¿Se había confiado demasiado o era simplemente ingenuo? Fuera como fuese, había dado por supuesto algo erróneo: que los parámetros morales de sus artículos, con el respaldo entusiasta del propietario y los lectores, eran de algún modo auténticos; y si no auténticos, al menos inmutables. Pero Gary Desmond, que esperaba, con un retruécano modesto, llamar a su artículo su logro «soberano», descubrió que era posible triunfar excesivamente, de un modo que desafiaba la supuesta realidad de su oficio. Se había producido, desde luego, una conmoción general cuando reveló que un joven «a dos palmos del trono», financiado con dinero público y pagado por representar a la nación en viajes al extranjero, había retozado lánguidamente con Cindy y Petronella en uno de los «lujosos palacios» proporcionados por los contribuyentes. Pero a medida que día tras día continuaban las revelaciones, la censura por lascivia había dado paso de algún modo a la vergüenza y luego a una especie de autorreproche patriótico. A una escala más local, esta evolución había ocasionado que Sir Jack se pusiera sus tirantes de la Cámara de los Lores con el temor de no conseguir el armiño a juego.
El reportaje de Gary Desmond se mantuvo tan sólido como Pitman House; la evidencia gráfica no admitía réplica, y las chicas no tenían entre las dos ni una multa por aparcar en zona prohibida. A pesar de todo, a Gary le dieron el finiquito. El mismo periódico que antes publicaba sus exclusivas le tachó de «sórdido sabueso que ha ido demasiado lejos». Se hizo referencia -y esto era totalmente extemporáneo- a un viaje de investigación a las Antillas del que, estrictamente hablando, no había resultado nada publicable. Se había llevado con él a Caroline, del departamento de contabilidad, y los hijos de puta habían publicado una instantánea de ella visiblemente desmejorada, con el sostén del bikini a media asta, que sólo podían haber obtenido mediante robo o soborno serio. Todo lo cual había contribuido a que fuese algo difícil contratar a Desmond en el futuro inmediato.
Martha y Paul se entrevistaron con él en el salón de un hotel turístico.
– El trato es el siguiente -dijo Martha-. La historia es nuestra. Nosotros decidimos si se divulga o no. Podría ser más útil no publicarla. Le pagaremos sus honorarios, un suplemento si el resultado es bueno, y otro más por la publicación o el secreto, según decidamos. De esta forma usted no sale perdiendo en ningún caso. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -dijo el periodista-. Pero ¿qué pasa si la cosa se airea?
– No puede ocurrir, si usted no se va de la lengua. Lo sabemos nosotros, lo sabe usted y punto. Eso es todo. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -repitió Gary Desmond.
En retrospectiva, comprendía el modo en que se había comportado Pitman House en el asunto del príncipe Rick. Le habían asegurado que tanto el Palacio como el Ministerio de Interior habían ejercido una «presión insólita». El despido había sido satisfactorio, incluso equitativo; sus derechos de pensión no se vieron afectados; la cláusula de secreto era normal en las circunstancias. Gary Desmond no carecía de imaginación; sabía que esas cosas ocurrían. Pero lo que no podía perdonar, y lo que le inducía a concertar un trato en el asunto presente, era el comentario que Sir Jack había hecho al subir a su limusina bajo la sombra del saludo de Wood. «Yo siempre digo», había dicho su antiguo patrón a la jauría de gacetilleros presentes, «siempre digo que no te puedes fiar de alguien que tiene dos nombres de pila.» La frase, que ocupó los titulares de tres periódicos, le seguía doliendo a Gary Desmond.
