores?
– No, ahora es diferente: sin juegos, engaños, fingimientos ni traición.
– ¿Cuatro negativos equivalen a un positivo?
– Calla, cállate. Sí, por cierto, puede ser. Así que cállate.
– No he abierto la boca, Martha. Que duermas bien. Por pura curiosidad, ¿por qué crees que te has despertado?
Una breve crónica de sexualidad en el caso de Paul Harrison sería más breve que en el caso de Martha Cochrane:
– apetitos embrionarios de chicas en general, y puesto que las chicas en general, o cuando menos el conjunto de chicas de su vecindario concreto, llevaban calcetines blancos hasta los tobillos, falda verde plisada hasta media pantorrilla porque sus madres sabían que iban a crecer, y blusa blanca con corbata verde, tal fue el paradigma inicial de Paul.
– apetito específico de Kim, una amiga de su hermana que estaba aprendiendo a tocar la viola y que fue a casa un domingo por la mañana y le hizo comprender (cosa que él no había hecho con la mera costumbre de ver a su hermana) que chicas vestidas con otra cosa que el uniforme del colegio podían resecarte los labios, nublarte el cerebro y abultarte el pantalón de una manera que las colegialas no podían hacer. Kim, que era dos años mayor que él, no se fijó en Paul o no pareció fijarse, lo que venía a ser lo mismo. Una vez le dijo a su hermana, con indiferencia: «¿Qué tal está Kim?» Ella le miró de hito en hito y luego se rió tanto que estuvo a punto de vomitar.
– el descubrimiento de chicas en las revistas. Salvo que no eran chicas sino mujeres. Mujeres con pechos grandes y perfectos, pechos perfectos de tamaño mediano y pechitos perfectos. Al ver esas imágenes, los sesos se le apretujaban contra el cráneo. Eran todas de una belleza intachable, incluso las zafias, con pinta de putillas; quizá sobre todo éstas. Y las partes que no eran los pechos, y que al principio le dejaron boquiabierto, eran asimismo sorprendentemente diversas en cuanto a trazado y fisiología, pero nunca menos que totalmente perfectas. Aquellas mujeres le parecían tan inaccesibles como los peñascos de una cabra a un topo. Eran la aristocracia desodorizada y depilada; él era un maloliente y andrajoso campesino.
– aun así, seguía amando a Kim.
– pero descubrió que al mismo tiempo también amaba a las mujeres de las revistas. Y entre ellas tenía sus favoritas y sus fidelidades. Las que él creía que serían amables y comprensivas y le enseñarían cómo se hacía; luego estaban las otras, que en cuanto él hubiera aprendido cómo se hacía le enseñarían de verdad cómo hacerlo; y por último una tercera categoría, la de los faunos, niños sin hogar e inocentes a quienes, con el tiempo, él les enseñaría cómo se hacía. Arrancaba la página de las mujeres que le traspasaban el corazón y las guardaba debajo del colchón. Para no aplastarlas (algo impracticable, amén de un sacrilegio), las metía dentro de un sobre rígido de papel manila. Al cabo de un tiempo tenía que comprar otro.
– a medida que las chicas del colegio iban creciendo, las faldas ascendían desde media pantorrilla hasta la altura de las rodillas. El formaba parte de grupos de chicos que miraban a grupos de chicas. Creía que nunca, nunca jamás sería capaz de estar a solas con una chica (que no fuese su hermana). Era mucho más fácil estar a solas con las mujeres de las revistas. Parecía que ellas le entendían cuando practicaba el sexo con ellas. Y otra cosa: después del sexo, teóricamente, te entristecías, pero a él no le ocurría. Lo único que le pasaba era la desilusión de tener que esperar unos minutos antes de poner en marcha otra vez la manivela. Compró un tercer sobre.
– un día, en el patio de recreo, Geoff Glass le contó una intrincada y confidencial historia acerca de un viajante de comercio que pasaba largas temporadas fuera de su casa y de lo que hacía cuando no conseguía encontrar a una mujer. Hacía esto y hacía aquello y algunas veces, para variar, porque no quería que la casera le espiase, lo hacía en el baño. Bueno, ya sabes cómo se hace en el baño…, a lo cual Paul, como no quería que la historia se interrumpiera, había dicho que sí en lugar de que no, y entonces Geoff Glass empezó a gritar en el patio: «Harrison sabe cómo se hace en el baño.» Comprendió que el sexo entraña riesgos.
– lo comprendió aún mejor cuando, al volver a casa del colegio, descubrió que su madre, al hacer la limpieza de la primavera, había decidido sacudir su colchón.
– durante un tiempo guardó en forma criptográfica, en la contracubierta de un libro de matemáticas que su madre nunca miraría, un gráfico de sus erupciones cutáneas comparado con el sexo que practicaba con las mujeres de las revistas perdidas. Las conclusiones no eran concluyentes, o al menos no eran disuasorias. Descubrió que recordaba a Cheryl y Wanda, a Sam y Tiffany, a April y a Trish y a Lindie, a Jilly y a Billie y a Kelly y a Kimberley con todo lujo de detalles. A veces se llevaba al baño esos recuerdos. Acostado, no tenía que preocuparse de dejar la luz encendida. Le inquietaba, más bien, saber si alguna vez conocería a una mujer real, o a una chica, que le despertara la misma carnalidad feroz. Comprendía que los hombres pudiesen morir de amor.
– alguien le dijo que si lo hacías con la izquierda era como si te lo hiciera otra persona. Quizá; lo malo era que parecía la mano de otra persona, y te preguntabas por qué no usaban la derecha.
– luego, de un modo totalmente inesperado, apareció Christine, a quien no le importaba que él llevase gafas, y que a los diecisiete años y un mes era tres meses mayor que él, lo cual a ella le parecía una diferencia estupenda. El estuvo de acuerdo, como lo estaba con todo lo que ella decía. Se vio autorizado, en el universo paralelo de la vida real, a hacer las cosas que antes había soñado. Con Christine irrumpió en un mundo en que existía la menstruación y los condones que se desenrollan, en que le consentían poner las manos en cualquier parte (dentro de lo razonable y en ninguna parte sucia) mientras colaboraba como canguro del hermano pequeño de Christine; un mundo de alegría vertiginosa y responsabilidad social. Cuando ella señalaba alguna chuchería en un escaparate iluminado y zureaba con un ansia extraña que él juzgaba singularmente femenina, se sentía como Alejandro el Grande.