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– Siga contando su puñetera historia. Basta de cháchara -gritó Sir Jack-. Nos tiene en vilo.

– Nunca mejor dicho. -El Dr. Max no prestó más atención a Sir Jack que a un espectador molesto en un plato-. En suma, como ven, la mujer descendía con su cesta de huevos colgada de un brazo y el paraguas y el miriñaque sostenidos por corrientes de aire que ascendían desde tierra firme. Me la imagino avistando el mar, murmurando una oración y mirando la arena blanda que se acercaba a su encuentro. Aterrizó sin percance en la playa, totalmente indemne, según mis noticias, y el único daño sufrido fueron unos cuantos huevos cascados en la cesta.

La expresión de Sir Jack era de un placer exasperado. Dio una chupada a su habano y la irritación menguó.

– Me encanta. No me creo una palabra de esa historia, pero me encanta. Es aquí, es magia y la podemos convertir en ahora.

El logotipo fue dibujado una y otra vez, en estilos que oscilaban desde el hiperrealismo prerrafaelita hasta algunas pinceladas expresionistas. Subsistieron ciertos elementos clave: el giro de los tres vuelos, el del paraguas, el gorro y las faldas al viento; el talle estrecho y los pechos opulentos correspondientes a una mujer de aquella época, y la hemisférica cesta rústica cuyo orbe completaba la redondez de los huevos. Lejos de los oídos de Sir Jack, el motivo se denominaba «La reina Victoria enseñando las enaguas»; dentro de su alcance auditivo, recibía una serie de nombres provisionales -Beth, Maud, Delilah, Faith, Florence, Madge- que al final cristalizaron en Betsy. Alguien recordó, o descubrió, que antiguamente existía una expresión -«Cielos, Betsy»- que parecía convenía al nombre elegido, aun cuando nadie sabía qué quería decir exactamente el modismo.

Ya tenían el logotipo, que contenía a la vez el aquí y la magia; el departamento tecnológico proporcionó el ahora. Su lógica propuesta inicial fue que un doble ataviado con indumentaria victoriana reprodujese el vuelo de Betsy cuando el viento soplara en la dirección propicia. Se eligió para ello un paraje al oeste de Ventnor; si los ensayos tenían éxito, podrían reivindicar y ensanchar la playa para que ofreciese una pista de aterrizaje segura; los visitantes podrían contemplar la caída desde tribunas o desde esquifes anclados a poca distancia de la orilla. Se efectuaron una serie de experimentos para determinar la óptima velocidad del descenso, la fuerza del viento, la expansión del paraguas y las dimensiones del miriñaque. Veinte descensos con muñecos precedieron al día en que Sir Jack, con prismáticos que le planchaban las cejas y las piernas separadas para mantener el equilibrio en el suave oleaje, presenció la primera prueba realizada en vivo. A las tres cuartas partes del descenso, el corpulento «Betsy» pareció perder el control del miriñaque, los huevos cayeron en cascada de la cesta y el hombre aterrizó en la playa al lado de una tortilla improvisada y sufrió tres fracturas de tobillo.

– Tonto de capirote -comentó Sir Jack.

Unos días más tarde, un segundo voluntario -el de peso más ligero que pudieron encontrar, en un intento de falsificar la femineidad- conservó intactos los huevos, pero se fracturó la pelvis. Llegaron a la conclusión de que la caída original de Betsy debió de verse favorecida por anómalas condiciones climáticas. O bien su hazaña había sido milagrosa o bien había sido apócrifa.

La siguiente idea fue la experiencia de ascensión de Betsy a los cielos, cuya ventaja consistió en que permitía la participación de visitantes. A continuación hubo una serie de ejercicios de salto realizados con todas las garantías de seguridad desde la cima del acantilado por saltadores de ambos sexos y de todos los tamaños. Pero había algo poco convincente y nada mágico y, en cierto modo y en su conjunto demasiado ahora, en el espectáculo de un saltador sujeto con un arnés que subía y bajaba en el aire hasta que le descendían lentamente hasta la playa.