La experiencia del desayuno en la isla comenzó con la búsqueda de un logotipo. El departamento de diseño presentó docenas de propuestas, en su mayoría revisiones no reconocidas y sigilosos hurtos de símbolos conocidos. Un cierto número de leones rampantes a distintas alturas; una variedad de coronas y tiaras; torres y almenas de castillos; el rastrillo al bies del palacio de Westminster; faros, antorchas llameantes, siluetas de monumentos históricos; perfiles de Britannia, Boadicea, Victoria y san Jorge; rosas de todas clases, simples y dobles, de té y floribundas, brezo, col, escaramujo y navideñas; hojas de roble, manzanas y árboles; palos de criquet y autobuses con imperial, acantilados blancos, Beefeaters, ardillas rojas y un petirrojo en la nieve; fénix y halcón, cisne y perro talbot, águila y papagayo, hipogrifos e hipocampos.
– No sirve ninguno. -Sir Jack transportó desde la mesa de batalla hasta la alfombra de flecos una resma de sugerencias recientes-. Son demasiado entonces. Quiero un ahora.
– Podrían servir sus iniciales enlazadas.
Ojo, Martha: no confundas el cinismo profesional con un desprecio de aficionado. Pero desde que habían descubierto lo que creía que habían descubierto, su actitud hacia Sir Jack había cambiado; y la de Paul también.
– Lo que buscamos -dijo Sir Jack, sin prestarle atención y aporreando la mesa enfáticamente- es magia. Queremos un aquí, queremos un ahora, queremos la isla, pero también queremos magia. Queremos que nuestros visitantes sientan que han atravesado un espejo, que han abandonado su mundo personal y entrado en uno nuevo, distinto pero extrañamente familiar, donde las cosas no se hacen como en otros lugares habitados del planeta, sino como en un sueño raro.
El comité aguardó, a la espera de que las complicadas exigencias de Sir Jack no fueran sino el prefacio de una respuesta aplaudible. Pero la pausa dramática normal se alargó hasta un silencio preocupado.
– Sir Jack.
– Max, mi querido amigo. No es la primera voz que yo hubiese esperado.
El Dr. Max esbozó una sonrisa forzada. Ese día vestía tonos pardos, de corteza de árbol. Dio un toque supersticioso a su pajarita y formó con los dedos la aguja de una iglesia para indicar que adoptaba su faceta de comentador televisivo.
– Un día, entre principios y mediados del siglo diecinueve -comenzó-, una mujer se encaminaba hacia el mercado de Ventnor con una cesta de huevos. Como venía de uno de los pueblos costeros, lógicamente tomó el camino del acantilado. Empezó a llover, pero ella, precavidamente, había cogido un paraguas. Puesto que la tecnología paragüera se hallaba en sus primeros balbuceos, era un artilugio voluminoso y macizo. Había recorrido una cierta distancia del camino a Ventnor cuando una fuerte ráfaga de viento, procedente de tierra adentro, la pilló desprevenida y la lanzó volando por el borde del acantilado. Ella creyó que iba a matarse; al menos, presumo que creyó tal cosa, dado que cualquier persona normal en una tesitura semejante habría supuesto que iba a matarse, y no hay indicios de que ella fuese anormal en este sentido, pero el paraguas obró como un paracaídas y amortiguó su descenso. Las ropas, asimismo, se le inflaron de forma que frenaron la velocidad de la caída. No sabemos con exactitud las prendas que vestía, pero cabe imaginar que se trataba de un miriñaque de muselina o algo parecido, por lo que en efecto tenía dos paracaídas, uno arriba y otro abajo. Aunque al decir esto me asalta una duda: seguramente el miriñaque era una vestimenta que usaban las clases elegantes y burguesas, pues su redondel denotaba a las claras el carácter protegido, de noli me tangere, de aquellas mujeres. Me pregunto si la vendedora de huevos habría podido pertenecer a la clase media. ¿O tal vez la existencia de una próspera industria pesquera en la isla determinaba que las ballenas, ese adminículo esencial para conferir rigidez a la lencería femenina, abundasen más allí que en el restante territorio nacional? No es exactamente mi dominio, como ustedes saben, y necesitaría investigar un poco sobre la ropa interior que usaban las clases vendedoras de huevos en el decenio probable durante el cual aconteció el incidente que refiero…