Desarrollo Tecnológico, tras varias intervenciones personales de Sir Jack, dio por fin con la solución. El saltador conservaba sus accesorios y arneses, pero en lugar de cuerdas elásticas irían desenrollando un cable camuflado, al tiempo que chorros de viento ocultos simularían las corrientes de aire ascendentes. De este modo se eliminaban los riesgos y los factores climáticos. El departamento de marketing brindó la depuración definitiva: la experiencia de vuelo de Betsy se transformaría en la experiencia del desayuno en la isla. En la cima del acantilado habría un gallinero abierto y repleto de aves con plumas y cresta; el abastecimiento de huevos frescos se haría a diario por vía aérea; y los visitantes descenderían a la playa transportando una cesta de Betsy. Allí una camarera con cofia les llevaría al bar de desayuno permanente Betsy, donde los huevos serían hervidos, fritos o estofados, a gusto del saltador, ante sus propios ojos. La cuenta incluiría un certificado de descenso grabado y rubricado con la firma de Sir Jack y la fecha.

Mientras las excavadoras escarbaban y las grúas se tambaleaban, y mientras el insípido paisaje se transformaba en un libro con ilustraciones en relieve de hoteles y puertos, aeropuertos y pistas de golf, mientras se untaba la mano de los mal alojados y se impartían risueñas promesas a ecologistas adustos relativas a las colinas de caliza, las ardillas rojas y todas las variedades de puñeteras mariposas, Sir Jack se ocupaba de los ediles isleños. Westminster y Bruselas podían esperar: primero tenía que meterse en el bolsillo a los lugareños. Mark se encargaría. Si veían a Sir Jack quizá adoptasen una postura belicosa y defensiva, como si él fuese un empresario invasor más que un bienhechor múltiple. Era mucho mejor confiar la tarea a los ojos azules y los rizos rubios de Marco Polo.

– ¿Qué me hará falta? -había preguntado desde el principio el director de Proyecto.

– Ingenio innato, un saco de zanahorias y un montón de palos -le había respondido Sir Jack.

Hubo dos rondas de negociaciones. Las reuniones oficiales de consultas entre Piteo y el cabildo insular se celebraron en el ayuntamiento de Newport. Se admitió la presencia de público y se adoptaron todos los procedimientos democráticos: lo cual significaba, como Sir Jack comentó en privado, que los formulismos, los intereses especiales y las agrupaciones minoritarias dirigían el tinglado, los abogados ganaban un pastón y tú te pasabas el tiempo a cuatro patas con el ojo del culo expuesto a una insolación. Paralelamente, sin embargo, hubo un coloquio secreto al que asistieron los concejales más destacados de la isla y el pequeño equipo de Piteo encabezado por Mark. Estas últimas conversaciones fueron, por su propia naturaleza, exploratorias y no desembocaron en ningún acuerdo; tampoco se levantó acta, para que las ideas imaginativas pudiesen expresarse, de ser necesario, con toda vehemencia; para que, como un edil acomodaticio fue invitado a formular, el sueño pudiera fluir. Las instrucciones de Sir Jack a Mark eran que el sueño fluyese como un cauce en línea recta hacia un destino prefijado. Cuando lo bosquejó, hasta el mismo Mark se quedó pasmado.

– ¿Pero cómo va a hacer eso? Estamos en el tercer milenio, existe Westminster, existe Bruselas, existe, no sé, ¿Washington, las Naciones Unidas…?

– ¿Cómo voy a hacer eso? -Sir Jack exultaba. La pregunta banal había sido exquisitamente formulada-. Mark, voy a revelarle el secreto más grande que conozco. ¿Está preparado?

Mark no necesitó aparentar interés. Sir Jack, por su parte, trataba de ganar tiempo, pero no pudo resistirse a la oportunidad.

– Hace muchos, muchos años, cuando yo era tan joven como usted, hice la misma pregunta a un gran hombre para quien trabajaba. El procer, Sir Matthew Smeaton, completamente olvidado, ay, hoy día, sic transit, estaba planeando un golpe de espectacular audacia. Le pregunté cómo lo haría, ¿y sabe lo que me contestó? Dijo: «Jacky…», me llamaban Jacky en aquellos tiempos…, «Jacky, me preguntas cómo voy a hacerlo. Mi respuesta es la siguiente: Se hace haciéndolo.» No he olvidado nunca estas palabras de consejo. Me inspiran hasta el momento presente. -La voz de Sir Jack había casi enronquecido de reverencia-. Que ahora le inspiren a usted.